– Pero sabías que entraría en la casa, a buscar algo.
– No lo sabía. Márchate, anda.
No merecía la pena insistir. Ahora tenía que irme. Arriba me esperaba la botella, y por mi vida que me moría de ganas de empezarla. Pero algo inoportuno me retenía junto a Claudia. Su rostro estaba tenso. Con un áspero movimiento pasó su brazo por delante de mi cara y me abrió la puerta.
– Bájate, por favor.
Eché el pie a tierra y salí del vehículo. Antes de cerrar la puerta, por maldad, pero también por desorientación, le susurré:
– De nada, Ophélie.
Arrancó inmediatamente. Dio marcha atrás y salió como un cohete a la calle. La vi irse, hasta que las luces rojas dieron un destello y desaparecieron por la derecha. Luego subí a mi cuarto, encendí la lámpara, conté desconchones en la pared. Guardé todas las armas que llevaba en el cajón de la mesilla de noche y abrí la botella. El whisky me dejó al pasar por la garganta una densa sensación de calor, que un segundo después recibía mi estómago con gratitud. Nunca he comprendido a quienes estropean con hielo esa tibieza sabia, que aquella noche apuré como si fuera una absolución. Luego sólo recuerdo la bruma, y una dicha sin errores. Pablo estaba sentado a los pies de la cama y hablamos largamente de la pálida belleza de una medio francesa errática que habíamos conocido esa noche, junto al estanque. Era curioso, porque por el modo en que hablábamos, la compartíamos como camaradas, igual que bebíamos de la misma botella.
Lo siguiente que supe de Claudia, diez días después, en un periódico atrasado de Madrid que recogí de una butaca en la terraza del balneario, fue que la habían violado y estrangulado en su apartamento, a las pocas horas de despedirnos.
2.
Por elegir un momento que me excuse de retroceder más allá de lo que mi ánimo me permitiría, todo había empezado una semana antes. Era por la tarde, había acabado mi jornada, y me dirigía a mi cuarto para tumbarme un par de horas mirando el techo, según había adoptado como costumbre para dilapidar los momentos vulnerables del día, esto es, aquellos momentos en que no tenía nada ajeno, como el trabajo, para distraerme. Alguien me llamó desde la centralita.
– Juan, al teléfono.
Imaginé que se trataría de alguna faena intempestiva, alguna vieja que había resbalado en la ducha y se había roto el cuello del fémur. Siempre se rompían ese hueso. El modesto equipo quirúrgico del balneario no servía para nada que exigiera más de cinco puntos de sutura, así que había que llevarlos al Hospital Provincial y alguna arbitraria disposición había acumulado a mis oscuras funciones la de conductor de la ambulancia. Con fastidio, pero resignado, como vivía desde hacía diez años, cogí el auricular.
– Diga.
– ¿Me recuerdas?
Tan desusado saludo me desconcertó, como seguramente pretendía. La voz me resultó en seguida familiar, pero el muro que mi cerebro había erigido alrededor de su recuerdo impidió que le asociara inmediatamente el nombre de Claudia. Luché estúpidamente durante unos segundos con aquella sensación de prohibición que me entorpecía el reconocimiento.
– No puedo creer que no vinieras. Estuvieron todos los que no le querían. Te eché de menos. Claro que los entierros no arreglan nada -razonó, deprisa, sin apiadarse o dando por hecho que yo estaba ansioso por averiguar en cualquier momento, al cabo de diez años, que era ella quien estaba al otro lado de la línea preguntando por mí.
– ¿Claudia? -aventuré, al fin.
– Quién si no, memo. Nadie más se acuerda de ti. Dime, ¿por qué no viniste?
– Me enteré tarde -repuse, a duras penas.
– Te envié un telegrama.
– No llegó a tiempo -mentí.
– No lo creo. En cualquier caso podrías haber ido a llevarle unas flores. Sabes que para él no había nadie como tú, a pesar de todo.
– No quería volver a verte, Claudia -alegué, por decir algo.
– Bueno, no me paso el día haciendo guardia junto a su tumba, como puedes adivinar.
– Entonces, ¿cómo sabes que no he ido a llevarle flores?
– Lo acabas de admitir, implícitamente.
