Выбрать главу

– Dígame -requirió sin clemencia, al otro lado del aparato, su voz despierta y firme.

– Lucrecia.

– ¿Quién es?

– Juan.

– Ah, vaya, no esperaba que cayeras tan pronto. Había hecho planes para esta noche, pero si me insistes podré cancelarlos.

– No es necesario que te tomes la molestia. Esta noche quiero dormir -y al decir esto, por contrastar con ella y para darle más confianza, dejé que toda la somnolencia que luchaba por apoderarse de mí se derramara en forma de bostezo sobre el teléfono.

– ¿Y bien?

– Llamaba para contarte que he estado paseando esta tarde, meditando sobre tu proposición o como haya que llamarlo.

– Yo no te he propuesto nada. Serás tú quien me lo proponga a mí.

– Bueno, como sea.

– ¿Y?

– No se me ha ocurrido nada a favor, pero tampoco estoy seguro de tener demasiadas razones en contra.

– Es un comienzo.

– No sé qué es. Luego he vuelto al apartamento y me ha parecido poco luminoso, así que me he cambiado de domicilio. Mientras pienso o sueño una solución para lo nuestro tal vez quieras apuntar dónde estoy.

– Ya te he dicho que serás tú quien me llame.

– Apúntalo de todos modos. Quizá pasen cuatro o cinco días y decidas que tienes que tentarme un poco más. Si eso ocurre, querrás localizarme.

– No me hará falta, pero nada me cuesta darte el gusto, si te empeñas. Ya tengo papel y lápiz.

Le di el nombre del lugar, el número de la habitación, y leí para ella el teléfono que había bajo el emblema del hotel en un papel de denso texto que alguien había manoseado antes de mí. Al principio no supe lo que era, pero luego advertí que se trataba de una encuesta sobre la calidad de los servicios que ofrecía el establecimiento. Por lo que a mí me concernía, podían aprovecharla para otro huésped más.

– Y ahora te dejo -dije, volviendo a pensar en Lucrecia, que estaba al otro lado de la línea-. Que te diviertas. Y avísame si notas algo extraño.

– Descuida.

Colgó antes de que se hubiera extinguido en el auricular el eco de su voz. Oí con algo lejanamente semejante a la amargura aquel chasquido seco que, tal y como lo sentía en aquel momento, interrumpía y concluía todo entre nosotros. Ahora no me quedaba más que esperar. Traté de armarme de un átomo de duda para no exterminar absolutamente la ilusión, pero no tuve éxito. Lucrecia había sido demasiado evidente. En la primera oportunidad que le había dado me había vendido. Debía estar en contacto con la policía desde nuestro encuentro en el Ministerio, tres días atrás. Y sin embargo, había tenido, aunque insuficientes, algunos destellos de talento. Había sido hábil aguardando a que fuera yo quien le diera las primeras señas, y negándose a apuntar inmediatamente las nuevas hacía unos minutos. También había exhibido un estimable aplomo haciéndose la ignorante durante aquella breve y amañada conversación telefónica, obstinándose en sostener su farsa que ya para nada podía servir. Ahora quizá estaría preguntándose por qué le había dado mi nueva dirección, aunque siempre cabía que se conformara con suponerme demasiado estúpido, o demasiado enamoradizo, creyendo su propio cuento. Veinte años antes, habría acertado con ambas suposiciones, pero ahora yo sólo era demasiado impuro. En cualquier caso, no tenía más remedio que llamar a la policía para informar de mi nuevo paradero, o del que yo ofrecía como tal. Y la policía no tendría más remedio que investigarlo, y cuando lo hiciera yo ya habría averiguado a qué había de atenerme, al menos, con uno de los personajes que poblaban aquella adversa aventura. Comparando con la desorientación con que había avanzado hasta allí, era un triunfo. Aunque en rigor no progresara nada, porque con ello me limitaba a precisar la entidad de una amenaza adicional y en un principio imprevista.

