Выбрать главу

Entramos en el local y dejé que eligiera una mesa en un rincón apartado, lejos de la luz. Ella tenía sus razones para preferir ése y yo las mías para que esto fuese como ella prefiriera. Mientras nos sentábamos, traté de disuadirla de la idea que traía:

– No me fiaría del café de este pueblo, si fuera tú.

Aguardó a que el camarero se acercara, sin responderme y sin apartar los ojos de sus gafas ahumadas, con las que sus dedos jugueteaban sobre la mesa. Cuando el camarero esgrimió su lápiz, se apresuró a pedir:

– Yo lo quiero solo.

– A mí me trae un whisky, sin hielo -dije, esquivando su dardo.

Antes de que el camarero se hubiera separado un par de metros, Claudia comentó:

– Empiezas temprano.

– No lo suficiente. Para ser un alcohólico hay que llegar a desayunarlo. Pero todavía estoy lejos de sentir ese desasosiego en el paladar al levantarme. Una sensación que tú podrías describir mejor que nadie, por lo demás.

– Eres un inocente si piensas que el alcohol me dominó alguna vez. Siempre he sido dueña de mis vicios, aunque a ti te cueste concebir que eso es posible.

– Desde luego que me cuesta. Si el mundo es una cuestión de flores e insectos, yo nunca he tenido pétalos.

– Qué pena que la verdad no quepa en una metáfora. Habrías sido un sabio, Juan, y no el último de los desprevenidos.

– No abuses de mí, Claudia. Sabes que no puedo discutirte ciertas cosas.

El camarero interrumpió este duelo idiota, que yo sostenía sin ganas y cada vez más mermado por todas las sensaciones que ella me causaba, que eran ella y a la vez mucho más de lo que ella sabía ser. Me sujeté al vaso de whisky y conseguí resistir. Claudia, tras el primer sorbo de café, dulcificó su semblante. Ya habíamos vivido aquello otras veces. Ahora se bajaría poco a poco de su displicencia. Un par de comentarios descuidados, algún truco un tanto más impaciente. Y sin más razón que su antojo, la pelea se declararía concluida. Pero yo no podía dejar de temerla.

– Este café es agua sucia -observó, sonriente-. Gracias por el aviso.

– Te habría acompañado, a pesar de todo -revelé, con estúpida camaradería-. Pero luego no me deja dormir.

– ¿Duermes mucho por las noches, Juan?

– Depende de la estación -inventé, sin pensar. Empezaba a tener la sensación de que el dueño nos vigilaba de reojo.

– A mí eso no me afecta. Duermo diez o doce horas diarias, todos los días, en cualquier época. Duermo de un tirón y no sueño. ¿Tienes alguna explicación ocurrente para eso?

– Seguramente no.

Claudia adoptó una expresión premeditadamente melancólica.

– En realidad, ni siquiera de niña soñaba -confesó-. Conseguía los juguetes antes de soñarlos y el resto no me interesaba. Cuando ya era una adolescente soñé varias veces con un muchacho débil al que solía ver de lejos, en el parque. Le soñaba sin querer, sin enredarme demasiado, pero eso bastó para que despertara mi curiosidad y me gustara encontrarlo entre los árboles. Sin pasión pero disfrutando, como cuando una oye detrás de una puerta que alguien la elogia. Su destino consistía sin duda en morir de leucemia antes de cumplir los veinte años, pero el azar, irracionalmente, lo quitó de en medio antes de los quince, sirviéndose de un camión que ignoró un semáforo. Lo vi desde el otro lado de la calle, el choque y después el muñeco rebotando hasta quedarse quieto. Lloré un poco, por inercia, sin estar convencida. Luego me propuse no volver a soñar a nadie, pero también sin convicción. A ti y a Pablo os soñé, a veces.

– Iré disponiendo mi entierro.

– No pretendía facilitarte ese chiste.

– No es un chiste. Me haces pensar que después de todo quienes defienden que el sueño es un eco del pasado son, científicamente, tan inocentes como lo eran sin ciencia los antiguos augures. Naturalmente no intentaré comparar nada de mi vida con nada de la tuya, pero yo tampoco sueño ahora, y sin embargo, cuando carecía de pasado, construía tres o cuatro mundos posibles cada noche. En realidad el asunto es espantosamente simple. Después de comprobar que ninguno de esos mundos se ha realizado, ¿qué sentido tiene soñar?

– Quedan las pesadillas, cargadas de sentido -se apresuró a corregirme, con malicia.

– Las pesadillas corresponden a un estado intermedio, a cuando todavía queda algo que salvar. Hace años que no tengo pesadillas. Ya no pueden avisarme de nada.

– Siempre fuisteis un par de fúnebres, y lo que es peor, con vocación.

– Hablo sin tristeza, Claudia. Estoy acomodado y tranquilo. Veo ponerse el sol y alternativamente duermo la siesta. Dentro de mis limitaciones, dispongo de una certeza: ya no puedo hacer mal a nadie.

Claudia meneó la cabeza.

– Nunca se llega a ser tan pequeño o tan grande como para eso.

Aquélla fue la primera vez que me asustó seriamente, en la amarga tarde de nuestro reencuentro. Y no me faltaba motivo, ni una especie desdichada de perspicacia. Por sí mismas sus palabras eran inquietantes, pero más allá de ellas, bajo su significado descifrable, estaba o estuvo una ironía malvada, subrepticia. Ahora pienso que Claudia sabía perfectamente lo que me iba a pedir y lo que yo tendría que hacer, y que ya desde antes de aproximarse decididamente a ese áspero territorio se complacía en extraer de aquella idea una pizca del placer inicuo a que su temperamento había reducido la vida. Sólo podría culparla desde aquí si alguna vez hubiera pretendido convencerme de que su naturaleza era otra. Pero Claudia nunca fingió, ni en la dulzura ni en el insulto. Interpretaba, sí, pero no mentía. Estaba demasiado satisfecha de sí misma para despojarse más de lo indispensable de su pervertido ser.

Ahora me miraba con resuelta simpatía. Acaso era porque había logrado reírse de mí, porque me sentía indefenso o porque había olvidado la injuria de mi recibimiento. Antes de que empezara a condescender de un modo demasiado notorio tenía que procurar conducirla a alguna otra táctica de las que le conviniera o apeteciera poner en ejecución para embaucarme. Una buena manera de ganar tiempo era invitarla a exhibirse, a lo que tenía una intensa afición.

– Antes de que se te vaya la mano -dije, tras medio minuto de sostener su amable mirada-, espero que te des cuenta de que esta lucha es desigual. Sé muy poco de lo que has estado haciendo estos años. Quizá fuera un oportuno acto de cortesía por tu parte subsanar mi ignorancia y confirmarme si puedo fiarme de lo que recuerdo de ti.

– No presumas de estar en desventaja.

– No presumo. Tú sabes lo que he hecho yo. Has visto el balneario y el pueblo. No necesitas ni siquiera conocerme para descartar posibilidades. Pero yo no puedo calcular hasta dónde te ha llevado tu proverbial audacia.

Claudia me escrutó con unos ojos resplandecientes, casi de muchacha.

– ¿De verdad te interesa saberlo? -preguntó, simulando una especie de alegría confusa.

– Haz como si me interesara.

– En fin, puedes imaginarlo casi todo, creo.

– No lo creas. Aparte de la estrechez de mi actual entorno, me ciegan el rencor y la derrota.

– Pronto dejas de dudar de tus recuerdos. Ahora vuelves a hablar para ella. Siempre preferiste hablar para ella.

– ¿Para quién?

– Para Claudia el hada mala, la que se deja contemplar, la que nunca busca. Pero no me confundas con tu ilusión de mí. Ahora como antes, puedo ver más allá de tu retórica.