Así fue, hermano, como yo me la llevé. El cilindro metálico estaba enterrado a gran profundidad, bajo el roble que él había mirado en 1945 antes de separarse para siempre de su amada. La labor de sellado, que había realizado el sargento ucraniano, había sido impecable. La tela estaba en perfecto estado de conservación, y cuando la extendí ante mis ojos, en la habitación de un hotel de Salzburgo, un escalofrío como nunca había sentido me recorrió el espinazo. Allí estaba, incuestionable, en todo el esplendor de su colorido, aquella inquietante Euterpe que sólo había conocido en antiguas fotografías en blanco y negro. Digo esplendor de su colorido aunque su piel era tan blanca y sus cabellos tan oscuros, porque no era lo mismo reconocer estas tonalidades en la impotencia de una limitada impresión fotográfica que verlas desplegarse en la infinita fuerza de un pincel guiado por un artista en estado de iluminación. Casi en ese mismo instante, en mi mente empezó a gestarse el plan que ahora que lees estas palabras está llegando a su final. Por fin disponía de algo lo bastante sublime como para arreglar las cosas entre nosotros, hermano.
Mi plan requiere que ahora no me extienda en sus detalles. Sólo te diré que no fue corto ni fácil de ultimar, que me exigió perversas alianzas y terribles sacrificios, además del que afrontaré en cuanto suelte esta pluma y guarde este papel. Puedes imaginar el revuelo que organicé cuando, después de que nuestro viejo conocido el padre Francisco me certificara innecesariamente la autenticidad del lienzo, filtré a través de él la noticia de que existía y no había sido destruido como todos creíamos. Una vez que el revuelo fue lo suficientemente amplio, y después de ajustar los demás detalles, me di a conocer en los círculos oportunos como poseedor del cuadro. De eso hace pocas semanas, y ya estoy seguro de que van a matarme. Incluso sé quién lo hará, y sé cuándo y cómo, también gracias al cuadro, me ayudará a celebrar este juicio sobre nosotros que en el tiempo que rige para ti mientras mantenemos esta postrera conversación, tan distinto del que rige para mí mientras la preparo y sin embargo el mismo, estará a punto de concluir.
No queda espacio para más ni queda nada más. Tengo que irme de aquí y es indispensable que nadie localice este sitio. En el armario del cuarto pequeño, el que no tiene ventanas, encontrarás La música de Gustav Klimt. Que los dioses te dejen tenerla, como no le dejaron a Kempe. Y si no eres tú quien ha leído estas cuartillas, hermano, a mí tampoco me importará que se la lleve el primero que pase. Sólo deseo que algún día la alcance el fuego al que pertenecemos todos, incluso ella que escapó de Immendorf.
Begoña me observaba con contenida expectación. Aguardó a que terminara la última línea y devolviera las cuartillas al sobre y sólo entonces preguntó:
– ¿Malas noticias?
La miré como si no estuviera allí, como si sus palabras procedieran de una oquedad que se abría indebidamente en el muro terrible que las revelaciones de Pablo habían erigido en el centro de mi cerebro. Creía saber bastantes cosas acerca de ese muro, cosas que una hora antes no había sospechado o no había querido sospechar. Pero todavía había otras por descubrir, y entre ellas estaban ciertos detalles que importaban más que el sentido o el sinsentido de todo. De pronto Begoña me resultaba una distracción inadmisible. Y sin embargo, estaba allí y tenía que hacer algo con ella. Tratando de aparentar normalidad y calma, le informé:
– Voy a tener que salir, pero no puedes venir conmigo. Te quedarás aquí. Vamos a buscar un sitio cómodo al que pueda atarte.
13 .
