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– No.

Un segundo después la vi con la mano quieta sobre el botón, erguida todavía pero menos fuerte, incrédula y sin comprender.

– No hagas eso -volví a pedir-. Por favor.

– ¿Por qué? -musitó, y en sus palabras, como una paradoja, había algo semejante al temor vacilante de la niña que pregunta qué va a hacer al hombre que la ha secuestrado para forzarla.

– Porque no puedo -declaré, sin evitar el oprobio.

Nadie lo había merecido antes de ella, pero ella sí lo mereció y no traté de encontrar objeciones. Cinco minutos después, mientras Inés me escuchaba vencida desde el sillón de terciopelo que había cerca de la cama y yo, incorporado sobre el colchón, me resignaba a la bajeza de estar otra vez sobrio, le conté sin escatimar ni disfrazar nada:

– Sucedió hace diez años, como casi todo lo que ahora determina mi vida. Yo lo había esquivado o lo había temido durante meses. Ella era la mujer de mi mejor amigo. Hasta aquí, nada original, aunque ella era bonita y peligrosa como ninguna otra y la culpa que yo sentía no se parecía a la que me habían traído mis anteriores crímenes. Dudé mucho antes de caer, pero cuando caí no había nada en el mundo que deseara con más fuerza. Si hubiera podido matar a mi amigo, para que todo fuera más fácil, lo habría hecho y habría disfrutado. Pero no tenía el valor suficiente para eso. No podría decir ahora cuánto duró. Le traicionamos mil veces, con remordimiento en ocasiones, con fervor siempre. Hablo de mí, porque nunca supe a ciencia cierta qué sentía ella. Creo que mi amigo nos dejó continuar durante semanas después de enterarse. Quiso acumular pruebas o rencor y debió conseguir demasiado de ambas cosas. Me preparó la trampa en una ciudad triste y hermosa como acaso no exista otra en el mundo. Es una ciudad blanca de edificios estropeados que baja por las colinas hasta un río que se confunde con el mar. Nos sorprendieron en un cuarto de hotel desde el que se veía ese río. Estaba atardeciendo, o amaneciendo, que es igual, porque la ventana daba al sur. Ella estaba fumando y yo miraba al techo, pensando que prefería las mujeres que no fumaban. Su cadera desnuda estaba apoyada en la mía. Entraron sin ruido, no como en las películas, en las que siempre entran de una patada. Eran un tipo grande y fuerte y otro más bajo, algo ceñudo. El grande se llamaba Óscar. Le conocía. Al pequeño no. Óscar me sacó a mí de la cama y a ella la sacó el pequeño. Era humillante estar allí los dos desnudos delante de Óscar, pero lo era todavía más estar delante del otro. Mientras Óscar me sujetaba, el pequeño vejó a Claudia de diversas formas que quizá no convenga describir. Yo no tenía lástima por ella. Nadie que la conociera podía creerla en ninguna circunstancia, por infamante que fuera, tan ultrajada como para tenerle lástima. Mientras el otro maniobraba ella sonreía, impasible, y cuando su boca estaba demasiado ocupada para sonreír, era el desprecio de sus ojos el que demostraba su orgullo. Sin embargo, luché hasta cansarme contra el abrazo de Óscar. La rabia y la lástima por mí, no por ella, me empujaron a aquel esfuerzo infructuoso. Luego ella quedó tendida y sucia sobre el suelo y llegó mi turno. Óscar me violó con ímpetu, brusco y eficaz como un experto. Me asombró lo poco que dolía, físicamente quiero decir. Lo que me dolió hasta perder la razón fue encontrarme con la cara de Claudia, en la que permanecía un rastro insensible de sonrisa, mientras Óscar me embestía furiosamente. Cuando hubieron terminado nos dejaron allí, en el suelo, sin preocuparse porque nos quedáramos juntos. No hacía falta. Nos separamos esa misma noche. El resto de la historia es una sucesión de renuncias. Tras meditarlo, perdoné a mi amigo, pese a lo inmundo de su venganza. Yo le había hecho daño cuando él no había hecho otra cosa que arriesgarse por mí. Yo había disparado primero y eso me hacía culpable de todo. Además, sabía cómo quería a aquella mujer. Todo el dolor que él me había causado no era nada al lado del que le había causado yo. Aunque deshonrado, yo podía irme a otra parte, alejarme de ella, maldecirla. Pero para él, Claudia era el aire que respiraba. Le había dejado sin sitio en el mundo. No volví a verle. Abandoné mi casa y mi tierra y me fui a otra en la que nadie me conociera. Al cabo de los meses creí que había olvidado lo suficiente. Intenté algo con una mujer que no me importaba, para que fuera más sencillo. Luego lo intenté con otra que me importaba, y más tarde con otras cuatro o cinco respecto a las que ya no me paré a pensar si me importaban o no. Al final comprendí que era inútil. En el momento decisivo veía la cara de Claudia en aquel cuarto de hotel, mientras atardecía o amanecía, con su sonrisa insensible. No había modo de luchar contra ello. Dejé de buscar mujeres.

