– Esa es la ocurrencia más ridícula de todas, las que has tenido hoy. Hay algo aquí que no le sienta bien a tu cabeza. Volvamos al hotel.
Ahogó el rencor bajo un brillo de acero que escapó de sus ojos y se dejó arrastrar hacia la salida de los jardines. Mientras caminábamos se levantó aire y empezó a nublarse. Cuando llegamos al coche ya se oían truenos. Tardamos unos diez minutos en estar de nuevo en el hotel. Recogimos la llave y subimos a la habitación. En el ascensor Begoña me observaba como si tuviera algo de que acusarme y lamentara callarse. Pero no despegó los labios, que mantenía sellados desde que la había conminado a regresar. Una vez en la habitación, ella entró en el cuarto de baño y yo me quedé mirando por la ventana. Comenzaba a llover. Triste final para un día de campo. En realidad, ningún domingo puede terminar bien, como todo el mundo sabe.
Begoña regresó al cabo de un cuarto de hora y se sentó sobre la cama. Yo estaba apoyado junto a la ventana, viendo todavía la lluvia. Su voz, ahora desabrida, me sacó de mi ensoñación:
– ¿Y puede saberse cuándo le vas a comunicar a mi padre el precio de mi rescate?
– No hay prisa -dije, abstraído.
– ¿Vamos a estar todo el tiempo aquí?
– Eso depende.
– ¿De qué?
– De lo que me apetezca, fundamentalmente. También de los contratiempos que surjan o me causes.
– Me parece que mi padre tiene razón. En lo que te dijo antes por teléfono.
– ¿A qué te refieres?
– No sabes dónde te has metido.
– Mira, niña. Tienes derecho a estar ofendida. Pero no esperes que yo me ofenda. Ocúpate de tus asuntos y déjame a mí los míos.
– Tus asuntos son ahora mis asuntos. Por desgracia. Te había creído más listo.
– Lamento haberte decepcionado. Que conste que no te prometí que te impresionaría.
Begoña estaba furiosa. Inocentemente, amenazó:
– Hasta ahora no he hecho nada. Pero en adelante puede que intente escaparme.
– Entonces puede que te pegue un tiro -deduje, sin énfasis.
– Ya veremos.
– Mejor que no lo veamos. No me malinterpretes, Begoña. Aprecio tus intenciones, pero debes comprender que no puedo hacer locuras. A mí nadie me protege. En el fondo, ésa es la diferencia fundamental entre tú y yo. No la edad, ni que yo tenga la pistola, sino esa red que hay debajo de tus volteretas y que no habría debajo de las mías. No nos peleemos. Pero tampoco cuentes con que te aliente a buscar lo que no existe.
Era una niña y entre otras muchas cosas lo corroboraba la facilidad con que variaba su humor. De pronto, sus ojos se pusieron casi dulces y soñó en voz alta:
– Sí existe. La diferencia entre tú y yo es que yo no me empeño en negarlo.
No respondí. No podía explicarle nada, así que había de resignarme a que no entendiera nada. Afuera llovía como si el cielo se estuviera viniendo abajo. Entorné los ojos. Tenía sueño o ganas de no estar allí. O ganas de no ser yo. Dejamos transcurrir un par de horas, somnolientos, callados. Begoña se tendió en la cama y yo me recosté en el sofá. Arrullados por la lluvia, descansamos el uno del otro y al menos a mí me hizo bien.
