Me observó con interés y aparente aplomo, aunque era difícil tomar en serio aquel rostro de aspecto desvalido por la prematura alopecia.
– Supongo que no tengo que presentarme -dije.
– No, Galba, no tiene que hacerlo.
Su voz era de bajo, y no mala a nada que la educara, si es que no lo había hecho. La calva y la voz grave juntas eran demasiado para aquella cara de niño. A veces Dios usa de una minuciosa astucia para refutarnos. Otras veces prefiere mostrarse brutal. Comparando mi experiencia con lo que caprichosamente imaginaba de la suya no me sentí sobrado para compadecerle.
– No le diré que aparece en buen momento, inspector. Pero tenía ganas de hablar con usted. Hay un par de preguntas que deseo hacerle desde nuestro frustrado encuentro en mi apartamento.
– Me parece que la curiosidad es recíproca.
– Pero ahora soy yo quien pregunta. Tengo las armas.
– ¿Y qué es lo que quiere saber, Galba?
– Algo muy simple: ¿cómo me encontró? O mejor dicho: ¿cómo pensó que tenía que buscarme?
Ramírez sonrió con visible complacencia. Todavía era demasiado joven para considerar sus aciertos sin vanidad, estaba todavía más lejos de entenderlos como indeseables culminaciones parciales de un camino que nunca acaba siendo afortunado.
– El comienzo fue sólo su nombre de pila. Fue todo lo que nos facilitó Lucrecia Artola cuando la interrogamos después de la muerte de su hermana. Desde el primer momento me pareció que había cosas que sabía y no deseaba contarnos, pero mientras confirmaba o dejaba de confirmar aquella impresión, acepté que pudiera no recordar su apellido. Nuestra investigación empezó sin más datos acerca de usted, y he de admitir que poco pudimos hacer con aquello. Pablo Echevarría estaba bajo sospecha desde tiempo antes de su muerte y conocíamos a muchos de sus colaboradores, fijos o esporádicos. Curiosamente, no había ningún Juan. Nadie imaginaba que hubiera que retroceder diez años, a cuando Echevarría era un criminal novel, casi desconocido, y ninguno de los de la brigada se dedicaba todavía a estos asuntos.
– Usted debía estar entonces preocupado por su acné, por ejemplo. ¿Cómo se las arreglaron para retroceder tanto?
– Simple casualidad, o suerte, si prefiere llamarlo así. Había algo que podía hacerse mientras nuestras pesquisas en todos los demás frentes fracasaban estrepitosamente: vigilar a Lucrecia Artola. Puedo decir que fue iniciativa mía, y que no conté por cierto con el apoyo entusiasta de mis superiores. Mi intuición de que aquella mujer callaba algo no les parecía suficiente para desperdiciar demasiados medios en seguir esa posible pista. De modo que nos limitamos a un control mínimo, que podía hacerse sin mucho esfuerzo. Día tras día revisamos las hojas de visitas del servicio de seguridad del Ministerio, para averiguar quién había ido a verla. Además de eso, y actuando por mi cuenta, la seguí algunas tardes. Sorprendentemente fue lo primero lo que dio resultado. Un día apareció su nombre en la hoja de visitas. Un perfecto desconocido. Demasiado desconocido. Trabajaba en un sitio alejado de la civilización en el que no sabían demasiado de usted, aunque le consideraban en términos generales un buen tipo. Estaba en Madrid aprovechando unas vacaciones que tenía atrasadas. A su jefe le había extrañado que pidiera vacaciones, porque renunciaba sistemáticamente a ellas, como si no le interesaran. En cuanto colgué el teléfono me fui a los archivos y me remonté a diez años atrás: el tiempo que me habían dicho que llevaba en el balneario. No fue fácil, pero al fin apareció. Nunca le habían probado nada, incluso las sospechas que había habido sobre usted eran muy imprecisas. Lo único que constaba sin duda era su vinculación a Pablo Echevarría, otro joven a quien entonces tampoco se le acusaba de nada concreto. Por aquella época no eran más que dos posibilidades, entre muchas otras. Qué curioso es examinar los hechos a la luz de otros hechos posteriores.
– Curioso e insólito. Su oficio resulta muy emocionante.
