Cuando todavía nos hablábamos, atribuíamos la responsabilidad de nuestra comunión a muy diversos argumentos. No puedo encontrar uno solo que deba considerar abolido. En rigor, si repasamos todo lo que ha habido desde entonces, nada basta para desmentir la más endeble de aquellas teorías. Convendrás conmigo en que nuestro vínculo lo hemos intentado disolver de forma artificial y probablemente innecesaria, sobreponiéndonos al impulso de nuestra naturaleza. Nada, ni lo que pasó ni lo que hubiera podido pasar, habría sido nunca tan grave como para justificar una renuncia consistente. Yo no he podido renunciar a ti, aunque he sabido respetar tu desaparición, y dudo que tú me niegues el derecho a escribirte esta carta. Si no lo dudara, no la escribiría. Habría tenido que sacar el revólver y dispararle a alguna cara congestionada. Algún cretino te debe la vida por ahí.
En los últimos tiempos vienen a inquietarme una serie de signos. Algunos son ridículos; otros me impiden dormir por la noche. Entre los ridículos puedo mencionar que cada vez tengo el pene más pequeño. Entre los otros, que un infeliz a quien siempre me he complacido en despreciar de la forma más humillante empieza a mirarme con condescendencia. Lo del pene no sé qué significa. Lo del infeliz sí. Tú también lo sabes, porque juntos le pusimos nombre, a ésta como a tantas otras cosas. Es la hora del lobo. Recuerda: viene en mitad de la noche, de una noche que pudiera ser como otras, tranquila o anodina. Pero el hombre se levanta y camina hacia el acantilado. Las olas rugen abajo, desatándose contra las rocas, frías y tenaces. Todo está oscuro; en la hora del lobo no hay luna, porque es una noche de naufragios. El hombre mira hacia la oscuridad, hacia el estrépito, hacia el frío, y el mar le mira a él con los ojos vacíos de todos los ahogados entre sus dedos de espuma. Es la hora del lobo, no hay escapatoria. El hombre siente que hasta la más insignificante hierba que pisa le condena. No intenta huir. Los que le ven irse noche tras noche a partir de entonces hasta el acantilado, no lo entienden. Unos pocos lloran de la rabia de no entenderle, y eso es lo máximo que el mundo hace por él. Sólo los tontos y los canallas saben hacia dónde camina. Cuando la concebimos imaginamos cuánto debía herir esa soledad. Ahora puedo asegurarte que no nos equivocamos.
No voy a importunarte con los detalles. Puedes adivinar de qué modo me he buscado el infierno que ahora tengo encima. Por otra parte, me consta que en buena medida tu huida lo fue también de toda esta mierda en la que caímos sin merecerlo. Te parecerá tal vez ridículo que me aferre a esta idea, pero nunca he dejado de creer que teníamos todas las bazas para ganar algo mejor. Una juventud melancólica y generosa, la dosis mínima de talento. No envidiábamos a los que con todo eso y unos años en la universidad y un relajado sentido de la dignidad personal se ganaban una mujer bien proporcionada, una vivienda con garaje y un deportivo alemán en el que soñaban, mientras la música flotaba inútilmente en el atasco, que algún día tenían una tarde entera para sí y acertaban a recordar cómo habían amado a Mozart. Pero tampoco envidiábamos a los indeseables entre los que al final acabamos viviendo y yo voy a morir. A veces me pregunto cómo habríamos sido exactamente si hubiéramos sido como debíamos. Me cuesta encontrar indicios, fuera de los cementerios, y aun en éstos no encuentro más que tres o cuatro, inseguros como todo aquello que se conoce indirectamente y a través de una barrera de tiempo. No sé si es que mi empeño es demasiado difícil o si es que yo ya me he corrompido demasiado para imaginarlo.
De todos modos, tuvimos tiempo de vivir cosas grandes. Incluso me siento capaz de escribir esta noche que la vida es maravillosa, y sin hablar de oídas, como quienes gustan de gastar demasiado esa palabra: tú y yo lo hemos tocado, antes de que todo empezara a volverse feo y desparejo. Podría quedarme en esta basura, pero no soy de esos desgraciados que se echan a la espalda el deber de ser también ignorantes para consolarse. Siempre hay una hermosa y cálida muchacha en flor sobre la arena de la playa, aunque yo haya caído en Claudia. Aún más: ella fue alguna vez la muchacha en flor. Decididamente, la vida es demasiado complicada para despacharla en un aforismo lúgubre.
De sobra sabes que poseo un alma inmunda. Por ello no te extrañará lo que constituye el propósito principal de esta carta, que no es otra cosa, ecuánimemente entendido, que un vil abuso de confianza. De tales abusos está repleta la historia de nuestra amistad. Te recuerdo cumpliendo escrupulosamente todos y cada uno de los compromisos que asumías ante mí, sin utilizar jamás la sólida y siempre disponible excusa de mis reiterados incumplimientos. Con cualquiera tendría que eludir esta desfachatez, pero entre tú y yo hay demasiados sobreentendidos, y más vale reconocer francamente lo que de otro modo deducirías. Entre otras razones, así puedo suplicarte, como mínima decencia, que me perdones por prevalerme una vez más de esta asimetría entre ambos de la que sólo yo saco ventaja y en la que son para ti todos los inconvenientes.
En cualquier caso, jamás se me ocurriría dirigirte mi petición si no se refiriera a algo que nos ha sido común. Algo en lo que tú pusiste tanto apego como pude poner yo, pero que el destino, erradamente, depositó en mis manos que ya no podrán seguir custodiándolo. Sin duda debo estar velando prioritariamente por mi interés, puesto que ése ha sido siempre el motor de mis actos, y es probable que a estos efectos nada cambie el hecho de que ya no vislumbre ninguna razón por la que nada deba interesarme. Sin embargo, pretendo creer, y quizá honradamente, que con esta carta, lejos de limitarme a imponerte una obligación en mi favor, trato también de señalarte un derecho que puedes ejercitar sin traba cuando yo ya no esté; un derecho que en realidad no he sido nunca nadie para negarte, y que acaso olvidarías si no reclamara ahora tu atención.
Se trata, naturalmente, de Claudia. Ambos la conocemos lo suficiente como para que pueda ahorrarme cualquier comentario caritativo sobre su situación, pasada, presente o futura. Todo lo que ha tenido y tendrá lo habrá merecido, porque ella no es como nosotros, que normalmente dejábamos que nos sucedieran las cosas. Ella siempre ha determinado los acontecimientos, para bien o para mal. Pero afortunadamente no hace falta que suscite tu lástima para convencerte de la necesidad de cuidarla, como ni siquiera tendría que convencerte de esa necesidad para pedirte que lo hicieras. Cuando yo era un adolescente cumplí dos años de abnegado sufrimiento por una dulce muchacha rubia que se había limitado a valerse de mí para colarse en un local para el que no tenía edad, y a la que sólo volví a ver dos tardes más, una hermosa e incomprensible y la otra, la última, penosa y desbaratada. A cualquiera le resultaría cómodo reírse de mi estupidez, pero tú tendrías que recordar antes de hacerlo que lo único que te diferencia de mí es que tu muchacha era morena y sólo la viste dos veces. Como a ambos nos consta sobradamente, podría multiplicar los ejemplos. El hecho es que cuando las cosas eran bellas para nosotros solían ser también desproporcionadas. Ahora que ya no hay belleza, por lealtad a nuestra memoria de ella, tienes que asumir esta otra tarea desmedida: velar por Claudia. Sin duda se trata de una especie de degeneración, pero no vamos a escandalizarnos por eso. Las mejores leyes siempre acaban sirviendo a fines devaluados.
Ya puestos, voy a permitirme descender a detallarte la manera de cumplir el encargo. No vayas inmediatamente a ella. No la busques, no te interfieras en su vida. De momento estará a salvo. Cuando las cosas empeoren, y sólo si es necesario, será ella quien reclame tu ayuda. Te aseguro que sabrá cómo hacerlo, en el momento adecuado; eso corre de mi cuenta. Cuando te llame tendrás que acudir, y deberás estar dispuesto a hacer lo que te pida. También corre de mi cuenta que ella sepa exactamente qué pedirte para conjurar el peligro. Puede que no sea fácil, y menos para ti. Pero no tendrás margen para pensarlo. Si titubeas, no habrá esperanza para ella. Lo que recuerdes de este juego te basta para comprender que los movimientos serán rápidos e implacables. Lamento que tengas que regresar; pero todo estará en tus manos.