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Mientras escuchaba a aquel policía diligente y precipitado me maravillaba de la malvada precisión con que Pablo había calculado que yo no había de enterarme de la causa de su muerte antes de leer su mensaje escondido al final de un intrincado laberinto. Había asegurado que el padre Francisco no me diría nada, utilizando cualquier argucia, y había previsto que del resto de los iniciados sólo hablaría con Jáuregui y con Lucrecia, que tampoco me dirían nada o peor aún, me dirían lo que él quería que me dijesen. Me había puesto en las manos dados trucados, y jugando sólo con ellos había permanecido ignorante de algo que incluso aquel estudioso pero ingenuo muchacho sabía. Y ahora, una vez cumplido el juego en la manera en que el antojo de Pablo lo había dispuesto, me encontraba con la dudosa recompensa de que la situación se había invertido y era yo quien sabía de La música lo que los demás, seguramente Jáuregui y Lucrecia incluidos, no alcanzaban a soñar.

Desde aquel conocimiento solitario, sentí de pronto el deseo malsano de abusar de Ramírez.

– Reconozco, inspector, que has sido relativamente hábil. Pero detecto en tu actuación algunos errores de bulto. Primero: si estaba confabulado con Lucrecia, ¿por qué en lugar de callar acerca de mí ella dio mi nombre en cuanto la interrogaste, aunque se reservara mi apellido?

– Francamente, no lo sé. Pero esto no son matemáticas.

– Segundo: antes de apostar por mi inocencia en función de mi supuesta confianza con Lucrecia, ¿por qué no investigaste dónde estábamos los dos la noche en que mataron a Claudia?

– Lucrecia estaba en una cena con personal de su departamento. Nueve testigos. Coartada impecable.

– ¿Y yo? ¿No le preguntaste al director del balneario, durante aquella conversación telefónica?

– No. Y reconozco que eso fue una omisión imperdonable.

– Así que no tienes la menor idea de dónde estaba yo esa noche.

– No he dicho eso. Ayer volví a hablar con tu jefe, o ex jefe. Ya no esperaba que regresaras, por si te interesa saberlo. Le hice esa pregunta que se me olvidó hacer la primera vez. La noche en que asesinaron a Claudia no estabas en el balneario. Habías pedido otro extraño permiso con cargo a vacaciones acumuladas.

Me sorprendió la calma con que Ramírez dijo aquello, que era prácticamente una acusación. También me desconcertó verme cazado en mi propia trampa. Pero tuve la serenidad necesaria para preguntar:

– ¿Y cómo se te ocurrió llamar ayer a mi jefe?

– Por otro suceso singular. El último de la cadena hasta ahora. Ayer encontramos dos cadáveres en un piso de un barrio periférico. Ella se llamaba Inés Aranda. No tenía nada de particular, que sepamos, salvo que murió estrangulada, como Claudia Artola. El tipo era harina de otro costal. Óscar Larrosa, un célebre secuaz de Echevarría que llevaba un año aparentemente fuera de la circulación. Lo mataron con una pistola del nueve corto, una Astra muy antigua, un arma bastante rara. Como ésa con la que me estás apuntando. Fue como dejar el DNI, Galba. Por no faltar, no faltaban ni tus huellas dactilares. Estaban por todo el piso. Incluso te vio salir algún vecino, para rematar la faena.

Ramírez disfrutaba visiblemente. Era su momento y yo lo había procurado con ciega torpeza. Debía haber calculado que no les había sido difícil relacionarme con lo ocurrido en casa de Inés. Si habían logrado lo más difícil, nada les impedía descifrar lo que era obvio.

– Comprendo, inspector. De modo que me tenéis cogido. Todo está aclarado y todas las pruebas me señalan.

– No hay por qué ir tan deprisa.

– ¿Qué puede deteneros?