Dejé a Begoña atada a una butaca, amordazada y a oscuras, y llevando débilmente en mi memoria el rencor cansado de su última mirada bajé a la calle. Cuando arranqué ya sabía adonde iba y sospechaba lo que podía ser capaz de hacer. De entre todos mis adversarios, era de Lucrecia de quien esperaba las más completas explicaciones y a ella a quien suponía merecedora de la venganza que ilimitadamente alimentaba mi corazón. La abyecta emboscada que había preparado el demente moribundo que antes había sido mi amigo necesitaba del concurso de alguien de sutil inteligencia, y a esos efectos me costaba creer en la aptitud de un fatuo como Jáuregui. Sin duda era ella, Lucrecia, quien había desempeñado aquel papel. Pensando en ella podía hacer que mi sangre hirviera, porque ella estaba viva y me había infligido fríamente todos los daños particulares que me impulsaban. Casi agradecía al destino y a la tortuosa previsión de Pablo que ella existiera. A ella podía golpearla. Si sólo hubiera tenido el triste fantasma de Pablo, presuntuoso y patético, abstracto y desvanecido, no me habría quedado otra alternativa que dejar que mi rabia se consumiera y esterilizara en una resignada especie de tedio o tristeza.
Mientras conducía hacia la casa de Lucrecia, comprobé que aquel miserable vehículo que tanto había despreciado poseía alguna virtud. Era muy adecuado para esquivar y regatear en el tráfico de la ciudad, especialmente en aquella hora próxima al mediodía en que la circulación volvía a complicarse. Llegué al barrio en que vivía la hermana de Claudia demasiado pronto, poco antes de la una. Por relajado que fuera su horario de trabajo, aún tardaría en regresar. Aparqué a cierta distancia del edificio y concebí la apresurada idea de aguardarla en su piso. No fue difícil entrar en el portal, aprovechando la salida de uno de los vecinos, pero antes de tomar el ascensor advertí por pura casualidad la existencia de un contratiempo imprevisto, aunque previsible. Los pocos días que me separaban de nuestro primer encuentro no eran bastantes para que me costara reconocer al policía joven y calvo que había ido a buscarme a mi apartamento en compañía de otro de prominente barriga. Le vi de reojo, mientras se bajaba de un coche aparcado al otro lado de la calle. Entré en el ascensor con toda normalidad, maldiciendo la estupidez que me había llevado a cometer aquel error de principiante. Por aquel entonces todavía no tenía muy claro cómo me había localizado la policía a los dos días de llegar a Madrid, pero estaba perfectamente seguro de que aquello, de un modo u otro, tenía que ver con Lucrecia. La presencia del calvo en aquel inoportuno momento era del todo lógica y mi imprevisión imperdonable. Pulsé el botón del primer piso y en cuanto el ascensor se detuvo salí de él y monté la pistola. Me agazapé en el descansillo de la escalera y agucé el oído. Oí cómo se abría el portal y unos pasos, pero ninguna palabra. Venía solo, o tuve que apostar que venía solo. Bajé deprisa los escalones que me separaban de la planta baja y lo encontré ante el ascensor, esperando como un imbécil.
– Ni un solo ruido -amenacé, mientras le apuntaba entre los ojos.
Le empujé hasta un pequeño cuarto trastero, al fondo de un breve pasillo que arrancaba unos diez metros a la izquierda del ascensor. Antes de hacerle entrar, vi que podía cerrarse con un candado que alguien había dejado descuidadamente abierto y colgado del marco de la puerta. Después de entrar yo, entorné la hoja, de madera contrachapada y repintada con groseros brochazos. Mecánicamente, le ordené:
– Las manos altas, muchacho. Ponte de cara a esa pared y apóyalas en ella.
Le registré. Llevaba la placa y un nueve largo.
– Vaya trasto. ¿No había nada más incómodo?
El policía permanecía callado y quieto, como quien hubiera estudiado con aplicación cuál era la mejor conducta que se podía observar en circunstancias como aquéllas. Miré su documentación, buscando su nombre.
– Encantado de conocerle, inspector Ramírez. Dése la vuelta. Así, tranquilamente.