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No, no era momento de estar seguro de nada, pero sí de tratar de reunir garantías razonables acerca de algunas cuestiones inminentes. Por ejemplo: podía conceder que a la policía la había burlado por la tarde y a mis segundos y más peligrosos perseguidores hacía escasos minutos. Y si estaba en lo cierto, aquélla era una circunstancia digna de ser aprovechada. Por eso no fui a recoger el coche, que alguien podía estar vigilando, sino que me dirigí a paso rápido hacia el centro. Atravesé calles concurridas y callejones desiertos, andando caminos para después desandarlos, dando rodeos y tomando atajos, variando continuamente el rumbo. Después de un buen rato creí poder persuadirme de que aquellos que habían venido por mí en las últimas horas tendrían que resolver el problema de recobrar mi rastro, antes de intentar otra vez lo que habían intentado aquel día. Y ahora yo estaba prevenido. Todo se reducía a no arriesgarme a ser visto, a cerciorarme en cada paso que diera de que no me acercaba a nada que pudiera tener alguna conexión con la conjura. Aunque distaba de imaginar cuáles eran las dimensiones y la índole de esa conjura, siempre era posible apostar que en determinados sitios estaba fuera de su alcance. Tenía que esconderme en uno de esos sitios, así fuera sólo para ganar tiempo mientras aclaraba mis ideas.

Y un lugar adecuado para estar no ya al margen de la conjura, sino al margen de todo, fue el que encontré en lo que venía a ser el residuo de una antigua calle comercial. Entre las tiendas de arcaico diseño y lóbrego aspecto, que esperaban con resignación a ser engullidas por algún otro sex-shop como el que hacía destellar sus luminosos rojos al principio de la calle, divisé junto a un portal medio ruinoso un letrero que decía simplemente Hostal, pero en el que no hacía falta ser muy avispado para leer también otra cosa. Al ver al hombre del mostrador, un viejo mal afeitado, que hedía a sudor añejo y parecía haber metido la cabeza en un cubo de caspa, comprendí que no me había equivocado. Allí tenían techo los negros ilegales y las putas en declive, es decir, clientes que no se quejaban del agua fría, ni de las sábanas sucias, ni del descuido del personal. Costaba la noche menos que un whisky barato, y tenían habitaciones, desde luego. No pedían que uno se identificara mediante ningún tipo de documentación. La mayoría de los huéspedes no tenían más que la palma de las manos para enseñarles. Había que creerlos cuando decían que se llamaban Abdul y apuntar eso, no porque interesara, ni porque uno adquiriera más derecho tras pagar por adelantado que el de conservar la habitación mientras pudiera defenderla, sino por distraer con alguna liturgia el aburrimiento cósmico del viejo nevado de caspa. Le dije llamarme Aarón Fitz-James Stuart y no me pidió que se lo repitiera o deletreara. Ni siquiera se inmutó. Apuntó en el libro grasiento lo que le había parecido oír, o cualquier otra cosa. Después me tendió la mano para que yo pusiera el dinero sobre ella y una vez que lo hice él puso la llave sobre el mostrador. Sin mirarme, haciendo el esfuerzo de hablar porque aquello era lo único que importaba decir, me advirtió:

– Las habitaciones se limpian a las diez. Tendrá que dejarla antes de esa hora o pagar otra noche.

Estuve por preguntar si en el caso de pagar otra noche podría quedarme durmiendo todo el día, pero temí que lo tomara como una provocación. Durante el día cada habitación debía tener cinco o seis huéspedes fugaces. O quince. Para reservar una de ellas para uno habría que pagar el equivalente a treinta noches. Le dejé bostezando, absorto o sólo parcialmente implicado en la vehemente discusión acerca de una jugada dudosa que dos incautos sostenían para miles de incautos en el programa radiofónico que tenía sintonizado su transistor. Subí por una escalera polvorienta, recorrí un pasillo polvoriento, abrí una puerta polvorienta, apreté un interruptor polvoriento, entré en un cuarto polvoriento. Dejé mi hatillo sobre la mesa, me quité la chaqueta y los zapatos, puse la pistola bajo la almohada y apagué la luz. Me tumbé sobre la cama, sin deshacerla. Prefería la mugre indefinida de la colcha a la de las sábanas, previsiblemente más concreta. Traté de adormilarme. Estaba a la vez inquieto y cansado.

No era consciente de haberme cruzado con nadie, si exceptuaba al viejo, desde el portal hasta la habitación. Pero pronto se demostró que alguien sí me había visto a mí, lo suficiente como para que se despertaran su curiosidad y otras pasiones más ilegítimas. Esperaron dos horas, pero eso, que hubiera sido una precaución holgada si yo hubiera sido capaz de dormirme, resultó una imprudencia en aquella noche en que parecía condenado al insomnio. En aquellas dos horas me acostumbré de tal modo a aquel silencio peculiar, habitado por varios tipos de ruidos regulares, que cuando les oí acercarse no pude confundirlos con nada inofensivo. Había aprendido ya cómo crujían en la noche las paredes, cómo goteaban los grifos, cómo chirriaban los somieres y cómo, en la habitación de al lado, sollozaba incansablemente un ser cuyo sexo -puta o negro- no cabía precisar. Sus pasos me sonaron inequívocamente a pasos, y su ritmo estaba tan desacompasado con el de los demás sonidos nocturnos que ni siquiera dudé un segundo antes de empuñar la pistola y esconderla entre mis piernas, que encogí en posición semifetal. Giré la cabeza para que no estuviera mi cara vuelta hacia la puerta, pero no tanto que no pudiera ver de reojo qué ocurría. Eran un hombre y una mujer. Ella abrió la puerta con lo que debía ser una llave maestra y entró. Él se quedó en el umbral, vigilándome. Algo brilló en su mano. La mujer se acercó a la mesa y fue a coger mi bolsa. El segundo destello del arma del hombre me permitió comprobar que sólo se trataba de una navaja. No iba a ser difícil. Todavía a oscuras, monté la pistola y apunté a la cabeza del hombre. Conseguido el efecto paralizante del ruido metálico entre las sombras, encendí la luz. Los dos me miraban con los ojos muy abiertos. Ella dejó caer mi bolsa y él subió las manos sin soltar la navaja.

– Oye, no te pongas nervioso -rió, dubitativo.

– No estoy nervioso -repuse-. Desde aquí no fallaría ni con los ojos vendados.

– Perdona, sólo nos hace falta un poco de pasta para pillar algo. Mil pesetas, no íbamos a cogerte más. Llevamos dos días en blanco. La chica lo está pasando mal.

La observé. Temblaba y le sudaba la frente. Pero él no tenía mejor aspecto. La navaja se escurrió de entre sus dedos y chocó contra las baldosas.

– Es una pena, pero seguro que puedes arreglarlo poniendo tú el culo por ella, para variar. Eres un tío guapo.

El tipo se sintió obligado a defender su orgullo. Deslucidamente airado, amenazó:

– Eh, listo, ten cuidado con lo que dices.

– La última vez que volé una cabeza tan hueca como la tuya me deprimió mucho -le atajé-. No hagas que vuelva a deprimirme. Fuera.

– No tienes cojones.

Aquello no estaba saliendo bien. Tenía que esforzarme más. Me daba mucha pereza, pero me levanté. Sin dejar de apuntarle, caminé hasta donde él estaba. Los dos me miraban quietos, dudando de sí mismos pero también de mí. Le di con la punta del cañón en los dientes. Fue un movimiento brusco, un golpe inusual que no pudo prever. Luego le metí la rodilla en el vientre y cuando alzó la cara dispuesto a todo se encontró, antes de que pudiera reaccionar, con el cañón entre los ojos.

– Fuera -repetí, sin emoción.