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Por eludir esa ignominia y por distraer mi mente, pasaré a lo imprescindible que es una historia que en gran parte no trata de mí. Es lo último que has de saber antes de que la suerte decida. Es lo último que tengo que decir antes de enfrentarme a mi desaparición.

Al final del invierno o al principio de la primavera de 1945 los alemanes se batían en retirada en todos los frentes. Los aliados descubrían los campos de concentración llenos de cadáveres a medio quemar en los hornos, gaseados en las cámaras, apilados en barracones, algunos todavía imposiblemente vivos. Los cosacos y los calmucos violaban sistemáticamente a la población femenina del Este de Alemania, niños con lanzagranadas defendían los puentes mientras las tropas se rendían y los bombarderos volaban cada noche. Al sur, en la Baja Austria, incluso los SS, obligados por la amenaza del fusilamiento seguro a defender la locura, retrocedían ante el empuje del enemigo. Allí, en la Baja Austria, había un castillo llamado Immendorf. Y entre los SS forzados a replegarse había uno llamado Kempe, o por decirlo como entonces él pensaba en sí mismo, SS sturmbannführer Kempe. Para ti y para mí, el comandante Kempe. Tenía veintiséis años y era el segundo jefe de la guarnición del castillo, en el que a la sazón se almacenaban numerosos cuadros requisados por el Estado a sus propietarios judíos.

Una noche, el comandante Kempe, que llevaba varios días temiendo aquel momento ante la creciente proximidad de la artillería enemiga, recibió al fin de su superior inmediato, un viejo coronel morfinómano, la orden que más podía afligirle cumplir. Había que incendiar el castillo para evitar que cayera, con todo lo que contenía, en manos de los rusos. Kempe, que no era alemán, sino vienés, pensó al momento, entre todo lo que le ordenaban destruir, en un cuadro que había pintado su conciudadano Gustav Klimt hacía cuarenta y siete años. La elección había sido dolorosa, porque aquélla no era la única obra de Klimt que guardaba el castillo. Los óleos de La filosofía, La medicina y La jurisprudencia le cautivaban, pero eran demasiado grandes, más de doce metros cuadrados cada uno. El cuadro de Schubert tocando el piano parecía resucitar el alma de un estremecedor instante desaparecido. Pero no podía cargar con dos telas, y no estaba dispuesto a renunciar a la mirada de la pálida mujer de densa cabellera oscura que en tantas noches de desconcierto le había hecho soñar escenas de nítido éxtasis. La mujer estaba dentro de la pintura en la que pensaba mientras escuchaba las órdenes de aquel anciano descolorido y asustado. Se llamaba La música y había urdido un plan para salvarla.

Kempe dispuso rápidamente el desalojo del castillo. Mandó situar cargas explosivas en los cuatro costados del edificio y realizó la última inspección antes de hacerlas estallar. Durante esta ronda se hizo acompañar de su ayudante, un abrupto sargento ucraniano. Entre los dos descolgaron el cuadro, enrollaron cuidadosamente la tela y la guardaron en un estuche cilindrico de las dimensiones adecuadas que Kempe se había encargado de conseguir con la suficiente antelación. El sargento salió con La música por una puerta lateral y la cargó en un camión de pertrechos que había situado antes bajo los árboles. Kempe le dio cinco minutos y ordenó volar el castillo. Mientras imaginaba cómo las llamas que también iluminaban la noche roían en las salas del castillo los delirantes cuerpos de mujer de los cuadros de las facultades y las mejillas sonrosadas de Schubert, mientras experimentaba mezcladamente el placer y el sufrimiento de haber ordenado su destrucción, el SS sturmbannführer Kempe se consolaba pensando que el sargento ucraniano se llevaba La música lejos del desastre. Kempe era austríaco y pintor, igual que el Führer; y en aquel instante se sentía tan absurdo dentro de la tragedia de Alemania, a la que también había contribuido, como antes de suicidarse en el búnker de la cancillería para que no le cazaran los rusos debió sentirse aquel enfermo al que había admirado hasta la irracionalidad.