– Eso te parece a ti. ¿Me llamas sólo para reprenderme por descuidar mis deberes fúnebres?
– Vaya, vaya, Juan. Veo que te has vuelto un cínico. Antes no lo eras.
– Estoy confuso, simplemente. Podría decir cualquier cosa. ¿Crees que puedes llamarme, después de una eternidad, y esperar que reaccione como si nada? Hace muchos años que no vivo a tu ritmo, Claudia. Y no lo añoro.
– Eso no ha cambiado. Siempre te traicionaba la voz al mentir.
– ¿Qué quieres? No te diré que me alegra oírte, por más que te empeñes.
– Eso sí puedo creerlo. Voy a ir a hacerte una visita, ahí, a ese pueblucho. Te llamo para arreglar el sitio donde prefieras que nos veamos. Podría presentarme allí sin más, pero no quiero estropear tus relaciones con alguna honrada enfermera rural.
– Gracias por tu delicadeza, pero no tienes por qué preocuparte. ¿Serviría de algo si te dijera que no quiero que vengas?
– Por supuesto que no, chéri.
– En ese caso ven cuando y como quieras. Ya estoy viejo para cambiar de escondite. Estaré aquí, a cualquier hora de cualquier día. Trabajo hasta las cinco y también dos noches por semana, lunes y sábado. Ya sabes cuándo no podré atenderte. Yo necesito ganarme la vida, aunque sea de mal gusto decirlo.
– No seas sarcástico, Juanito. Iré cuando te sea posible verme.
– No vuelvas a llamarme Juanito. Por favor.
– Qué sensible te has vuelto, Dios mío. Caeré por allí en un par de días. Un beso, chéri.
Y colgó sin darme tiempo a despedirme. Mientras iba hacia mi cuarto sólo pensé dos cosas: primero, que algo en la esencia de la vida impedía que lo que había empezado mal dejara de torcerse; segundo, que no iba a ganar nada dándole vueltas al asunto y que más me valía esperarla sin revolver el polvo dormido.
Inexplicablemente, casi pude cumplir con este propósito. Los dos días que siguieron los gasté en una tensión medio inconsciente, entregado con entusiasmo a los tristes avatares de mi trabajo. En realidad, hacía mucho que había descubierto que un anciano meado no es por cierto lo más repugnante que cabe encontrar en el mundo. Incluso te dan luego las gracias, cosa que no hacen ni los bebés ni los caniches, que suscitan más sincero y sólido amor. Para tener más ocupado el tiempo sustituí el día siguiente a un compañero en el turno de noche. Eran las fiestas de un pueblo vecino y yo no pensaba acudir. La consecuencia era que el sábado libraría, pero ya se me ocurriría algo en que consumir esa noche maldita, si no lograba persuadir a mi compañero de que no era necesario que me devolviera el favor.
La segunda noche, después de la cena, salí a tomar el fresco a la terraza. A mediados de mayo, podía uno disfrutar de suaves noches mesetarias llenas de grillos. Estaba sentado, perdido en difusos pensamientos, cuando noté que alguien se aproximaba por detrás.
– ¿Puedo sentarme con usted? -oí, mientras me giraba, y vi que era un viejecillo enjuto, impecablemente vestido de beis, con corbata y pañuelo a juego. Haciendo un esfuerzo, reconocí su cara en la penumbra. Era un ex militar, asmático, a quien todo el mundo llamaba respetuosamente don Eladio. Podía haber sido general o sargento, pero nunca especificaba ese detalle. Si alguien insistía al respecto se limitaba a decir:
– El título más honorable para un militar es el de soldado. Yo he sido sólo eso, un soldado.
Solía charlar a menudo con él. Me recordaba a mi padre y a mi abuelo, y era uno de los pocos cuya conversación podía interesarme. Tenía exquisito cuidado de no hacer inventario de sus dolencias, aunque padecía tantas como el que más. El asma era sólo la principal, la que le impedía vivir en otro sitio. Cuando le oía hablar, fatigándose pero sin rendirse, aceptando con nobleza su exilio en el balneario, comprendía sin dificultad que era un ejemplo de lo que yo mismo habría podido decentemente ser. Yo no estaba allí por asma, pero en lo demás las similitudes eran muchas. Tampoco yo podía vivir fuera de aquel asilo.