– Sé una cosa que querrías saber -aseguró, inquieta.
– No me digas -murmuré, mientras seguía acariciando con el dedo el seguro y el lomo de la pistola.
– En serio. Te interesará saberlo.
– Prueba a ver. Me están empezando a asaltar extrañas ideas. Quizá no tengas mucho tiempo.
Begoña respiró con fuerza y clavándome sus cálidos ojos de color de miel afirmó:
– Conozco a Lucrecia Artola.
– ¿A quién?
– A Lucrecia Artola. Estuvo anoche en mi casa.
No retiré la pistola. No me precipité. Cautelosamente, inquirí:
– ¿Y qué hacía en tu casa?
– Con ella sí te acostaste, ¿verdad? Mira si fuiste idiota.
– No has respondido a mi pregunta.
– Ni lo haré mientras tenga esa pistola entre los ojos.
Aparté la pistola.
– Vino a gritarle a mi padre. Estaba realmente envenenada. Escuché durante un rato detrás de la puerta. Hablaban de ti y de no sé qué desaguisado que habían hecho los hombres de papá en un hotel en el que se suponía que debías estar y luego no estabas. Mi padre también le gritaba a ella. Al final parece que Olarte pagó el pato.
– ¿Qué más oíste?
Begoña captó el ansia de mi interrogación y volvió la cara hacia otro lado.
– No recuerdo bien. No prestaba atención a todo. ¿Es verdad que fuiste a verla a su casa?
– ¿Qué dijo ella sobre eso?
– Lo suficiente. Así que es verdad. Pobre estúpido.
No sabía si debía defenderme, o callarme, o apalearla hasta que me dijera todo lo que supiera. Begoña tenía ahora los ojos cerrados y una mueca de profundo desánimo.
– ¿Desde cuándo va Lucrecia a ver a tu padre? -pregunté, sin convicción.
– Y yo qué sé. Déjame dormir. Detesto haberte conocido.
No merecía la pena insistir. Quité el cargador de la pistola y saqué el cartucho de la recámara. Después me despojé de la camisa y apagué la luz. El sofá era duro y estrecho. Yo también detestaba haberme conocido, pero una alegría maligna me embargaba. No necesitaba que Begoña me dijera más. Al fin habían casado dos piezas del rompecabezas, y aunque lo que de éste entreveía presentaba perfiles aberrantes, disfruté imaginando que ya no estaba tan lejos de resolverlo. Aquella noche, por gratitud o por simple voluptuosidad, soñé que lloraba largamente sobre los pechos desnudos de la hija de Jáuregui.
12 .
Aquella mañana me levanté temprano. Me cercioré de que Begoña todavía dormía y me fui al cuarto de baño a meditar. Para ayudarme a buscar ideas, me llevé las cartas de Pablo. La que me había enviado a mí y la que le había enviado a Claudia. Las releí con cuidado, procurando no fiar nada a la memoria. Al cotejar una con otra surgían afinidades, como la superioridad de fantasma o profeta que exhibía en ambas, y divergencias, como la categoría de instrumento que mi persona adquiría en la carta a Claudia frente al papel de insustituible salvador que me adjudicaba en la que me había escrito a mí. Pero ni al coincidir consigo mismo ni al mostrarse doble me ofrecía Pablo ninguna pista que arrojara luz sobre el asunto que ahora me preocupaba. Había supuesto que tal vez hubiera dejado, en alguna de aquellas dos laboriosas cartas, claves ocultas acerca de la confabulación que le había llevado a la muerte, algo que yo hubiera pasado por alto antes y que ahora que había vinculado a Lucrecia y Jáuregui pudiera comprender mejor. Pero todo me parecía tan evidente y tan sentimental como la primera vez que había leído aquellas líneas. Mi carta ya no me conmovía como antes y la carta a Claudia seguía produciéndome una sensación de apresurada negligencia. Pensé que Pablo se había limitado a decir hasta el final, incluso con exceso, un par de cosas que no tenían mucho que ver con lo que yo estaba buscando, y que lo que callaba, que era lo que a mí me interesaba, lo callaba también completamente. Cuando ya estaba dispuesto a asumir esta hipótesis que descartaba cualquier fisura, tuve una súbita ocurrencia. Sólo estaba