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Conduje forzando el motor en dirección oeste y al cabo de unos veinte minutos llegué ante la entrada de la urbanización. Inspeccioné el terreno y pronto di con el lugar idóneo para apostarme, bajo unos árboles al otro lado de la carretera. Estaba a unos cuarenta metros de la entrada, pero podía distinguir las caras de los ocupantes de los coches que aparecían por ella y tendría una oportunidad de alcanzarlos si giraban en sentido contrario al que habían de tomar para pasar ante mí. Tuve tiempo de meditar y de ratificarme en la creencia de que ella era el instrumento ideal para mi venganza. También pude manejar y al cabo de dos horas desechar el temor de que el servicio de vigilancia de la urbanización encontrara sospechoso el estacionamiento de mi vehículo entre los árboles. Desde la caseta que había a la entrada de la urbanización no se me veía, a los vigilantes no les preocupaba lo que estuviera fuera del recinto del Edén y además era domingo por la mañana, lo que quería decir que debían hacer frente a la resaca de la borrachera cogida la noche anterior en algún tugurio del extrarradio, donde convivían con aquéllos de quienes ahora debían defender a los habitantes de la urbanización.

Habría esperado durante días, pero mi suerte me la entregó aquella misma tarde. Y apareció relativamente temprano: poco después de la una. Salió en su descapotable blanco y giró hacia mí. Llevaba gafas oscuras, el pelo recogido y una camiseta de tirantes. Eso me hizo reparar en el calor que hacía. Estaba sudando como un cerdo. La hija de Jáuregui pasó a treinta o cuarenta por hora junto a los árboles, mientras yo me agachaba para que no me viera. Esperé cinco segundos y comprobé que nadie venía tras ella. Notable imprudencia por parte de su padre, que me simplificaba las cosas. Puse el periódico encima de la pistola, que había sacado de la guantera para solventar cualquier contratiempo, arranqué y salí detrás de ella. Pronto estuve a unos veinte metros, con un coche en medio: la situación ideal para seguir a alguien. Ahora sólo quedaba aguardar la mejor ocasión para atraparla. Imaginé sobre la marcha que podía ir al centro comercial cercano a comprar cualquier cosa o a ver a alguna amiga, aunque me extrañaba que para eso tuviera que salir de la urbanización. Mi primera suposición resultó acertada, y preví con alegría que todo iba a ser infinitamente fácil. Dejé que aparcara en la inmensa explanada al efecto que había delante del centro comercial y un minuto después coloqué mi coche al lado izquierdo del suyo. Busqué una sombra para esperarla, pero la más cercana estaba a unos cien metros, de modo que acaté con resignación el sol de justicia que tendría que soportar durante un lapso de tiempo impredecible. Eché de menos el sombrero de paja, que había dejado atrás en alguna de mis numerosas y recientes mudanzas.

Tardó una media hora. La vi venir caminando distraída y sin prisa, con una revista en la mano y la amplia falda lila agitándose con el viento y apretándose de vez en cuando a la espléndida forma de sus piernas. La abordé cuando se disponía a abrir su coche. Me acerqué por detrás y apoyé mi Astra en sus riñones. La hija de Jáuregui se quedó quieta, y sin volverse, subió despacio la mano en la que tenía la llave.

– Llévatelo, no voy a gritar. No necesitas hacerme daño -para tener una pistola apuntándola, en su voz había bastante aplomo. Probablemente Jáuregui había enseñado a su hija a no temer a los desgraciados que podían darse por contentos con la entrega de bienes que el dinero de su padre reemplazaría con facilidad. Más que una reacción rápida, parecía una técnica estudiada.

– No quiero el coche -dije, dudando, porque el mío no corría nada pero el suyo era demasiado llamativo para que nos largáramos en él-. Date la vuelta, lentamente, y lo comprenderás.

La hija de Jáuregui obedeció y al verme esbozó un gesto de asombro que en décimas de segundo cambió por otro de excitación y por otro de provocativa suficiencia.

– Volvemos a encontrarnos -anotó, indolente.

– No, te he encontrado yo. Ahora vas a entrar en este otro deportivo que hay a mi izquierda.

– ¿Y si me niego?

– Te pegaré un tiro en la barriga.

– ¿Y si no te creo capaz de eso?

– Eres muy libre de creer lo que te plazca. Pero por si te ayuda a entender la situación, esta mañana han estrangulado a la mujer con la que dormí anoche.

No sé por qué le hice aquella confidencia, y tampoco podía saber si ella entendería que yo había sido el estrangulador o lo que yo pretendía, es decir, que tenía la sangre lo bastante caliente como para cargármela allí mismo. El caso es que surtió efecto. Perdiendo por un instante la sonrisa, según le dictó el miedo o alguna regla consuetudinaria de su ambiente que recomendaba un módico respeto por el dolor de los inferiores, se dejó guiar por mi brazo y entró en el coche. Se acomodó con visible desagrado en el asiento, algo raído y sucio, y yo, sin dejar de apuntarla discretamente, di un rodeo por delante hasta el otro lado, me instalé en el puesto del conductor y arranqué en seguida. Intenté que aquel cacharro se pusiera a una velocidad decente, pero a duras penas llegaba a ciento diez. Vigilaba de reojo a la hija de Jáuregui, que tenía una expresión de ligero desprecio.

– ¿Qué te pasa? -pregunté-. ¿No te gusta el coche?

– No huele bien.

– ¿Cómo dices?

– Que no huele bien. Hay un olor a tabaco espantoso.

Sólo soy un fumador ocasional, pero al parecer eso había bastado para enmascararme hasta aquel momento lo que tras la observación de la hija de Jáuregui reconocí como un hedor repugnante. Saqué el cenicero, que estaba lleno de colillas, algunas manchadas de carmín y otras no. Un recuerdo del último o de los últimos arrendatarios del vehículo. Observé durante un segundo la mueca de asco que torcía la cara de la hija de Jáuregui y arrojé las colillas con el cenicero por la ventanilla.

– ¿Mejor ahora? -consulté, sonriendo. Aunque probablemente estaba dispuesto a asesinarla si se daban las circunstancias precisas, y aunque estaba casi seguro de que esas circunstancias tenían que darse, aquella muchacha me inspiraba cierta simpatía injustificada, cuyas causas tal vez hubiera que buscarlas en su gentil y sorprendente actitud hacia mí la primera vez que la había visto. No excluía que pudiera agradarme matarla, más allá de la irremediable sordidez del acto, pero tampoco me disgustaba complacerla.