Me levanté temprano, cuidando de no despertarla. Continuaba profundamente dormida, con las facciones distendidas en un gesto de perfecta inocencia. Me aseé y me vestí deprisa y tomé un vaso de leche caliente para asentar el estómago. Cuando entré en el dormitorio para recoger la bolsa me entretuve unos segundos contemplándola mientras dormía. En aquel momento dudé si besarla, si arroparla, si pasar por encima de todo y permanecer junto a ella para terminar hiriéndola de un modo imprevisible. Al final opté por marcharme sin más. En dos minutos estuve en la calle y en una desierta mañana de domingo. Ni siquiera parecía haber aún autobús, así que decidí ir andando. A los cinco metros me detuve. Debía dejarle al menos una nota, aunque no supiera qué escribirle. Garabateé en quince segundos una frase ambigua, para ser leída con fondo de violines.
Podía haberle metido la nota en el buzón, en lugar de subir para pasársela por debajo de la puerta. En ese caso, no habría visto que alguien había forzado la cerradura, ni tampoco todo lo demás. Antes de empujar la puerta monté mi Astra, con un oscuro presentimiento. Entré sin hacer ruido y atravesé el vestíbulo y la sala como si atravesara un interminable espacio lleno de niebla. Cuando me asomé al dormitorio vi al hombre sobre la cama, sentado a horcajadas encima de lo que sólo podía ser Inés. No me había oído y no lo pensé un instante. Le disparé en la nuca, y mientras caía le di de nuevo, en la espalda. Pero por segunda y última vez en la vida de Inés, había llegado demasiado tarde. Me incliné sobre ella e interpreté sin dificultad las marcas en la garganta, la ausencia de respiración. Tenía los ojos cerrados y la misma expresión de inocencia con que la había dejado unos minutos antes.
Sin rabia, como quien cumple un trámite, volteé de una patada el cuerpo del hombre, que estaba tendido de bruces. No pude confundirle, pese a la sangre. Ante aquel cadáver inverosímil y casi diabólico, comprendí que se trataba de una pesadilla y, sin posibilidad de oponerme, me limité a constatar:
– Óscar.
11 .
Por suerte o por desgracia, nunca conocí demasiado bien a Óscar. Apareció poco antes de que mi camino y el de Pablo se separaran, transportando varias cargas que nadie me describió con detalle y que desde aquí sólo acertaría a resumir, de un modo vago, como unos desaconsejables antecedentes. Pablo siempre fue propenso a simpatizar con seres anormales, y creo que en cuanto lo encontró asumió el deber de salvarle, entendiendo por salvación diversas alternativas corrompidas poco próximas al sentido usual del término. Yo no quise mezclarme en el asunto. No podía hacer otra cosa que desaprobar ese tipo de ocurrencias en términos abstractos y reconocer, por encima de todo, su derecho a hacer lo que le viniese en gana. Consecuentemente, ni me esforcé por disuadirle cuando empezó a aficionarse a aquel tipo ni me impuse la obligación de preocuparme cuando, pocos meses después, advertí que Óscar se había convertido en un instrumento insustituible para él. Todo lo que hice entonces fue tratar de enterarme de las condiciones que reunía para haber ganado la confianza de mi amigo. Y lo que averigüé no fue demasiado, porque Pablo tuvo exquisito cuidado de que Óscar, a quien le constaba que yo no profesaba ninguna devoción, no se acercase a mí. Por referencias no siempre coincidentes y a veces del todo contradictorias, pude deducir con una mínima garantía que se trataba de un ser astuto, pese a su tosca y descomunal estampa; que declaraba guardar a Pablo una lealtad agradecida y casi ciega; que esto último chocaba con su talante por lo común tranquilo y calculador. Pocos meses después comenzó lo de Claudia y la distancia que se abrió entre Pablo y yo volvió irrelevante la figura de aquel individuo que, curiosamente, habría de ser el ejecutor de mi castigo.
Sobre estas premisas, fragmentarias y apenas desenterradas, tenía que interpretar ahora, mientras avanzaba entre las últimas casas del barrio de Inés, qué pintaba la cara de Óscar en el cuerpo del hombre al que acababa de abatir. Indudablemente habría misteriosas razones capaces de suavizar o diluir aquella impresión de sinsentido que gobernaba mi cerebro. Pero con seguridad no iba a ser capaz de obtenerlas y con alguna probabilidad no era conveniente aspirar a hacerlo. Fue entonces cuando se me ocurrió una hipótesis, muy poco retorcida, a todas luces débil para deshacer mi estupor, pero quizá adecuada para regir mis actos inmediatos. Óscar era un sujeto de dudosa procedencia, que había encontrado en Pablo un medio de sustento y que sólo por ello le había entregado una aparente lealtad. Desaparecido Pablo, había debido buscar un nuevo amo, y en el medio en el que gracias a Pablo había aprendido a desenvolverse, había localizado en seguida uno recomendable y menos expuesto que Pablo a un triste final que le dejara otra vez desocupado: Jáuregui. Otra modalidad, apenas más enrevesada que la enunciada, suponía que Óscar había sabido implicarse a tiempo en la conjura contra Pablo. Pero podía ensayar una última, todavía más audaz: que Óscar había sido uno de los que habían alentado o urdido esa conjura. En cualquiera de los tres casos, resultaba perfectamente plausible que ahora sirviera a los intereses de Jáuregui.
