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– Tú no eres una mujer. Por eso no sabes que no puedes prometer lo que estás prometiendo.

– Tú no sabes quién soy yo. Mataría por ti. Moriría por ti. Por eso llevo ropas negras.

– ¿Por qué? Eso es absurdo.

– No puedo evitarlo. Eres demasiado viejo para jugar contigo. Dime que me deseas.

– Para qué podría servir. Es evidente, pero no podemos, ni tú ni yo, hacer nada con eso. No estoy seguro de mí. No estoy seguro de ti. Porque no eres una mujer, pero lo serás en cuanto te dé una oportunidad. Porque he cometido demasiados errores y ahora todos quieren dispararme. He corrido hasta ti, pero ha sido antes de pensarlo.

– En mis pechos sólo hay leche.

– En tus pechos sólo hay aire, y es en el aire donde la imprudencia del hombre siembra el fuego.

– ¿No te avergüenzas de ti mismo? Has salido a buscar y has encontrado. Y ahora, en vez de abrir tu regalo, te escondes de él. Incluso te permites adivinar lo que no puedes ver. Toma o vete, pero no apuestes sin haber visto. La negra tela que cubre estos pechos no dejará de ocultártelos hasta que sea demasiado tarde para desistir de ellos.

– Estás demasiado segura para ser una niña.

– No soy una niña.

De pronto, su imagen empezó a zozobrar. Se desdibujaron sus rasgos. Era la hija de Jáuregui pero empezaba a ser también otras. No, no quería recordar sus nombres. Me limité a dudar en voz alta:

– Y ahora, ¿puedo confiar en ti?

– Ahora no. Ahora soy quien tú me condenas a ser. Y me duele.

Eché otra vez a correr, dejándola atrás, ocupada en un caos de metamorfosis sucesivas. Sentía calor, tristeza, asco. Mientras corría me despojé de la chaqueta, de la corbata, de la camisa, de los zapatos. Para quitarme los pantalones hube de detenerme y en ese mismo instante oí el disparo y la bala dio en mi espalda. Antes de caer al suelo, convertido en una percha con ruedas cubierta por una toalla, volví la cabeza y vi a la hija de Jáuregui. Ella había caído junto a la pared. Con los dedos manchados de sangre dibujó en el aire y yo pude leer:

– Au revoir, chéri.

– Claudia.

Pero Claudia estaba muerta, era rubia y quizá nunca había tenido diecisiete años, pensé mientras la luz podrida que entraba por las rendijas de la ventana me despertaba a la reducida perspectiva de mi mísero cuarto. Miré el reloj: las nueve y veinte. Había dormido unas tres o cuatro horas y estaba literalmente destruido. Pero al viejo del mostrador no podía tratarle como a los fallidos ladrones a quienes había despachado durante la madrugada. Si no dejaba antes de las diez la habitación tendría que volver a pagarle y me arriesgaba a que alguien a quien no podría asustar, alguien acostumbrado a apalear zulúes como si fueran niños de párvulos, viniera a sacarme mientras el viejo observaba, bostezando. Intenté lavarme con lo que salía del grifo y me vestí. Cogí la navaja de debajo de la cama y mi bolsa de encima de la mesa. Miré a ambos lados del pasillo antes de salir, con la mano cerca de la pistola. Todo estaba despejado.

El viejo seguía detrás del mostrador, leyendo ahora un diario deportivo. Si hubiera sido un ser normal le habría preguntado si no se acostaba. Pero sin duda se trataba de uno de esos tipos cuya actividad cerebral y muscular no llega al diez por ciento de la media, por lo que no necesitan dormir. Le devolví las llaves y puse la navaja sobre el mostrador.

– A alguien se le debió caer anoche esto. Guárdelo por si vienen a reclamarlo.

Cogió la navaja y la metió en un cajón. A continuación, reanudó su lectura, haciéndome ver que no volvería a ocuparse de mi presencia. Le deseé buenos días y me fui. En el portal había tres negros relucientes, majestuosos dentro de su ropas de segunda mano como gigantescas estatuas de ébano. Se apartaron para que pasara, seguramente advertidos por alguien que había sabido del incidente de la madrugada pero sin que aquella cautela elemental anulara el desprecio con que me consideraban, como a cualquier otro blanco de alma y cuerpo deteriorados, desde la incontaminada magnificencia de su raza, a la que sólo el miedo de la mía mantenía recluida en aquellas alcantarillas o catacumbas.

Tomé un copioso desayuno en una cafetería de aspecto agradable que encontré a sólo dos calles de allí. Compré un periódico en el que no leí nada que me interesara y entonces tuve aquella funesta idea. En mi situación lo más sensato era retirarme de la circulación un par de días, tal vez una semana. Debía darles tiempo a que se cansaran de buscarme, tanto unos como otros, antes de intentar algo que me procurase una mínima ventaja frente a ellos. También tenía que pensar qué podía hacer y lo que era más importante, a quién tenía que hacérselo. Ahora era arriesgado regresar al balneario. O la policía o los otros o todos tenían ya aquella pista controlada. No sabía adonde ir, y así fue como se me ocurrió, del modo más desdichado, sacar la cartera y rescatar de ella aquel papel en el que una mano femenina había escrito para mí unas señas que nunca había pensado utilizar. A grandes males, grandes remedios, debí de decirme. Pero sólo iba a complicar todavía más los males.

