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– Sus intenciones son muy loables. Pero yo ya he perdido el impulso. En ese sentido veo que soy más viejo que usted. Creo que incluso me arrepiento de tener esos sueños encendidos, lo que a usted seguramente no le ocurre.

Don Eladio se rió con franqueza.

– Amigo mío, estoy convencido de que cuando cometió sus crímenes era mejor de lo que es ahora. He aquí una última razón a mi favor. Seguro que era más listo, por ejemplo. Hemos charlado muchas veces, en todos estos años, y a pesar de eso, nunca habíamos descendido a las profundidades de hoy. ¿Por qué? No es que yo me ablande al envejecer, ni que una hermosa noche de primavera baste para derribar mis defensas. Soy un paciente antiguo, tengo confianza con la telefonista. Sabía que una mujer joven le había llamado hoy. Ahora puedo suponer además quién era esa mujer, y que no cree todo lo que me ha dicho.

Dudé entre ofenderme y reconocer su astucia. Opté por una vía intermedia.

– Ahora comprendo mejor -admití-. Pero sigo sin entender por qué se siente usted llamado a participar en este asunto, don Eladio.

– Disculpe la falta de consideración. Soy demasiado viejo para ser educado. Ya no tengo más vida que la que consiga robar, y desde hace años me olía que en este cementerio usted era la única víctima posible. No podía dejar pasar la ocasión. En cuanto a esa mujer, recupérela, húndase en ella hasta el final. Nunca hay que dar la espalda al enemigo, ni en la guerra ni en el amor. Los cobardes debemos observar con especial celo esta regla. Es menos dañina que las consecuencias de quebrantarla.

– Si supiera lo que me está pidiendo sería usted un individuo diabólico.

– ¿Quién le asegura que no lo soy? He cantado a gritos esa canción demencial, y lo que es peor, he llegado a ser de corazón un novio de la muerte -concluyó, con alegría, mientras se levantaba-. En fin, no le molesto más. Ya es la hora en que los viejos deben ir a la cama. Total, para qué. ¿Sabe? Con mucho, lo peor de la vejez es el insomnio. Ser consciente de todo ininterrumpidamente es un suplicio. Nunca moleste a un viejo que ha logrado quedarse frito en un sillón. Es como quitarle la teta a un lactante. Ya me contará, si quiere. Aunque lo mejor que puede hacer por mí es que pasado mañana o dentro de tres días alguien me diga que usted ha desaparecido, sin dejar recado.

Le observé alejarse, vacilando sobre su bastón, muy tieso en su traje beis. Recordé lo que me había dicho una vez una enfermera, una gorda insensible de ásperas manazas rojas. Don Eladio tenía una herida de guerra. Le habían volado un testículo con un proyectil del 7.62. La gorda no estaba segura de que eso le hubiera dejado impotente.

Lo que don Eladio no se había detenido a pensar era que el insomnio no es patrimonio exclusivo de los ancianos. Ya en mi habitación, resignado a no acostarme siquiera, cogí un libro y me senté a leerlo en la butaca. Podía ser César Vallejo:

Me moriré en París, con aguacero,

un día del cual tenga ya el recuerdo.

Pero en seguida me di cuenta de que no era aquello lo que pretendía leer. Me costaba aceptarlo, y todavía me costó más ir hasta el cajón donde había guardado el sobre y desenterrarlo de entre todos los papeles que había amontonado deliberadamente encima. Pero lo hice. Saqué las cuartillas y las desplegué. La pulcra caligrafía de Pablo se alineaba en apretadas hileras que cruzaban a una misma altura los rabos inferiores de unas letras con los superiores de otras. Mientras me disponía a comenzar la lectura me vino a la memoria una escena muy lejana. Pablo y yo estábamos ante un tablero de ajedrez. La posición pertenecía a una vieja partida, de Capablanca, quizá. Pablo trataba de hacerme percibir la sutil violencia ofensiva de aquella posición. La dama negra estaba al fondo del tablero, y entre ella y el enroque del rey blanco se interponían dos piezas propias y un alfil contrario. Al cabo de dos movimientos, a partir de un sacrificio magistral, la dama, sin moverse del sitio, con su sola fuerza, asfixiaba el corazón del enemigo. El resto era pura rutina para las negras, que podían maniobrar tranquilamente hasta aniquilar al rey atrapado. Pablo había dicho, después de explicarme todo lo que surgía de aquella posición: Está quieta, está oculta, está lejos, pero su potencia, bien dirigida, es mortal. La lírica del ajedrez es que a esta pieza la considera femenina. Tratando de sacudirme del cerebro la persistente imagen de Claudia, empecé a leer:

Lo más difícil es buscar la fórmula adecuada para empezar. ¿Tendría que decir «Querido amigo»? ¿Tendría que ahorrarme el «querido», el «amigo», o ambas cosas? Hace mucho que no te escribo, y sin embargo no me sale decirte otra cosa que lo mismo de siempre, aunque tantas cosas hayan cambiado alrededor y entre nosotros. Por eso, y porque renuncio a forzarme, te digo simplemente: hermano.

Cuando recibas esta carta yo ya no estaré en el mundo. O si prefieres decirlo de otra manera: si la recibes, será que ya no estoy. Habrá llegado el momento, de verdad, después de los múltiples sobres cerrados que intercambiamos a lo largo de nuestra amistad para ser abiertos en caso de que uno de los dos desapareciera. Al final siempre nos impacientábamos, o decidíamos cambiar el testamento, y nos autorizábamos a elegir entre abrir o quemar el sobre viejo. Si yo no recuerdo mal, siempre lo quemábamos, quizá porque siempre nos gustó el fuego y nos dolieron las palabras. En mi caso, y creo que puedo suponerte a ti la misma razón, lo que me movía a quemarlo era el miedo de que tu escrito no resultara lo suficientemente sublime. Comprenderás cuánta responsabilidad asumo al tenderte esta trampa, al asegurarme de que esta última voluntad será leída.

Antes de dirigirme a ti tengo que recordar que los últimos diez años no han transcurrido. Que nada de lo que los ha llenado nos es común, y que nada, por tanto, debo introducir en esta carta. No me asusta ese esfuerzo. A lo que temo es a lo que tú habrás vivido, a lo que a ti pueda impedirte entenderme. No excluyo que tu memoria haya permanecido tan fiel como la mía, o todavía más fiel, a las desdichas y venturas que compartimos. Pero soy yo quien está aquí, indefenso ante el papel. Soy yo quien asume el riesgo de regresar, sin haberme cerciorado antes de que sea probable o justo.

Te preguntarás por qué recurro a ti, después de tantos años de separación y no pocas heridas sin cerrar entre ambos. No sé qué haces ahora, con quién hablas, si hablas, a quién quieres, si es que quieres a alguien. Por eso no puedo saber si a ti te ocurrirá algo parecido a lo que a mí me ocurre. A menudo estoy rodeado de personas que discuten con vehemencia. Es imprescindible hacer esto, no podemos consentir aquello. Les miro exaltarse, veo las venas hinchadas en sus cuellos, los rostros congestionados. Y siento unos deseos feroces de sacar el revólver; de hacerlos callar para siempre y pasar el resto de mi vida leyendo las cartas que me escribiste hace un par de siglos. Antes esto ocurría de vez en cuando, y podía llamarlo un deseo abstracto. Ahora me pasa cada dos por tres, y ya me he sorprendido en alguna ocasión acariciando la culata del revólver mientras el alma se me ponía demasiado soñadora.

Hay cosas que nunca pude ofuscarme lo suficiente como para no ver. Ni cuando supe de esa pequeña afrenta que tanto sobreestimamos tú que la causaste y yo que la sufrí, ni cuando decidí la venganza que a causa de lo anterior; equivocadamente, te creíste obligado a perdonar. Y una de esas cosas era que, al cabo de todo, la única persona en quien podría confiar para cualquier acto realmente decisivo seguirías siendo tú. Por una razón todavía más fuerte que el afecto: porque ambos hemos aprendido juntos la misma forma torcida de entender el mundo, y porque cuando sucedieron los estúpidos accidentes que nos separaron ya éramos viejos para recuperar la posibilidad de aprender otra manera en otra parte. Eso hizo más glorioso el maldito daño que nos hicimos, hermano, pero también nos abocaba a esta carta que quizá sea una rendición. En cualquier caso, no me arrepiento de rendirme sobre tu hombro. Quién iba a merecerlo, si no. Hasta para la zorra de mi mujer éste es un razonamiento evidente.