– Puede creerme si le digo que esa noche me acosté a las cuatro y apenas pude conciliar el sueño. Ya se había dado orden de buscarle y me parecía inaceptable que le localizaran mientras yo dormía.
– El resto de la historia puedo imaginarlo. Tratasteis de encontrarme buscando entre las personas que se habían registrado en hoteles o apartamentos, pero no conseguisteis nada, porque para entonces yo ya disponía de una identidad falsa. Así que sometisteis a Lucrecia a vigilancia permanente y en cuanto me acerqué a ella tuvisteis mi rastro. Me seguisteis hasta el apartamento, y una vez que supisteis dónde me refugiaba pusisteis a un centinela frente al edificio mientras tú me acompañabas a distancia, para ver en qué ocupaba el tiempo. Y hubo suerte, porque en la primera de mis expediciones fui a comprar munición a un tipo del que debíais tener algunas referencias. Así que en cuanto volví al apartamento te uniste al centinela y os dispusisteis a detenerme. Por desgracia, el centinela no había sido muy disimulado y pude escaparme. Lo que no entiendo es por qué no me detuvisteis en cuanto disteis conmigo.
– Por diversas razones. Para empezar, podías tener algún socio.
– Absurdo. Debíais haberlo descartado, por mis antecedentes y lo que sabíais de mi personalidad.
– Sabíamos de tu complicidad con Lucrecia.
– Eso es una falsa impresión.
– Lo dudo. En cualquier caso, las apariencias invitaban a creeros de acuerdo. Y ésa era la segunda razón para no tener prisa por detenerte.
– ¿Por qué? ¿Qué otras consecuencias sacabas de mi presunta complicidad con ella?
– Que no eras un asesino, al menos en la opinión de Lucrecia. No es probable que alguien encubra al asesino de su hermana.
– Ni imposible.
– Lucrecia no tenía ningún motivo para estar interesada en la muerte de Claudia. Tampoco hay que complicar demasiado las cosas de entrada. Si han de complicarse ya suelen hacerlo solas.
– Como técnica de economía policial puede servir, pero no para retrasar mi detención o al menos mi interrogatorio.
– Había algo más.
– Qué.
– El cuadro.
– ¿Qué cuadro?
– No intentes convencerme de que no lo sabes. Todos lo saben en el mundillo. La música, de Gustav Klimt. No el pequeño de 1895, sino el grande, pintado en 1898 y, según la historia oficial, quemado por los alemanes en la guerra. Tu amigo Echevarría murió por causa de ese cuadro. Por encontrarlo o por inventar que lo había encontrado. Desde hace un año hay mucha gente obsesionada con el mito del cuadro perdido. Personalmente, no descarto que fuera la causa de que asesinaran a Claudia Artola. A alguien se le debió ocurrir de repente que ella podía tener el cuadro, aunque era notorio que hacía años que ella y Echevarría no formaban un matrimonio feliz. O bien hubo algo más que una ocurrencia repentina.
– Perdona un segundo. Hace tanto que estoy fuera de esto que me cuesta asimilar. De modo que todo ha sucedido por un cuadro que no existe. Pero la policía también cree que existe, y hasta imagina que yo puedo saber dónde está.
– A estas alturas, y con todo lo que ha pasado, la policía no puede desechar nada. Un tipo se medio suicida despertando la peligrosa codicia de sus enemigos, un año después su mujer es estrangulada y para acabar de enredar el panorama un antiguo camarada que llevaba una vida de ermitaño desde hace una década se planta en Madrid y se encuentra varias veces con la hermana de la difunta. Demasiado jaleo para que no haya algo detrás. No soy propenso a creer en historias fantásticas, pero lo soy menos a admitir que una sucesión de hechos tan singulares sea sólo fruto de la casualidad.
– Así que esperabais que os condujera hasta el cuadro. ¿Y por qué no seguisteis esperando?
– En cuanto supe que ibas armado pensé que tal vez me hubiera equivocado en mis suposiciones. No podía esperar a averiguarlo cuando acribillaras a alguien. Además, si te cogía con un arma y munición tenía algo de que acusarte. Eso podía incitarte a colaborar.