Para la hora de la cena había escampado. Salimos a la calle y aspiramos el olor a tierra mojada que llenaba la atmósfera enriquecida de oxígeno. Fuimos a cenar a un restaurante del pueblo y después paseamos bajo los soportales. No hablamos demasiado. Begoña me contó aspectos ordinarios de su vida, sin poner demasiado interés en ello. Yo, cediendo a algún impulso ilógico, le describí someramente Bloomsbury. En un momento de la noche, coincidimos en elogiar los paisajes de Madrid. Le dije que siempre que había estado lejos había añorado Madrid en noviembre. Cualquier rincón. La Plaza Mayor, el Parque del Oeste, el Palacio de Oriente. El Angel Caído desafiando el viento, en una mañana habitada sólo por gorriones friolentos y ancianos abrigados. No le conté nada de las violetas, pero volví a ver a Inés muerta sobre su cama de sábanas perfumadas. Con asombro, comprobé que la imagen, lejos de resultarme amarga, se impregnaba de aquella belleza detenida de la que también Aranjuez era una muestra. Por un momento, casi me sentí capaz de contemplar aquella belleza en paz, como pretendía Begoña. Pero sabía que se trataba de una ilusión y no me atreví a confiarme. En cada rincón de Aranjuez estaba Claudia y en ella la belleza siempre había sido turbulenta. En cuanto a Inés, mi torpeza la había arrojado a aquella turbulencia y semejante descuido tardaría en purgarlo. Para la belleza, en mi alma, sólo había remordimiento y peligro. En la medida en que aquella muchacha fuera bella debía cuidarse de mí, y había tratado de advertírselo de mil maneras. Pero aquel paseo nocturno, por lo que sospeché detrás de su frente mientras andaba despacio junto a ella, estaba inutilizando todos mis avisos. Bruscamente, decidí suspenderlo.
En el hotel nos dio la llave de la habitación un sujeto distinto del que habíamos visto en la recepción durante todo el día. Mientras abría la puerta noté que estaba cansado de vigilar a Begoña, tanto para que no tratara de escurrirse mientras estábamos por ahí como para evitar que se acercara demasiado. Este doble esfuerzo, casi esquizofrénico, había desgastado considerablemente mis nervios. Apenas entramos, sugerí:
– Haz lo que tengas que hacer en el cuarto de baño y vamos a acostarnos. Estoy molido.
Begoña asintió en silencio y entró en el cuarto de baño. Yo eché una manta en el sofá y corrí las cortinas. Me acerqué al sofá la lámpara que había sobre la cómoda. Poco después, Begoña volvió a la habitación. Al verla, experimenté un sobresalto. Estaba completamente desnuda. Llevaba su ropa cuidadosamente doblada sobre un brazo y antes de dejarla sobre la silla enfrentó impasible mi mirada estupefacta. Tal vez era la mujer más formidable que había visto nunca, y ella se dio toda la cuenta que le hiciera falta darse.
– ¿Qué es lo que pretendes? -mascullé, vacilante.
– Nada, siempre duermo así. Vamos a dormir, ¿no?
– Métete en la cama, por favor.
Obedeció. Y al verla doblar la pierna sobre el colchón antes de entrar bajo las sábanas, o inclinarse para deslizarse mejor, sin que sus pechos durísimos cambiaran apenas de forma, maldije no poder medirme con ella decorosamente, aunque fuera irracional e incongruente pensarlo. Una vez que estuvo acostada me acerqué y até sus muñecas al cabecero, procurando que no le quedaran en una posición excesivamente incómoda. Ella seguía mis movimientos con una sonrisa condescendiente y perversa. En cuanto hube concluido, sin perder tiempo, me fui hacia el cuarto de baño, entré y cerré de un portazo.
Metí la cabeza bajo un chorro de agua fría. Luego contemplé con asco mi rostro durante unos cinco minutos, que quizá fueran diez. Tenía ojeras, la frente arrugada, unas amplias entradas, la barba sin afeitar. Y los ojos que miraban todo esto estaban inyectados en sangre. Necesitaba dormir.
Cuando volví a la habitación Begoña me aguardaba con aquella misma sonrisa con que la había dejado y que ahora era más ostensible. También era ostensible que iba a decir algo, y lo dijo:
– Has tardado mucho -y con una ironía satisfecha y brutal, conjeturó-: ¿Has estado masturbándote?
No me ofendí. Sólo se me ocurrió que aquella niña malcriada nunca había sufrido de verdad. Y quise que sufriera. Saqué la pistola de debajo del pantalón y despacio, sin inmutarme, la alcé y la monté con un movimiento seco, decidido. Caminé lentamente hasta ella y acerqué el cañón hasta que se apoyó entre sus ojos. Lo mantuve ahí, sin decir nada, quitando y poniendo el seguro con el pulgar hasta que la sonrisa abandonó sus labios. Simulé odiarla, sin calor, como un psicópata, vaciando mis ojos de expresión. Begoña creyó llegado el momento de hacer algo.