Tomamos el postre y café y pagué la cuenta. Llevé a Begoña del brazo hasta el coche, pero apreté un poco más de lo necesario, para que no confundiera. Fuimos hasta el pueblo y allí busqué una cabina. Metí a Begoña dentro de ella y le ordené:
– Marca el teléfono de tu casa y pregunta por tu padre.
Obedeció, mientras yo introducía las monedas. No tardó más de cinco segundos en decir:
– Adela, soy yo. Quiero hablar con papá.
Oí algo en el auricular y Begoña asintió.
– Vale, espero.
Entonces le quité el aparato. Al cabo de un breve espacio, la magnífica voz de barítono de Jáuregui, apenas disminuida en la línea telefónica, preguntó:
– ¿Begoña?
– No, el lobo -escupí con hastío.
– ¿Quién es usted? ¿Qué broma es ésta?
– Ninguna broma. Tu hija no vale más que la mujer que ha muerto esta mañana. Si no eres juicioso a ella le pasará lo mismo. Exactamente lo mismo, Jáuregui.
– ¿Quién demonios es usted? -insistió, en su cólera desorientada.
– Galba, el lunático. ¿Recuerdas?
– Maldito loco. No debí dejar que te escaparas. Tenía que haberte aplastado como un gusano. ¿Qué estupidez has hecho?
– Ninguna estupidez. Y no me has dejado escapar, no es necesario que juguemos a las mentiras. Mala suerte para ti que tus hombres sólo sepan acribillar perchas y estrangular mujeres.
– No sabes lo que dices, desgraciado. Ni dónde te estás metiendo.
– Me halagaría mucho que gastaras tu precioso tiempo explicándomelo, pero tengo que irme a pasear con tu hija. No llames a la policía, Jáuregui. Ya sabes que no te conviene que te relacionen con un par de cosas. Estaremos en contacto.
Antes de colgar, tapé el micrófono y le pedí a Begoña:
– Dile algo. Hola papá o estoy bien. Que no dude que eres tú. Nada más. Si intentas decirle dónde estamos te quedarás sin conocer los jardines y el palacio y no habrás arreglado nada. En media hora estaremos a cincuenta kilómetros de aquí.
Cogió el aparato y sin dejar de mirarme se lo llevó al lado de la mejilla. Esperó un momento y luego dijo:
– Hola, papá. Esta vez la has hecho buena.
Y apretó la horquilla sobre la que yo tenía apoyado mi dedo, cortando la comunicación.
– ¿Contento? -en su voz había una dureza sólo levemente menor que la que había usado con su padre.
– No ha estado mal -admití, algo desconcertado.
Abrí la puerta de la cabina y ella se dirigió hacia el coche con decisión. Tuve que seguirla casi corriendo. Cuando estuvimos dentro del coche, exigió:
– Yo he cumplido. Ahora te toca a ti cumplir con tu parte. Quiero ver el palacio y los jardines.
– Es justo -reconocí.
Debido al horario o a unas obras de restauración no pudimos ver el palacio, pero la llevé a los Jardines del Príncipe y allí mi confusión alcanzó cotas intolerables. Paseé con ella entre los árboles, hostigado por el aroma de las flores que se abrían dondequiera que uno posara los ojos. Recorrimos las fuentes, algunas semiderruidas, todas sucias, como siempre las había conocido. Ahora, además del embrujo de su decadencia, debía enfrentar la desventaja de todas las añoranzas que me asaltaban allí. Al principio había gente, pero a medida que nos fuimos internando en la espesura de la vegetación fue decreciendo la concurrencia. Al final llegamos a estar solos en el sendero por el que avanzábamos, en la amplia avenida que se hacía infinita entre árboles y por la que doscientos años atrás corrían los carruajes. Bajo el templete neoclásico, Begoña me provocó, pese a las diferencias físicas, dolorosas reminiscencias. Mi tristeza era tan intensa que resultaba imposible no captarla. Con innegable arrojo, Begoña indagó:
– ¿Venías aquí con esa mujer? Con la que esta mañana…
Reuní fuerzas para no derrumbarme ante ella. Definitivamente, me estaba comportando como un secuestrador lamentable.
– No -contesté, y no quería darle más explicaciones, pero añadí-: No con ella.
