No recuerdo de qué otras cosas hablamos antes de llegar al hotel. Aparqué cerca de la puerta y antes de bajar le advertí a Begoña:
– Ahora vamos a entrar ahí, los dos juntos, y tú vas a mantener la calma y no vas a abrir la boca ni aunque te pregunten. Llevaré la pistola bajo el pantalón. Si haces cualquier movimiento extraño no tendré tiempo de pensar. Sólo podré sacar el arma y disparar a matar. El tipo de la recepción se quedará paralizado y yo me iré tranquilamente. Odio ser tan macabro, pero no quiero que haya equivocaciones. Odio todavía más que las cosas pasen por equivocación.
– De acuerdo, no soy estúpida. No te pongas nervioso.
Me reventó que ella se diera cuenta. Mordiéndome los labios para tratar de aplacarme y no ser yo quien hiciera algún disparate, abrí la puerta y salí del coche. Ante el recepcionista todo se desarrolló con normalidad. El muy cretino ahogó una risita al leer el nombre de Restituto Arniches y Begoña le contempló imperturbable. Aborté las tentativas del tipo de entretener su aburrimiento con nosotros y le apremié a que nos diera la llave.
– Hemos venido de un tirón desde Cádiz y estamos muy cansados -expliqué, sin la menor cordialidad.
– Por supuesto. Tenga usted, señor. Espero que la señorita encuentre la habitación agradable. Verá que es muy luminosa.
Begoña miró a otro lado, ignorándole. Yo cogí la llave y la tomé a ella del brazo. Se dejó arrastrar dócilmente hasta el ascensor. Una vez que estuvimos dentro de él la felicité:
– Lo has hecho estupendamente.
– Gracias. Sólo espero que tú también sepas lo que haces.
– Te avisaré cuando empiece a perderme. De momento vamos bien.
La habitación sólo era luminosa. Por lo demás no habría pasado la inspección del más venal funcionario competente. Dejé que Begoña se lavara primero, después de comprobar que el baño no tenía ventanas. Después, la até a la cama.
– Perdona, pero no podría fiarme de ti ni aunque quisiera.
– Está bien.
Me duché en cinco minutos y en diez regresé al cuarto y la desaté. No se había movido un milímetro. Su mansedumbre me enterneció.
– ¿Quieres comer algo? -pregunté.
– Sería un detalle por tu parte, si la tortura no se incluye en tus planes para mí.
– Ni remotamente. Te llevaré a un sitio agradable. Vamos.
– Juan.
– Qué.
– ¿Qué es lo que te ha hecho mi padre?
– No nos serviría de nada a ninguno que habláramos de ello. Tú no ibas a creerlo y yo no dejaré de creer que tu padre es un canalla. Vamos a tener que convivir durante algún tiempo. Aunque las circunstancias sean anómalas, más vale que nos evitemos polémicas estériles. Hablemos sólo de cosas sobre las que podamos estar de acuerdo o en razonable desacuerdo. No me caes mal, Begoña. No quiero perjudicarte más de lo imprescindible.
– ¿Y si estuviéramos de acuerdo?
– ¿Sobre qué?
– Sobre mi padre.
– Lo dudo. Vámonos ya.
Devolvimos la llave en recepción y creo que ambos agradecimos que el hombre locuaz se mostrara en esta ocasión bastante taciturno. Recorrimos unos cinco kilómetros, hasta un restaurante a orillas del Tajo. Era el día ideal para pasar desapercibido allí. Muchos domingueros habían aprovechado la agradable temperatura, el sol radiante y el día de fiesta para disfrutar de una comida campestre. Afortunadamente, estábamos todavía al final de la primavera y no había demasiados mosquitos junto al río. Escogí una mesa algo retirada y pedí la carta.
– Esta vez no me has recordado dónde llevas la pistola y qué harás si doy un paso en falso -dijo Begoña, sonriendo.
– Sé que ya no hace falta. No encuentro placer en amenazar. No soy un matón.