Inés me contemplaba con un gesto que no era de horror. En sus finos rasgos de hada errada sólo había una comprensión infinita, como si en su mundo de ensoñaciones desorbitadas cualquier dolor humano ostentara legitimidad para ser atendido y consolado. De todos modos, no podía entregarle sólo mi historia para indemnizarla.

– Ahora ya sabes la razón. Tú no tienes la culpa -y aguantando apenas las lágrimas proclamé sin reservas-: Eres la mujer más linda que he conocido. Lástima que haya sido demasiado tarde.

Aquella noche dormí con Inés, adivinando su cuerpo bajo el camisón que preservaba su piel del contacto de la mía. No sucedió nada de lo que no debía suceder. Ella durmió profundamente, sin rehuirme ni acercarse. Yo la acaricié sin atrevimiento, y cuando dejé de estar despierto soñé y volví a soñar, llorando de alegría, un sueño en el que todo cuanto ocurría era que ella y yo dormíamos en la misma cama y de vez en cuando yo me despertaba para acariciarla sin atrevimiento. Mientras la noche fue tibia su cuerpo se mantuvo fresco, y al amanecer, cuando la temperatura descendió, tomé de ella el calor que mis miembros pedían. Junto a ella me salvé temporalmente de la desolación y la vergüenza de llevar mi nombre, mover mi cuerpo y deberle a Dios mi alma. Hasta dar con Inés, y a pesar de haberme enredado en la estela destructiva de Claudia, había seguido manejando la teoría convencional de que una mujer ha de ser valorada por lo que proporciona. Pero ninguna dádiva femenina, cualquiera que fuera su especie, podía producir goce comparable al de aquel saqueo exhaustivo y purificante. Teniéndola a ella cerca desistía de mi inteligencia y de mi orgullo, que no eran nada, y de todo mi pasado, que valía algo más. Aunque quizá debería decir del resto de mi pasado. Porque lo que me vinculaba a ella no tenía la forma renunciable del deseo reciente, sino la invencible intimidad de la añoranza. Gracias al espacio que había guardado durante años en el centro mismo de mi memoria, hasta que ella lo había rellenado, era como si la conociera desde el principio de los tiempos.

Pero, como me había atrevido a reconocer en voz alta, era demasiado tarde. Veinte años antes habría podido aceptar la ilusión de estar destinado a aquella mujer. Pero ahora ya no le pertenecía. Si la providencia me había obsequiado aquella aproximación improcedente y fantástica, no lo había hecho para que inventara esperanzas, sino para que conociera mejor mi fracaso. Mi tiempo y mis fuerzas eran de lo que quedaba de Pablo y de Claudia, es decir, del deber inseguro de esclarecer y vengar su muerte. Y si en algún momento acertaba a desembarazarme de aquel deber, nada podría ya sustituirlo.