– ¿Por cuál de ellas?
– Por Claudia. Quizá no debiera confesarlo, pero aunque estaba muerta y rígida nunca había visto una mujer tan fascinante. Me obsesiona averiguar por qué razón exacta terminaron con ella.
– Me temo que Óscar ya no podrá responder a tu pregunta.
– Nunca debió poder hacerlo. No creo que él lo supiera.
– No sé qué decirte. Buena suerte, Ramírez. Me llevo tu pistola.
Antes de salir se me ocurrió que había una sospecha que Ramírez podía ayudarme a descartar. No me la había planteado seriamente, por antiestética, pero no era imprudente tratar de asegurarse.
– Otra cosa, Ramírez. Ya que hablamos de cadáveres. ¿Viste el de Pablo Echevarría?
– Sí.
No disfracé mi pregunta:
– ¿Cabía alguna duda sobre su identidad?
– Ninguna. Sólo tenía seis balazos en el pecho. Los seis de su propia pistola, disparada a unos tres metros de distancia.
– Mejor. No quiero pelear con difuntos -mentí, sembrando el desconcierto en aquel ordenado cerebro.
Mientras le echaba el candado a la puerta imaginé con una desviada voluptuosidad la escena del inspector atónito ante la belleza desarticulada del desnudo cadáver de Claudia. Sentí una punta de nostalgia, o de admiración, o de amor, o tan sólo fue un estremecimiento, al pensar que incluso después de muerta ella había ganado la batalla de la seducción en el corazón inocente de aquel joven calvo empeñoso. Aquella sensación tuvo el efecto de desorientarme momentáneamente. Ya no sabía qué estaba defendiendo, si no era a ella, ni era la memoria de Pablo, ni era el recuerdo de nuestra juventud, refutado por la suma de traiciones cruzadas. Tal vez sólo me quedaba aquello que nunca había tenido, como le había ocurrido al suboficial legionario Kempe. En su caso se trataba de La música de Klimt. En el mío, del efímero perfume de violetas de Inés. Sólo por ella podía continuar, hasta descifrar y vengar por completo su muerte innecesaria.
De regreso hacia la calle Zamora empecé a gestar mi plan. Si por ahora tenía que renunciar a Lucrecia, había alguien, aunque no fuera demasiado importante, que estaba en mis manos en todo momento. Ya era hora de utilizar a la hija de Jáuregui, y tal vez en Ramírez había hallado lo que me faltaba para poder emplearla adecuadamente.
Begoña seguía atada y amordazada. Había intentado mover la butaca, pero sin demasiada energía. Al menos no estaba en el suelo, como le habría sucedido de haberse puesto a ello desesperadamente. La desamordacé y solté sus ligaduras. Sus muñecas tenían la marca de las cuerdas. De hecho, estaban casi moradas.
– Esta vez se te ha ido la mano -me recriminó.
– No te enfades, Begoña. Hoy volverás a ver a tu padre.
Contemplé con placer su gesto de incredulidad.
– ¿Qué es lo que has conseguido? -preguntó.
– Nada, todavía. Pero voy a conseguirlo. Ahora nos vamos de aquí.
– ¿Adónde?
– Nos vamos, simplemente.
Salimos y cerré la puerta. Con la cerradura forzada, cualquiera podía entrar, registrar los armarios y, dentro de uno de ellos, encontrar el lienzo enrollado que Pablo había escrito que era La música de Klimt. Lo había tenido en mis manos hacía tres horas, después de atar a Begoña, pero ni siquiera había pensado en desenrollarlo. Ni era imprescindible que se tratara del cuadro en cuestión, para los efectos que Pablo había pretendido y obtenido, ni me importaba demasiado lo que pudiera pasarle. Ya lo recogería luego, si tenía ocasión, pero no iba a arriesgar nada por él. Tampoco tenía demasiado claro que hubiera de llevármelo, acatando el sangriento legado de Pablo.
Llevé a Begoña a un polígono industrial del extrarradio. Estuvimos un rato callejeando por allí, mientras pensaba cuál sería el lugar mejor para tender la trampa. Una vez que encontré uno a propósito, un cruce despejado en cuyas inmediaciones había dos o tres edificios altos, busqué, a un par de kilómetros, una calle sin tránsito en la que hubiera una cabina telefónica.