La zona a la que correspondía aquella dirección fue una razón más que me empujó hacia ella. Era un barrio residencial bastante apartado, en el que no vivía gente muy acomodada ni había que temer, en el otro extremo, la proximidad de gente peligrosa por su absoluta carencia de acomodo. Uno de esos barrios a los que podría ir a vivir Hitler haciéndose pasar por empleado de banca sin que nadie sospechara de él. Un sitio de gente decente y trabajadora, mezquina y embrutecida por la televisión, convenientemente inexistente, en suma.

Subí al piso que tenía apuntado en el papel por una escalera que me recordó mi infancia, tras atravesar un jardín estropeado que también me recordaba aquel tiempo, como el sol que iluminaba la mañana, el portal y los remiendos del pavimento de la calle. Pulsé el timbre dos veces. Fue entonces cuando caí en que era sábado. Eso me daba a la vez una oportunidad de que estuviera y otra de sacarla de la cama. Pero me abrió la puerta una mujer perfectamente despierta y decorosamente vestida. Había debido de reconocerme por la mirilla, porque en su gesto no había sorpresa alguna. En sus labios temblaba una sonrisa tenue, halagada.

– Hola -dijo, con una voz alegre y cristalina.

– Hola -respondí, sintiéndome confuso e inferior en aquella circunstancia en la que su sonrisa resplandecía sin conflicto pero todo mi ser estaba fuera de lugar-. Sé que esto es inaceptable. Desapareceré ahora mismo si me lo pides.

Algo en aquella sonrisa pareció de pronto burlarse.

– No te disculpes. Yo te di mis señas, ¿te acuerdas? Entra.

Entré andando torpemente, discurriendo de repente que aquello era una idiotez. Ella cerró la puerta y me invitó a pasar a la sala. Antes de desorientarme por completo, traté de explicarme:

– Para ser sincero, he venido porque tengo problemas. Necesito un refugio y he recordado tu oferta.

Meneó la cabeza y cerró los ojos. Sin brusquedad, sin reprobación.

– Qué más da -dijo, como si soñara-. Has venido. No importan las razones.

Durante meses creí que aquélla fue su equivocación. Ahora me cuesta convencerme de ser nadie para juzgar sobre el éxito o fracaso de sus actos.

10 .

Violetas en noviembre

En el tren, por lo que podía recordar, me había fijado en que aquella mujer tenía unos hermosos ojos, pero nada más había hallado en ella digno de ser resaltado, y el recuerdo de la muchacha de diez años atrás era demasiado remoto para aportar ningún detalle preciso. Al verla de nuevo ante mí, comprendí que mi observación anterior de ella había sido bastante insuficiente. Quizá era que hasta allí la había recibido como una indeseada perturbación que interrumpía mi letargo o mis pensamientos, mientras que ahora llamaba a su puerta pidiendo algo que no consideraba probable encontrar en otra parte: un ser puramente casual, en aquellos días en que parecía haber demasiada gente calculando en mi perjuicio; alguien que no podía tener que ver con lo que causaba mis penalidades, en medio de aquella aglomeración de probables implicados. Lo cierto es que, cuando pude ganar el aplomo preciso para examinarla con cierto detenimiento, no tuve más remedio que admitir que me encontraba ante una criatura verdaderamente notable. Y lo era, además, en ese sentido en el que mi temperamento siempre había apreciado mejor la belleza; no era una mujer espectacular, sino una mágica conjunción de delicadas cualidades físicas y metafísicas. Más que delgada, poseía una constitución débil, lo que resultaba morbosamente acentuado por la nitidez de su cutis, casi transparente. Su cabello era de un color que sólo se me ocurre llamar negro desvaído, a pesar de la aparente contradicción existente entre ambos términos. Pero no me refiero al azabache ni a ninguna clase de gris oscuro, y tampoco puedo decir que fuera negro mate, porque poseía un suave brillo y ésta era quizá la clave de su raro atractivo. Llevaba el pelo corto, ligeramente rizado, y no lo tenía demasiado abundante. En su frente, en sus sienes, en su nuca, aquel negro apagado se desvanecía en una especie de misteriosa niebla sobre la frágil tersura de su piel. Su rostro tenía instantes infantiles junto a otros de súbita ausencia, pero siempre sonreía, difuminado y cálido bajo el imperio de sus ojos claros y audaces. Decidir el color de éstos es tarea aún más ímproba que poner nombre al de sus cabellos. En el tiempo de que dispuse para averiguarlo, que no fue mucho, vi azul y verde, pero también ámbar y un amarillo que hacía pensar a veces en el maíz y a veces en el trigo. Siempre terminaban dilatándose sus pupilas, inundándole el iris de un negro reluciente y húmedo, antes de que pudiera ordenar mis impresiones al respecto. Su expresión venían a completarla las manos, que eran apenas la tierna forma que una sutil envoltura carnal daba a sus huesos. Largas y esqueléticas, atraían por su pureza inaudita, por su ineptitud para el esfuerzo. Pero sobre todas las cosas, las que he enumerado y las que soslayo, lo que cautivaba de aquella mujer eran sus movimientos, medidos y dubitativos como los de una bailarina inexperta, en los que la falta de destreza era suplida con ventaja por una privilegiada vinculación con innombrables profundidades del alma.