Retrocedimos hasta el río; aunque junto a él también me aguardaban recuerdos, siempre me había apaciguado contemplar la corriente. Nos sentamos sobre el muro, cerca de las casetas donde en otro tiempo se habían guardado las barcas. El río bajaba teñido de un color pardo, pero el olor era soportable. Begoña lanzó un par de piedras al agua. De pronto la pistola me pesaba como un bulto enojoso. Con vergüenza, dudé que fuera a ser capaz de matarla.
– Es un bonito sitio -observó ella.
– Ojalá.
– ¿No te lo parece?
– Sí. Quiero decir que ojalá fuera sólo eso. Un bonito sitio.
Begoña meditó durante un instante y después quiso averiguar el sentido de mis sombrías palabras. Mientras la veía venir comprendí que estaba cometiendo el error de despertar demasiado su curiosidad. Bastaba un razonamiento sencillo para alegar que eso era en cierto modo inevitable desde que la traía y la llevaba de un lado a otro con la persuasión de un arma. Pero quizá mi equivocación era provocar con demasiada frecuencia que esa curiosidad general se complicara con otras más específicas.
– ¿Por qué te duele tanto recordar? -preguntó, como si estuviéramos en un telefilme.
– ¿Por qué te extraña que me duela? -me revolví, sin amabilidad.
– Siempre pensé que me gustaría ser mayor, como tú, para acordarme de las cosas que ya no tenga, de las personas que se hayan ido, de los buenos momentos pasados.
– ¿Y qué es lo que te atrae de todo ese desastre?
– No es fácil decirlo. Imaginaba que tenía que ser como una especie de paz. La tranquilidad de no tenerlo todo por hacer.
– Todo está siempre por hacer. Y es mejor que sea así. No desees que eso cambie.
– ¿Y si lo deseo?
– Puede que un día te encuentres como yo, con todo deshecho. Y contándoselo a un adolescente que no entiende nada.
– Juan.
Me exasperaba que dijera mi nombre. Sentía ganas de sacar la pistola y metérsela en la boca para que perdiera aquella calma inquisidora y sentimental. Las ramas de los sauces que caían sobre el río me evocaban comprensiblemente a Claudia e incomprensiblemente a Inés. También podía tomar a aquella muchacha en mis brazos y creer que era otra y creer que yo tenía veinte años en el suave aroma de su cuello terso y bronceado. Intuía con tedio que si lo hacía ella no opondría resistencia. Begoña debía tener el aliento fresco, la lengua ágil. Todo era tan absurdo que acabé por decir tan sólo:
– Qué.
– ¿Vas a matarme de verdad?
– ¿Qué te hace pensar que te lo diría ahora, si así fuera?
– Creo que no quieres hacerme daño. Que preferirías hacer otra cosa conmigo. Mejor dicho, lo sé. Desde la primera noche. Una mujer puede ver esas cosas fácilmente.
– Tú no eres una mujer. Eres una niña, que es muy distinto.
– Atrévete a comprobarlo.
Aquello era insufrible. No podía ser culpable de tanto desatino. Era una cuestión de estricta mala suerte. Violento, gruñí:
– ¿Dejarás de mezclarlo todo si te prometo que te volaré los sesos?
Titubeó una décima de segundo, pero era una imbécil tozuda:
– Eso no cambiaría nada.
– No sé a qué ni con quién estás acostumbrada a jugar -comenté, con cansancio-. Pero esto no tiene nada que ver. Créeme.
Inasequible al desaliento, absolutamente descabellada, exclamó:
– Me gustaría ser la mujer que recuerdas.
Algo estalló dentro de mi pecho y me dolió como si me destensaran bruscamente las arterias que comunicaban mi corazón con el resto del cuerpo. Aquella inconsciente podía estar divirtiéndose conmigo o creer lo que había dicho, pero en ninguno de los dos supuestos sus palabras podían dejar de aturdirme. Me miraba fijamente, su voz era incitante como si hubiera tardado más de los veinte años que tenía en elaborarla. Y yo me sentía más débil y deforme que nunca junto a su cuerpo que se afirmaba con avidez ante el mío. Pero yo tenía casi cuarenta años y debía conseguir que imperara la razón. Sobreponiéndome a su belleza incuestionable, suponiendo a duras penas que valían más mi escepticismo de desencantado y mi pudor de herido, quise insultarla: