– Vas a estar muy solo. Todos los asesinos lo están.
– Hace tiempo que estoy solo. Diez o cuarenta años.
Sin bajar la cabeza, sin dejar de escrutarme desdeñosamente, reflexionó durante un segundo.
– ¿Sabes algo, Galba? -sonrió, perversa-. Pablo era mejor que tú, en todos los aspectos. Tenía encanto, imaginación, en fin, cualidades. Sólo le sobró enredarse en Claudia. Tú, en cambio, encontraste en ella tu destino. Tu desgracia es que siempre pasas por los sitios después que él. Su recuerdo es más fuerte que tu presencia.
– No trato de seducirte. Voy a matarte, Lucrecia, y para eso no necesito ser mejor que nadie. Me basta con esto que tengo en la mano.
Caminé hasta ella. La tumbé de un empujón y me senté a horcajadas sobre su vientre. Cogí la almohada y se la puse sobre el pecho. Sus ojos de color indefinido estaban clavados en mí. Una náusea intermitente me desasosegaba el estómago.
– Hay algo que no sabes -dijo.
– Ya no te queda tiempo.
– Yo le maté.
– ¿Qué?
– Yo le pegué los seis tiros, con su propia pistola. La puso en la mano y me lo pidió. Quiero que lo hagas tú, me suplicó. Y lo hice.
Fue entonces, ante la torva complacencia que exhibía aquel rostro, cuando la luz penetró en mi conciencia y le infundió un sentido que tal vez no era justo, que acaso insultaba la realidad y que sin embargo resultaba demasiado intenso y exacto para que me cupiera o me quepa ahora otra cosa que acatarlo. Después del largo sendero de ruina que había tenido que recorrer, dejándome el pellejo y acumulando miserias, en la mirada de aquella mujer adversa encontré de pronto tendida la mano de mi amigo, no del que me había engañado y puesto en peligro, sino del que contra el seísmo de su razón había confiado en que terminaríamos juntos. Comprendí en qué consistía el juicio de Dios, y supe para qué estaba allí. Iba a matar a Lucrecia, pero no para vengarme de Pablo, como había estado creyendo, sino para vengarle. Los sucesos y las ofensas que nos habían separado se desvanecían, volvíamos a ser uno porque yo había llegado hasta allí para que su muerte no quedara impune, para destruir a aquella mujer en la que él, tendiéndole su arma, había decidido encarnar todo cuanto le había atormentado hasta el suicidio. Monté la pistola. Ahora tenía la razón y el derecho que ella había estado negándome. Regresaba al principio incontaminado de los tiempos, a cuando podía sentir bajo mis actos el fundamento de estar peleando por mi hermano. Recordé su primera carta: Lo que hagas, hazlo por ti. No podía culparle, porque ésos habían sido sus términos y cualquier inadvertencia o exceso que yo hubiera consentido era mi exclusiva responsabilidad. Ahora era plenamente consciente, y lo que venía a continuación iba a hacerlo por los dos.
Vacié el cargador contra la almohada, mientras a Lucrecia se le caían los párpados y se le mustiaba el gesto. Inevitablemente me acordé de mi abuelo, que también había matado a una mujer con aquella pistola, ochenta años antes, bajo una chumbera a medio camino entre Melilla y Monte Arruit.
15 .
Pude escapar del edificio sin que me vieran los ocupantes del coche azul. Después fui a la calle Zamora y recogí la tela que ahora no dudaba que sería La música de Klimt. A medianoche estaba a doscientos kilómetros de Madrid y antes de que amaneciera había llegado a Lisboa. Nadie me paró en la frontera.
Me alojé en un hotel del Chiado durante tres o cuatro días. Leí en un periódico de Madrid que Jáuregui había sido detenido y que Begoña estaba sana y salva y en libertad sin cargos. También leí que se me acusaba de la muerte de Lucrecia y que el jefe policial encargado del caso no terminaba de discernir mi móvil. Pero por encima de esta incertidumbre estaban mis huellas y el sello inconfundible de mi pistola, supuse. Junto a la noticia se publicaba la foto de mi último DNI verdadero y otra tomada de alguno de los documentos falsos que había estado utilizando. La primera fotografía era de hacía nueve años y en la segunda aparecía con unas gafas de montura gruesa, siguiendo las indicaciones del falsificador. Si me dejaba barba nadie podría identificarme jamás, al menos por aquellas fotografías.
Después de los primeros días en Lisboa remonté el curso del río hasta llegar a un pequeño pueblo que se extendía entre su orilla y unas colinas. Encontré al pie de éstas una casa apartada que estaba a punto de derrumbarse. Logré comprarla y la reconstruí. Al cabo de algún tiempo ingenié un modo de ganarme la vida. Asumí la identidad de uno de los dos DNI falsos que me quedaban y desde entonces he de arrostrar el nombre de Hipólito y un apellido irreproducible. Tuve una mujer portuguesa, pero ya hace treinta años que llegué y cinco que ella está enterrada en el pequeño cementerio blanco que hay junto a la curva del río.
He recordado minuciosamente lo que ocurrió porque dentro de no mucho tendré que morir. Tal vez no sea necesario, incluso he sostenido durante décadas que de nada servía difundir la verdad. Pero ahora que la vida se me acaba soy más débil y más sentimental. No querría que cuando encuentren el cuadro que hay en la habitación más secreta de mi casa, en la que sólo alumbra de vez en cuando la luz artificial que enciendo para contemplarlo, imaginen una historia diferente de la que lo hizo llegar allí. Puedo soportar que no entiendan lo que me ha unido a esa pálida mujer de oscuros cabellos, pero no que lo confundan con lo que nunca fue. De pronto siento la necesidad de que se sepa que de sus evanescentes rasgos y de su mirada diáfana he alimentado, tarde tras tarde, el preciso recuerdo de aquella efímera Inés que murió por designio imprudente de Pablo. Que mirando su cabellera densa he sabido que Inés era otra, pero no por ello he dejado de reconocer en la pintura el signo de los dioses que me reconcilia con mi hermano por encima de su crimen.
También necesito que Lucrecia y Claudia sean recordadas. Porque en ellas nos equivocamos, porque en una naufragó nuestra juventud y en otra nuestra madurez y al final, pese al error y al dolor, en ambas nos reunimos. Porque eran inadecuadas pero hermosas, cada una a su manera, y de este mundo en el que nada es propicio no puede amarse más que la belleza o el imposible.
He escrito para contar lo que pasó, pero no para acusar o arrepentirme. Nadie puede decir que lo que hice o hicieron otros estuvo mal hecho. Los actos se suceden y llaman los unos a los otros insondablemente, y someterlos a juicio, como a menudo los sometí mientras los presenciaba o ejecutaba o después de presenciarlos o ejecutarlos, es una grave inconsistencia. Cuanto he juzgado en estas páginas no es mi juicio presente, sino la memoria de lo que juzgué. Ahora me siento tan incapaz de condenar los actos dañinos de otros como autorizado a absolver los míos. No hay nada malo en hacer porque no hay otro modo de vivir. Quizá lo malo sea vivir, pero eso es irremediable.
Sin embargo, merece la pena escribir y contarlo todo para que conste que entendimos dónde hemos estado y dónde, por el contrario, habríamos debido estar. Durante estos años he recordado con frecuencia una tarde o el residuo de varias tardes de otoño, cuando Pablo y yo paseábamos juntos sobre las hojas caídas, antes de conocer a Claudia y todo cuanto habría de exiliarnos de nosotros mismos. En mi recuerdo hace viento y el cielo está teñido de un gris claro y uniforme, como corresponde a noviembre en Madrid. Llevamos abrigos oscuros y zapatos gruesos. Pablo fuma y yo, que no fumo todavía, masco sin deseo un chicle al que ya se le ha pasado el sabor. El aire revuelve nuestros cabellos aún abundantes.
Ninguno de los dos habla. Pablo se apoya en el tronco negruzco de un árbol y mira la tarde dando largas caladas a su cigarrillo. Yo miro cómo mira la tarde y de pronto lo veo todo. Veo la tarde, le veo a él y me veo a mí mismo viéndolos. Y sueño que sólo consentiremos en desear al ángel o demonio que sea capaz de vernos sin destruirlo, de dejarse observar sin arrebatárnoslo.