investigando un aspecto de aquellas cartas: su contenido. Pero Pablo había sido un peligroso partidario de otra cara de la vida: la forma. Incluso la había cultivado, con jactancia, hasta el vacío y el absurdo. Al llegar a este punto recordé un viejo truco de juventud que Pablo y yo habíamos utilizado al principio de nuestra amistad, antes de conocer a Claudia y de hacer todas las cosas que habíamos hecho después. Era un sistema para enviar mensajes secretos que consistía en tomar las primeras letras de cada párrafo. Pero no la primera de todos ellos, sino la primera del primero, la segunda del segundo, y así sucesivamente. La experiencia nos había hecho ver que éste sistema era más dúctil que el de usar necesariamente iniciales. Cogí papel y lápiz y lo intenté primero con mi carta. La falta de práctica me hizo cometer al principio algunos errores, pero una vez subsanados el resultado fue éste:
L U T R O O L M O B R R A I O
Aunque le di varias vueltas, en seguida me convencí de que con siete vocales sobre quince letras, siendo cuatro de ellas oes, y habiendo tres erres entre las consonantes, no podría formar nada medianamente lógico. Máxime cuando era obligatorio emplear todos los caracteres obtenidos, sin que sobrara ninguno. Así que probé con la de Claudia y salió lo siguiente:
M M G P A A O M O
Aunque dos aes y dos oes tampoco ayudaban, ahora el problema eran las tres emes. Como cualquier niño de cuatro años sabe, con muchas emes sólo se pueden decir memeces. Comenzaba a aceptar la posibilidad de estar explorando una vía insensata cuando me sorprendí intentando sobre la carta de Claudia el sistema inverso. Tomar no las primeras letras de cada párrafo, sino las últimas. Es decir, la última del último, la penúltima del penúltimo, etcétera. En un minuto tuve ante mí este anagrama:
Z I I M A A O R I
Al principio el resultado me desconcertó. Todo estaba equilibrado si uno prescindía de las tres íes. Tres consonantes y tres vocales a todas luces combinables. Pero tres íes en una palabra de nueve letras con otras tres vocales eran un despropósito. Al final de este razonamiento me aguardaba una deducción inexorable: las tres íes no formaban parte de la palabra. Las quité y en seguida saqué:
ZAMORA
Una ciudad o una provincia. Una clave demasiado genérica, una pista demasiado difusa. Pero las íes tenían que cumplir una finalidad. Entonces lo comprendí. No eran letras, sino un número. La clave era:
ZAMORA, III
Ahora tenía algo concreto. Zamora seguida de un tres dejaba de ser una ciudad o una provincia para convertirse en un punto. ¿Un número de una calle? Sólo había que comprobar si existía alguna calle con ese nombre en Madrid, lo que a primera vista no parecía nada improbable. Aún me faltaban varios pasos, pero desde aquel momento supe que había encontrado algo. Hacía muchos años, pero había jugado demasiadas veces a aquel juego de los párrafos y las letras. Era prácticamente imposible que saliera por azar algo que tuviera sentido. Y aquella clave era especialmente elocuente; con una asombrosa economía de medios transmitía una información exacta, y la inversión del método ordinario, es decir, tomar las últimas letras en vez de las primeras, resultaba reveladora en sí misma. Me sorprendía el descuido que había demostrado no intentando aquella comprobación mucho antes. Las cartas, y sobre todo la de Claudia, hallada en tan extrañas circunstancias, no podían limitarse a la función que con cierta superficialidad yo les había asignado. Había paseado de un lado a otro con la llave, aporreando como un obtuso las puertas cerradas que aquella llave podía abrir. Había conseguido guardar la calma cuando Begoña me había revelado la increíble conexión entre Jáuregui y Lucrecia, pero ahora que sospechaba que en Zamora 3 me esperaban nuevos descubrimientos no podía contener mi excitación.