– Ya me había dado cuenta. No te enfades, pero se te ve, cómo lo diría, fuera de lugar. Conozco a algunos hombres que van a menudo por casa. Aunque entran por la puerta trasera y nunca pasan a las habitaciones donde está la familia, a veces me las arreglo para verles. A ellos no los imagino invitando a comer a una chica secuestrada. No sé si me explico. A ellos me los imagino secuestrando chicas, pero a ti no habría podido imaginarte y sin embargo eres tú quien…
– Ya te entiendo. Tampoco es necesario que seas tan explícita. Pueden oírte.
Un hombre de pelo grasiento tomó nota de lo que íbamos a comer. Diez minutos después venía el primer plato. Lo despachamos en silencio y casi al instante de retirarlo nos trajeron el segundo. Begoña me observaba ahora como si fuera digno de lástima. Eso me enfurecía, pero al mismo tiempo me inspiraba deseos de abandonarme, de flotar sin resistencia en la plácida superficie de su misericordia. Lo que no previ fue el modo en que había de ensayar su acercamiento. Y sin embargo, lo hizo de un modo perfectamente previsible. Pese a mi desviada y fluctuante percepción de ella, era apenas una adolescente como tal inquirió, con un abnegado afán de ser úticlass="underline"
– ¿Cómo has llegado a esto?
– A qué.
– A esto. A ir por ahí con una pistola, jugándote el pescuezo. Tú has nacido para hacer otras cosas. Estoy segura.
– No sé para qué he nacido ni me importa. Esto, como tú lo llamas, no es demasiado malo para lo que soy y lo que he hecho. Al margen de lo que te pueda parecer a ti, esto es lo que me corresponde.
– No puedo creerlo.
– Quizá sea porque nunca lo has visto antes.
– ¿El qué?
Hice un esfuerzo por sonreír, como si tuviera algún sentido tratar de seducir a aquella niña ignorante del dolor. Recordaba súbita y amargamente a Inés, y no entendía por qué había caído, por qué yo no lloraba, por qué no había asesinado a la hija de Jáuregui antes de poder tenerla delante interesándose por cómo había sido mi camino hacia el crimen. Al fin, con arrogancia, resumí:
– Un hombre devastado.
No lo dije para impresionarla, ni para ablandarla ni para estremecerla. Pero noté cómo temblaba, me miraba casi atónita y después rumiaba algo para sus adentros. Tal vez que nunca había vivido nada tan estimulante. Entonces me percaté de que si no reaccionaba corría el riesgo de terminar simplemente entreteniéndola, como cualquier juguete que le pudiera conseguir su padre.
– Termínate el plato. Ya ha pasado el tiempo suficiente para que tu padre comience a inquietarse. Vamos a llamarle por teléfono.
– Te equivocas -dijo, sin levantar los ojos de su filete ni apresurarse-. Mi padre no se preocuparía antes de que pasaran tres días. Está acostumbrado a que haga lo que me da la gana. Me costó enseñarle, pero lo logré.
– Es igual. Ahora es cuando me conviene que se entere -porfié, aunque mis palabras sonaron menos decididas que antes.
– ¿Y si mi padre no se preocupa ni aunque se lo cuentes?
– Creo que no te entiendo.
– Supón que no me quiere. Que le he deshonrado acostándome con un gitano o algo así. Que estuviera deseando librarse de mí y no te hiciera ni puñetero caso. ¿Qué harías entonces? ¿Me liquidarías para desahogar tu frustración?
Deseé sinceramente que, en lugar de aquella aventurera demasiado entusiasta y aburrida de la vida cotidiana, la hija de Jáuregui hubiera resultado ser una llorona medio lela que me pidiera por favor que la dejase volver con papá. En los últimos tiempos pesaba sobre mí una especie de maleficio en lo que a las mujeres se refería. Después de una juventud anhelante pero erizada de fracasos, ahora, sin ganas, comprobaba que ninguna mujer deseaba huir de mí. Eso me hizo pensar otra vez en Inés y aparté la mirada de Begoña. No quería que viera brillar mis ojos. Si seguía por aquel derrotero, no tendría más remedio que liquidarla, y ella, a fin de cuentas, tampoco me había hecho nada.