– Cuando hablé con el director del balneario, ayer por la mañana, todavía no teníamos los datos del estudio forense. Nos los dieron a mediodía. Claudia Artola e Inés Aranda fueron estranguladas por un individuo de manos muy grandes. Mucho más grandes que las tuyas. Curiosamente, las marcas concordaban perfectamente con las dimensiones de los dedos de Óscar Larrosa. Sólo se te imputa una muerte, Galba. Y tal vez tenías buenas razones para causarla. Tu situación no es tan grave, si cooperas y nos ayudas a despejar los puntos oscuros que nos quedan. Nadie va a llorar a Óscar Larrosa.

En su día me había extrañado que la policía me persiguiera. Ahora que comprobaba cuánto habían descubierto estaba prácticamente estupefacto. No atinaba a decidir si Pablo no había contado con esto o si también la posible intervención de la policía formaba parte de su juicio de Dios. En cualquier caso, yo no podía ponerme a luchar codo con codo con Ramírez. Nuestras razones para intervenir en aquella guerra eran demasiado dispares, y el fin que él perseguía no tenía mucho que ver con el que ahora me movía a mí, aunque no debía excluir que aquel policía pudiera servir a mis propósitos. Traté de transmitirle la idea:

– Demasiado fácil, inspector. Si mis problemas pudiera arreglarlos la policía hace una semana que habría ido a buscarte. Tal vez podamos ayudarnos, pero no como propones.

– Ten cuidado, Galba. Hace cuatro días no sabía qué pensar, pero ahora me consta que estás solo. Lucrecia Artola es muy poco aliado para todo lo que tienes enfrente.

– Estás empeñado con lo de Lucrecia. Debe ser que la entiendes poco, por más que la hayas investigado.

– En serio. Conozco a la gente con la que te enfrentas. Son una mezcla explosiva. Parte de ellos son desalmados profesionales, que se han pasado a esto desde el tráfico de armas o de drogas, donde ya estaban demasiado acosados. El negocio del arte es tanto o más lucrativo y mucho más seguro. A veces no hay más que hacer un cómodo viaje a una iglesia de pueblo que no vigila nadie. La otra parte son histéricos peligrosos, que no saben en qué emplear su dinero ni su poder y se afanan en conseguir lo que nadie tiene, o mejor, lo que nadie puede tener. Tampoco pueden enseñarlo, pero les da lo mismo. Es para verlo colgado en su salón privado. Además, las obras que están en el mercado clandestino corren todavía menos riesgo de depreciarse que las que están en el mercado legal. Son magníficas como inversión, especialmente si se trata de dinero sucio.

– Veo que tienes una teoría completa. En estos días no abunda la gente con perspectiva acerca de su trabajo.

– Me dedico a esto desde que empecé en la policía. Y ya he visto dos o tres de éstas. Cuando los histéricos se encaprichan más de lo habitual de algo y los desalmados se aplican a buscarlo por todos los medios. Nunca acabamos con menos de cuatro muertos. Justo los que llevamos hasta ahora. Y nunca había visto nada que despertara el interés que despierta La música de Klimt. Es lo máximo. No sólo es ilegal poseerlo. Es inconcebible. Si sabes algo de él, o cualquiera cree que lo sabes, tu vida no vale mucho, Galba.

– De eso estoy convencido. Ha sido una conversación sumamente instructiva, Ramírez, pero debemos darla por finalizada.

– Piensa en mi oferta.

– No puedo aceptarla, pero quizá estemos en contacto. Nunca se sabe a quién termina necesitando uno.

– Si tengo ocasión te detendré, antes de que compliques más tu situación. Es de justicia que te lo advierta.

– Claro, Ramírez, eres un buen chico. Contaré con ello. Ahora te dejaré aquí encerrado. Sé que no puedo obligarte a nada, pero te lo pido como favor: dame cinco minutos antes de empezar a aporrear la puerta. Prefiero no tener que dejarte sin sentido y supongo que tú también lo prefieres. Y si me fastidias la huida llevo un arma y tendré que usarla.

– Descuida, tendrás los cinco minutos.

– Una última pregunta, inspector.

– Tú dirás.

– ¿Por qué te tomaste tanto interés en esta investigación? ¿Por La música?

– No. Aunque trabaje con enfermos todavía no estoy enfermo -y al llegar aquí se interrumpió, pero finalmente, sin pudor, dijo-: Fue por la chica.