– Que tengan un buen viaje -deseó, sin ganas.
– Lo intentaremos -aseguré, mirándole recto a los ojos, para inquietarle. Era un lujo relativo, porque aquel tipo ya se había fijado lo bastante en mí.
Cinco minutos después, mientras salíamos a la autopista, tiré por la ventanilla el DNI de Restituto Arniches y borré al recepcionista de mis pensamientos. Begoña se había acurrucado en su sitio, con los pies sobre el salpicadero, y estaba obstinadamente pensativa. Todavía era temprano, sobre las nueve y media. La carretera iba despejada y todo habría podido ser agradable si hubiera tenido otro coche. En alguna pendiente descendente, pese a todo, conseguí rozar los ciento treinta, ante la perfecta indiferencia de Begoña.
Llegamos a Madrid sobre las diez, cuando empezaba a remitir el atasco del lunes. Fuimos directamente hacia el centro. Tuve algún problema para orientarme, entre los autobuses que se amontonaban vacíos al final de la hora punta y los taxistas homicidas que transportaban a los desocupados o a los que se habían dormido. Pero finalmente atravesamos bajo el paso elevado de Cuatro Caminos y poco después estábamos ante el número tres de la calle Zamora. Era una casa de cuatro pisos, la altura media por aquellos contornos. Ni era de reciente construcción ni estaba en ruinas. Tenía un aspecto oscuro y discreto. Pablo había sabido elegir, cualquiera que fuera el propósito para el que la había elegido. Me costó un rato aparcar, pero pude hacerlo a una distancia razonable de la casa. Antes de bajar del coche avisé a Begoña:
– Por aquí las calles son estrechas y me resultaría difícil perseguirte. Prefiero que mientras estemos por esta zona vayamos cogidos de la mano. Espero que no te dé vergüenza.
– Mientras no te la dé a ti.
– Tendré que aguantarme. No salgas hasta que yo te abra la puerta.
Llevando a Begoña de la mano, me encaminé hacia el número tres. Marchaba rápido, tirando inconscientemente de su brazo. Ella se dejaba arrastrar de visible mala gana.
– ¿Adónde me llevas con tanta prisa? -se quejó.
– No me interesa dejarme ver demasiado, y menos contigo.
– ¿Está lejos? Si hay que correr mucho más no sé si podré soportarlo.
– No sufras. Es esa casa de ahí.
Entramos en el portal. A nadie se le habría ocurrido otra cosa que mirar los buzones. Y en el correspondiente al Segundo A, cualquiera habría leído el nombre que yo leí: Pablo Echevarría. No podía ser más sencillo ni más limpio. Sólo había costado un poco descifrar la clave de acceso. Después de lograrlo no había que esforzarse. Subimos al segundo piso y la puerta, adecuadamente sumida en un recoveco bastante umbrío, demostró ser una nueva facilidad. La forcé en menos de un minuto, bajo la atenta mirada de Begoña.
El piso, como es natural, olía a cerrado y estaba lleno de polvo. No convenía abrir las ventanas, para no despertar la curiosidad de nadie, de manera que busqué el cuadro de la luz y coloqué la llave en la posición conveniente. Luego apreté el interruptor más cercano y la luz se hizo. Eso quería decir que alguien seguía pagando el recibo. O que la cuenta bancaria adonde lo enviaban aún tenía fondos. El piso estaba lleno de armarios viejos, un número desproporcionado de ellos en comparación con las dos o tres sillas y la solitaria cama que descubrí en uno de los cuartos más pequeños. No había fotografías en las repisas ni cuadros en las paredes. Sobre la única mesa, un reloj de plata ennegrecida permanecía detenido en las siete y cuarto. La esfera, en contraste con la sucia armazón, era de un blanco luminoso. Y tenía una peculiaridad: los números que representaban las horas estaban desordenados. Begoña se quedó observando aquel extravagante artefacto mientras yo concluía el inventario del mobiliario que se amontonaba en las diversas habitaciones. De nuevo alguien se había preocupado de que resultara casi inevitable dar el paso siguiente. Entre tantos enseres destartalados y polvorientos, al retirar una sábana apareció ante mí un reluciente escritorio de madera de raíz. Iba a abrir el único cajón que había entre sus diminutos departamentos cuando Begoña me interrumpió.