Pero había cosas que mi hipótesis no resolvía. Por el momento en que habían aparecido, la tarde del mismo día en que había ido a provocarle, había asumido que los dos que habían venido a buscarme al hotel trabajaban para Jáuregui. Al margen de que hubiera un par de detalles inexplicables, esta interpretación parecía bastante sólida y era la que me obligaba a dejar menos casillas en blanco en mi crucigrama. Sin embargo, mi hipótesis sobre Óscar suscitaba una duda relevante: si él era uno de los hombres de Jáuregui, ¿cómo había entrado en acción más tarde que los otros? En teoría era posible que Óscar hubiera estado cerca del hotel, vigilando, y que tras el fracaso de los otros me hubiera seguido hasta el hostal primero y hasta la casa de Inés después, a pesar de todos mis intentos para despistar a un posible perseguidor. Esto último no era improbable, porque había no pocas razones para creer a Óscar más hábil que yo en aquellos menesteres. Lo improbable era que hubiera dejado que los otros entraran a matarme mientras él esperaba en la calle. Aquel lejano día de Lisboa le había visto disfrutar, como si lo que hacía no fuera la venganza de Pablo, sino su propio desquite, secretamente alimentado durante semanas, por alguna cuenta que mantenía abierta conmigo ignoro por qué género de agravio o de antojo. Aunque es poco lo que se puede decir con certeza sobre esa clase de malquerencias, resulta suficientemente admitido que no menguan con los sucesivos desahogos que quien las sustenta pueda alcanzar a concederse. Óscar había tenido Lisboa, y por lo que era casi imposible no sospechar a la vista del modo en que había sido asesinada, también había tenido a Claudia. Pero no por eso estaba satisfecho, sino que debía querer más, y así lo había probado, en cuanto le había dado la ocasión, con Inés. Por todo ello, no cuadraba en absoluto que habiendo dado Jáuregui la orden de terminar conmigo, Óscar no hubiera acudido personalmente a aprovechar la primera oportunidad.
Podía elegir que Óscar trabajaba por su cuenta, o para otro distinto de Jáuregui, o que pese a mis objeciones, que no contaban con quién sabe cuántos elementos escondidos, sí era después de todo Jáuregui su patrón. En cualquier caso, me iba a ser difícil decidir un plan de acción mínimamente coherente y con alguna esperanza de éxito. Agotada la reserva de serenidad que había desperdiciado en los inútiles razonamientos que preceden, en mi cabeza y en mi corazón sólo había rabia. Una rabia azuzada por la inocencia todavía tibia del cadáver de Inés, por el rostro absurdo de Óscar caído como un armario al lado de su cama. Una rabia que me exigía revolverme y golpear por encima de cualquier razonable necesidad de esperar y comprender. Era aceptable que me liquidaran sin haber comprendido, pero de pronto temía como la peor de las humillaciones que pudiera terminar todo antes de que consiguiera al menos herir a uno de los culpables. Miré mi reloj. Eran las ocho y cuarto. Lo bastante temprano, si me daba prisa y encontraba pronto un taxi. Lo cogí unos diez minutos después. Pedí que me llevara a la estación de Chamartín. Lo único que tenía seguro del boceto acelerado de plan sobre el que trabajaba mi cerebro era que necesitaba un coche. No era buena idea robarlo, porque ahora que las cosas se complicaban me convenía menos que nunca tener a la policía detrás de mi matrícula, así que a pesar de mi nerviosismo opté por el método usual de alquilarlo. No debía ir al aeropuerto porque hacía dos días había abandonado un coche que había alquilado allí. El único sitio en el que podría con cierta seguridad conseguir un coche un domingo a aquella hora era la estación. Además, la de Chamartín me pillaba de camino. Empleé mi antepenúltima identidad falsa, la de Restituto Arniches, para alquilar un utilitario pequeño bastante trotado. Yo había pedido un deportivo, para enfrentar con alguna ventaja cualquier situación comprometida, pero según me informó con visible placer el empleado de la compañía de alquiler, tenía suerte de poder llevarme aquello. No quise discutir, para que no se fijara en mí más de lo que el maldito humorismo del falsificador al inventar nombres le habría invitado ya a hacerlo.