Descansé unos quince minutos, haciendo esfuerzos para no dormirme, y me puse de nuevo en pie. No fue difícil encontrar un buen sitio para esperar a la policía. El hotel estaba medio vacío y conseguí colarme en una habitación cerca de la escalera, a unos quince metros de la puerta de la mía y a dos del ascensor. Allí estuve, espiando por la mirilla, cerca de dos horas. Durante ese tiempo pude dudar del acierto de mis sospechas, y recordé varias veces a la Lucrecia impávida y casi cínica que me había recibido en su despacho y en su casa. De pronto me costaba encajarla con mi adivinada Lucrecia, que corría a denunciarme a la policía en cuanto yo desaparecía de su vista. No hay ninguna cosa que una mujer bien enseñada no pueda fingir, pero también hay mujeres de una pieza. Comenzaba a admitir la posibilidad de haberme equivocado con Lucrecia cuando dos individuos de aspecto temible pasaron por el corredor. La mirilla era de esas que poseen un dispositivo óptico para ensanchar el campo de visión, y me permitió seguirles hasta el final del pasillo, aunque al llegar allí eran tan pequeños y estaban tan deformados que apenas podía distinguir qué estaban haciendo. No oí golpes, no oí voces. Y de pronto, los dos hombres se esfumaron. Estaba bastante confundido, pero conservaba la lucidez suficiente para comprender que aquél no era el método de la policía. Además, yo había previsto al de la barriga y al joven calvo. Vacilé un instante, y eso fue, en cierto modo, mi salvación. Dos rotundas detonaciones hicieron temblar el aire. Un segundo después los dos hombres regresaban por el pasillo, corriendo. Los vi tomar la escalera cuyo hueco también quedaba incluido en la imagen panorámica de la mirilla, y sin adoptar más precaución que la de empuñar mi pistola, sin sacarla siquiera de debajo del brazo, salí al corredor. Me llegué hasta mi habitación, que había quedado abierta, y encendí la luz. Lo que vi, si hubiera dispuesto de tiempo para reír, me habría resultado infinitamente cómico. En el suelo, con los hombros de madera astillados por los balazos, encima de la toalla, estaba la percha sobre ruedas. En la oscuridad, con el cuerpo que le prestaba la toalla, habían debido tomarla por un hombre, quizá agachado, quizá apuntándoles incluso. Y no se lo habían pensado dos veces. También una pareja de policías obtusos habría disparado, pero era obvio que aquellos dos tenían otro oficio porque después de los tiros dos policías no se habrían apresurado a huir, sino a festejar aliviados la confusión. Mientras bajaba de cuatro en cuatro los escalones de la escalera de incendios, recibiendo en las mejillas agradecidas el soplo fresco de la brisa nocturna, hice casi mecánicamente otro juicio rudimentario, pero no carente de cierta utilidad para captar el cariz que adquirían los acontecimientos: los disparos de dos policías habrían estado excusados por el ejercicio de su cargo, pero quienes no lo fueran sólo podían conducirse con aquella contundencia en virtud de criminales propósitos. Le habían dado a una percha y a una toalla, pero me habían tirado a mí, y pese al atolondramiento de momento, ese acto, el de dispararme, había obedecido, con toda probabilidad, a un objetivo plenamente asumido. Algo de lo que había hecho aquel día, y no podía discernir ahora qué, había dado resultado.

Lo que sí podía arrojar a la basura eran mis presunciones acerca de Lucrecia. Nadie en sus cabales avisa primero a la policía y luego manda a unos asesinos. Ahora tenía que admitir que era igualmente improbable que ella hubiera llamado a los unos como a los otros. Si había dado mis señas a la policía por la tarde nada justificaba que no se las hubiera dado por la noche, máxime cuando habría tenido motivos para temer que yo anduviera suelto. Si me había enviado a los asesinos por la noche, había perdido el tiempo, porque podía habérmelos enviado por la tarde. También cabía que los policías que había visto no fueran tales, o que los que yo había creído matones fueran en realidad policías que no deseaban tener que explicar su grotesco error ante sus superiores o sus compañeros. Pero la verdad no suele ser tan complicada. De todos modos, si había de sacar alguna conclusión, en adelante no debía fiarme de Lucrecia, aunque tampoco, así fuera sólo para preservar un poco de romanticismo, podía descartar definitivamente que estuviera de mi lado. Después de mi ingenua emboscada, permanecía en el misterio, reservándose el significado verdadero de sus flemáticas incitaciones.