– Qué me importa la limpieza. Habría preferido un engaño interesante.
– Lo siento, Begoña. En mi próxima vida moriré por ti. A ésta has llegado tarde.
La vi pensar y tuve miedo de sus pensamientos. La vi construyendo mentalmente la frase y tuve miedo de su voz.
– No te pido nada, ni siquiera que lo sientas -murmuró.
– No merece la pena, Begoña.
– Vamos, hombre devastado. Es lo menos que puedes hacer.
Sus ojos se habían puesto brillantes y su cuerpo se aproximaba, casi imperceptiblemente. Era demasiado hermosa para negarse a tomarla, aunque ahora pesaran en mi conciencia tantas cosas que la volvían pequeña y errónea. Begoña estaba acostumbrada, sin duda, a adivinar cuándo un hombre la deseaba. Pensé mezquinamente que no era indispensable descender hasta la arena en que ella podía humillarme, que podía salir ileso de aquel desacierto al que me estaba invitando. Olvidándome de quién era ella y de quién era yo llevé mi mano hasta su nuca. Aparté sus cabellos y toqué su piel tibia. Atraje hacia mí su cabeza y la besé con la desesperación que nunca había podido darle ningún adolescente. Begoña se entregó a aquella ceremonia simulada con toda la energía de su belleza hambrienta de significado. Yo sabía lo que estaba buscando y no me importó si creía o no que lo conseguía. Aquel abrazo era una manera como cualquier otra de pasar el tiempo que me quedaba antes de deshacerme de ella. Al fin y al cabo, una manera menos trabajosa que seguir hablando. Por eso, dejé que se consumiera su pasión extraviada y después la tuve quieta y caliente sobre mi pecho. Yo había sido tan joven como para haberme entregado como una fiera a las muchachas como aquélla, pero ahora, y la sensación no era del todo desagradable, comprobaba que podían aburrirme con una infinita suavidad. No era mi triunfo sobre ellas, sino una sosegada forma de redondear la derrota.
Durante la última hora estuve constantemente pendiente del reloj. Veía avanzar la manecilla como si fuera barriendo porciones de mi alma, disfrutando de aquella calma tensa que discurría hacia algo que por primera vez en tanto tiempo yo había dispuesto. Saboreé la soledad del artífice con la misma delectación torcida con que debía de haberla saboreado Pablo mientras tramaba su celada. Pero mi placer era doble, después de haber sido un juguete del capricho ajeno.
Al fin llegó el momento. Me quité cuidadosamente a Begoña de encima, salí del coche y entré en la cabina. Marqué el teléfono de Jáuregui. Una voz desconocida gruñó:
– Diga.
– Quiero hablar con Emilio Jáuregui.
– ¿Quién es?
– Soy su hija.
La voz tartamudeó una especie de reproche antes de enmudecer. A los pocos segundos, Jáuregui estaba al aparato.
– Escúchame, maldito cretino de mierda -empezó a rugir.
– Con calma, Emilio. Te va a dar una angina de pecho.
– Acabaré encontrándote, cabrón. No te va a reconocer ni tu puta madre, cuando termine contigo.
– Ella menos que nadie, por desgracia. No tengo tiempo para sostener un debate contigo, Jáuregui. Ni tú tampoco.
– ¿Qué hostias quieres, idiota? Dímelo y te lo daré. Después ya puedes esconderte bien, por la cuenta que te trae.
– Mis peticiones son modestas. Soy una persona muy sencilla. Tienes quince minutos para estar en esta calle. Toma nota.
Le di las señas que le había dado a Ramírez.
– Vendrás en el deportivo blanco de tu hija. Solo. Yo apareceré con ella en un coche rojo. Si algo no me gusta lo teñiré de rojo también por dentro. Con la sangre que haya en la cabeza de tu hija.
– Hijo de perra. ¿Cuánto quieres que lleve?
– Cinco duros. Cogidos con los dientes. Te quiero a ti, precioso. Date prisa. Ya sólo te quedan catorce minutos. Si no estás a esa hora la mataré. Sabes que me sobran razones.
Colgué. Estaba muy tranquilo. Después de haberlo planeado, después de ponerlo en marcha, todo sucedería por sí solo, al margen de mí. Volví al coche, con Begoña. Todavía estaba adormilada, aunque me había estado espiando mientras hablaba con su padre.