– ¿Es ésta tu casa? -siseó, con sorna.
– No -respondí, separándome instintivamente del escritorio.
– ¿Qué hemos venido a hacer aquí, entonces?
– Vengo a buscar una cosa.
– ¿Puedo preguntarte qué?
– No. Yo también tengo mis secretos.
– Claro. Oye, es bonito ese escritorio. ¿Qué hace en medio de todos estos trastos? ¿Y cómo está tan limpio?
Begoña se aproximó al escritorio y su mano se fue derecha al cajón. Lo sacó y vio lo que había en él al mismo tiempo que yo lo veía y sospechaba lo que significaba.
– Un sobre, cerrado -dijo, cogiéndolo-. Y hay algo dentro. ¿Algún mensaje secreto?
Aproveché mientras lo elevaba para agitarlo ante mis narices y se lo quité. Begoña bromeó:
– Dios santo, qué ansia. ¿De quién es, que te pone tan nervioso?
– De un amigo de tu padre.
– Creí que sus amigos eran tus enemigos.
– A veces piensas demasiado deprisa -comenté, sin mirarla, al tiempo que rasgaba el sobre.
– ¿Vas a leerlo delante de mí?
– No tengo otro remedio. Pero no lo haré en voz alta.
– Lástima. Sospecho que me ayudaría a conocerte mejor.
Pero yo ya no la estaba escuchando. Incluso es probable que hubiera empezado a olvidarla. No había nada escrito en el sobre, pero había reconocido el formato. Era idéntico al que contenía la carta que Pablo me había enviado antes de morir. Discurrí velozmente que era significativo que aquel sobre no fuera como el que había recibido Claudia, sino como el que había recibido yo. El sobre que ahora abría estaba destinado a mí, y no a ella, que había sido la destinataria aparente de la carta en cuyas entrañas yo había hallado la clave para llegar hasta allí. Recordé las apasionadas palabras que Claudia había leído y despreciado como si fueran lo que parecían y no el hueco vehículo de otro mensaje oculto que no era para ella. Pudo ser arbitrariamente, pero cuando empecé a leer, ante la atenta vigilancia de Begoña, me sentí fascinado por aquella vengativa y sutil crueldad.
La letra de Pablo era clara y firme. No había tachaduras y los renglones eran rectos y paralelos. Procurando que mis manos no temblaran, empecé a leer:
Si estás aquí, hermano, será que no me has defraudado. Sólo deseo, sinceramente, que ya no sea demasiado tarde para ti. A ella no le di ninguna oportunidad, pero a ti no sólo he querido dártela, sino que espero que puedas aprovecharla. Comprenderás que tenía que costarte algún esfuerzo, y que por eso no te he puesto este instante en bandeja. Pero si has superado la prueba, todo habrá quedado en orden. Seré más preciso: en cualquier caso el orden va a imponerse, porque si sucumbes será porque merecías sucumbir. Pero prefiero que sea de otro modo, que te libres, porque merezcas librarte, y sea ésta la manera de quedar los dos en paz para siempre. He dicho «comprenderás», pero no sé si comprendes. He sometido nuestras diferencias al juicio de Dios, a una justa similar a aquella que acreditó la honra de la reina Ginebra aun en contra de la misma verdad. Y mi única esperanza, la que me hará levantarme y caminar sin miedo hacia la muerte en cuanto termine esta carta y la deje guardada en el escritorio sobre el que la estoy escribiendo, es que después de ese juicio estemos juntos en tu memoria y no separados en tu destrucción.
No creo tener que ser más explícito respecto a los términos generales. Además, estoy cansado de escribir. Si me consintiera proseguir por la vía de la abstracción no me quedaría más remedio que ponerme a lloriquear sobre lo aciago de ser tan joven para morir y tan viejo para vivir. Tendría que decir que se me encoge el alma hasta casi desaparecer cuando recuerdo pasajes atormentados de Bruckner y pienso que no dejarán de sonar en el infierno al que quizá me dirijo, mientras el delirio que conocí en algunas noches de fiebre e insomnio reemplace lo que me queda de razón. Tengo vergüenza de poder estar tan indefenso y tan solo. También tengo vergüenza de necesitarte tanto, de confesarlo demasiado indignamente antes de saber si estarás conmigo o si voy a acabar aniquilándote.