Dos días después, Kempe y el sargento enterraron La música, convenientemente protegida dentro de un tubo sellado que construyeron con las vainas de dos proyectiles del 88, en el corazón de un bosque de los Alpes austríacos. Calcularon las coordenadas exactas del punto elegido, al pie de un inmenso roble, y Kempe las memorizó. El sargento no esperaba sobrevivir a la guerra. De hecho, murió la semana siguiente, mientras intentaba inútilmente colocar una mina bajo un carro soviético. Kempe se las arregló para pasar al frente occidental, que en aquellas fechas distaba ya sólo unas pocas decenas de kilómetros del oriental. Fue capturado por los franceses, vistiendo uniforme de soldado raso de las SS. Aquel subterfugio no le habría ahorrado el fusilamiento si hubiera caído en manos de los rusos, pero los franceses le dieron una opción: el paredón o la Legión Extranjera. Pensando quizá en La música, prefirió eludir el paredón.

De los quince años que siguieron, en Indochina y en Argelia, no sé demasiado. Kempe tuvo una mujer vietnamita y otra argelina, y las perdió a las dos. Cayó prisionero en Dien Bien Fu y sobrevivió al cautiverio en los campos del Vietminh. Un balazo durante una patrulla en Argel le privó del ojo derecho, aunque iba buscando su vida. A los cuarenta y dos años era suboficial legionario y había pasado más de la mitad de su existencia combatiendo en guerras injustas, siempre del lado del opresor. Venciendo la inercia de más de veinte años de uniforme, se licenció. Para aquella época casi había olvidado a la mujer pálida que tenía enterrada en los Alpes. Su memoria conservaba las coordenadas, pero su corazón no tenia fuerza para poseerla, o tal vez era que su cerebro habituado al horror había dejado de concebir la inusitada belleza que aquella criatura, salida de la fantasía de un vienés erotómano, representaba y prometía en el fulgor de sus ojos enigmáticos. Fuera cual fuese la razón de su incapacidad, el hecho es que se estableció en Marsella y nunca más regresó a Austria.

Cuando yo le conocí tenía cerca de ochenta años pero era un anciano imponente, que miraba implacablemente con su único ojo, desde su metro noventa de estatura, todo lo que se movía en una oscura taberna del puerto. Me llamó la atención el parche negro, el acento extraño, y valiéndome de su relativa pobreza conseguí hacerme amigo suyo pagándole el vodka que bebía con moderación pero sin piedad, de un solo trago desesperado. Alguna noche tomó más de lo acostumbrado y empezó a relatarme fragmentariamente su historia. El tipo me interesó cuando me contó su pasado legionario, y llegó de veras a atraerme cuando, una vez apartado aquel sedimento, llegó a su época de SS. Por aquel tiempo yo me había aficionado a meditar acerca del mal con singular empeño, de manera que aquel individuo me pareció poco menos que providencial

Al principio no quiso decirme su rango, pero no me costó llevarle al estado de ánimo en que lo confesó con orgullo. Entonces quise sonsacarle acerca de sus crímenes, a lo que ya no se mostró tan dispuesto. Me dominé para que no advirtiera mi decepción y me propuse ser paciente. Seguí pagándole la bebida y dándole conversación, hasta que otra noche, la última que le vi, mi paciencia encontró una recompensa inesperada. No me describió matanzas atroces, saqueos desenfrenados o sádicas ceremonias. Me refirió, como el máximo de sus crímenes, con el que debía de dar por satisfecho mi interés, la historia que he transcrito antes. Podrás imaginar mi sorpresa y mi emoción. Fueron tan grandes que ni siquiera se me ocurrió disimularlas. Le pedí abiertamente la localización exacta del lienzo de Klimt y él, sin pensarlo ni resistirse, me la dio. Si he de morir un día de éstos, sin que los dioses me hayan dejado tenerla, dijo, qué me importa que se la lleve el primero que pase.