– ¿A quién has llamado?
– A un amigo. Me aseguraba de que tu padre ha cumplido su parte.
– No sabía que tuvieras amigos. Ahora le matarás, ¿no? ¿Cómo lo harás? ¿Usarás mi cuerpo como parapeto?
– Te equivocas, Begoña. Vas a ir tú sola. A menos que seas tú quien le mate, no le pasará nada.
– No te entiendo.
– Te devuelvo, simplemente. Por el momento me conformo con que tu padre me entregue algo que quiere casi tanto como te quiere a ti. Te cambio por un rehén más cómodo. Ya ajustaremos cuentas más tarde.
– Me estás engañando.
– En absoluto. Vas a comprobarlo ahora mismo. Te voy a dejar el coche y te diré dónde puedes encontrarte con tu padre. No tienes más que coger el volante y correr hacia él. Yo me quedaré aquí.
– No puedo creerlo.
– No me gusta secuestrar muchachas. El trato que hemos hecho es un arreglo bueno para los dos. Tu padre te recupera a ti y yo no tengo que vigilarte. Y gracias al cuadro me aseguro de que él y yo seguiremos en contacto hasta que resolvamos nuestras discrepancias.
– ¿Qué cuadro?
– Pregúntaselo a él, cuando le veas. Me alegro de haberte conocido, Begoña. Me has dado más de lo que yo te he dado a ti. Ahora escúchame bien. Si has estado atenta durante el paseo que estuvimos dando antes por el polígono no te costará llegar al sitio que he acordado con tu padre.
Escuchó con asombro mis indicaciones, sin entender que aquello era la despedida. Antes de bajar del coche, le dije:
– Ve despacio y no te pongas nerviosa. Cuando llegues al cruce, si no está ya tu padre allí, paras el coche y le esperas. Sin miedo. No te sucederá nada. ¿Te pido un imposible si te pido que confíes en mí?
– Me parece que no tengo otro remedio.
– No pongas esa cara de cordero. Estás a salvo. Tú no tienes nada que ver con esto. Vamos, arranca.
Salí del coche y cerré de un portazo. Begoña me seguía mirando, sin decidirse. Di media vuelta y empecé a alejarme, calle abajo. A los diez o doce pasos oí el sonido del motor. No me volví para verla irse. Imaginé las dos luces rojas empequeñecerse hasta llegar a la intersección y allí, después de un instante de vacilación, torcer en dirección a la trampa. Pero no me sentía culpable, porque no le había mentido en nada decisivo, y Ramírez sabía a qué coche debía evitar que disparasen.
Todo podía fallar, pero tenía el presentimiento de que nada fallaría. No iba a hacer nada para cerciorarme; lo leería en los periódicos del día siguiente. Caminé hasta la carretera. Quería un coche grande, que corriera y en el que cupiera, por si acaso, un cilindro de metro y medio de largo. Mi corazón estaba melancólico, pero me sentía capaz de todo. Cuando vi aproximarse algo que podía servirme me coloqué en medio de la calzada. El coche frenó y me acerqué a la puerta del conductor con la pistola en la mano.
– Fuera.
Era una mujer de unos cincuenta años, que no opuso ninguna resistencia. Arrojé la pistola sobre el asiento del copiloto y ajusté sin prisa los retrovisores y la posición del asiento. Pocos minutos más tarde, mientras atravesaba el paisaje encantado de la ciudad anochecida, recé sin humildad para que me fuera dado encontrarme con Lucrecia.
14 .
No había demasiado tráfico, así que atravesé la ciudad por el mismo centro. Recorrí a toda velocidad las amplias avenidas de mi memoria, sin tiempo ni inocencia para creer que eran o habían sido mi hogar. Pasé por Recoletos, bajé por el Paseo del Prado y torcí a la izquierda en Neptuno, dejando atrás la quieta soledad del dios marino y a la derecha la fachada Norte del museo. Superé los Jerónimos y bordeé el Retiro hasta su límite meridional, atisbando antes de rebasarlo una fugaz e irreal imagen nocturna de la calle que sube hacia el Ángel Caído. Temiendo que aquel trayecto hubiera perjudicado mi resolución y comprendiendo borrosamente que nunca más lo repetiría, aceleré hasta Atocha y desde allí me dejé ir hasta la autopista de circunvalación.