– ¿Se puede saber qué estamos haciendo? -indagó Begoña, en cuanto detuve el coche y quité el contacto.
– Voy a devolverte a tu padre -repuse, fingiendo satisfacción-. Pero no puedo hacerlo de cualquier forma. Ya me ha demostrado un par de veces que a pesar de su pose no es un hombre pacífico. Tengo que tomar precauciones. No te preocupes. Tu pesadilla está a punto de terminar. No es algo que otros puedan decir.
– ¿Mi padre, por ejemplo?
Construí para ella la sonrisa que acababa de ganarse.
– Eres una chica lista. Pongamos que será menos malo para él si haces exactamente lo que yo te diga. Pero no puedo prometerte que voy a quererle a partir de ahora. Quédate aquí. Tengo que hacer una llamada.
Salí del coche y me metí en la cabina. Marqué el 091. Una rutinaria voz femenina respondió al otro lado de la línea.
– Buenas tardes. Quería hablar con el inspector Ramírez.
– ¿Es una emergencia?
– No, soy un amigo suyo.
– Entonces, ¿por qué llama a este número? Aquí no estamos para dar recados personales.
– Lo siento, he perdido su teléfono.
– ¿Ramírez ha dicho?
– Sí.
– Un momento.
Al cabo de cinco segundos la voz preguntó:
– ¿Eduardo Ramírez?
– Sí -creí recordar.
La voz me dictó siete cifras y advirtió:
– Y esta vez guárdelo bien.
– Gracias.
Marqué el nuevo número. Desde el coche, Begoña me observaba atentamente.
– ¿El inspector Ramírez, por favor?
– Un momento.
Reconocí la voz que contestó perezosamente:
– Ramírez.
– Tengo algo para ti, inspector.
– ¿Quién es?
– Galba.
– ¿Dónde estás?
– No me hagas perder tiempo. No voy a dejar que me localices. Limítate a escuchar. Si quieres cazar al que ordenó la muerte de Claudia Artola voy a entregártelo. También yo me entregaré. Espero que haya comprensión para mi caso.
– Descuida.
– Yo llegaré en un coche rojo pequeño, y él en un deportivo blanco. Dentro de cinco horas justas en el polígono de Fuencarral. Apunta la calle.
Le di las señas del cruce y agregué:
– Te doy tiempo para que despliegues por allí a tu gente. Que sean discretos. Organízalo bien, que me juego la vida.
– Galba, espera un momento.
– Ya lo sabes todo. No me falles, Ramírez, porque no tendrás otra oportunidad como ésta. Convence a quien tengas que convencer. Adiós.
Regresé junto a Begoña.
– ¿Ya está? -preguntó.
– Más o menos. ¿Tienes hambre?
– ¿Te parece que puedo tenerla?
– Yo sí la tengo, al menos. Vamos a buscar un bar.
Arranqué y fuimos a una especie de restaurante. Al principio tuve la tentación de entrar a comer tranquilamente. Pero tampoco había que excederse.
– ¿De qué quieres el bocadillo? -interrogué.
– De lo que haya -repuso, mirando a otro lado.
– No te muevas de aquí. Sería una tontería por tu parte, ahora que queda tan poco.
Compré dos bocadillos de jamón y dos cervezas. Durante toda la operación no le quité el ojo de encima a Begoña, pero no intentó nada. Al cabo de un par de minutos volví al coche y lo llevé otra vez junto a la cabina telefónica. Allí despachamos los bocadillos y las cervezas en silencio. Cuando hubimos terminado, sugerí:
– Ahora podemos echar una siesta. Tenemos tiempo.
Begoña me miró con curiosidad.
– ¿Qué ha pasado esta mañana? No te he visto tan confiado desde que empezó nuestra accidentada relación.
– No te dejes engañar. Soy un hombre sin ilusiones.
– Me gustabas más cuando me parecías indefenso.
– No se trata de gustarte.
– Es una lástima. Que siempre se imponga lo feo, quiero decir.
– Al menos no podrás decir que no he jugado limpio. Desde el principio supiste cómo eran las cosas.