– No quiero contestarte. Hablas de lo que no sabes.
Pero, para tu desgracia, estaba el preceptor de los niños, un seminarista de veintitrés años, el abate Ardouin, cuyo testimonio yo invocaba implacablemente y a quien intimidaba mucho, porque no le hacía intervenir más que cuando estaba seguro de tener razón, y él era incapaz, en aquella especie de discusiones, de no descubrirme todo su pensamiento. A medida que se desarrollaba el proceso Dreyfus, hallé mil motivos para oponerte al pobre abate:
– Desorganizar el ejército por un miserable judío… -decías.
Esta sola frase desencadenaba mi simulada indignación, y no cejaba hasta haber obligado al abate Ardouin a confesar que un cristiano no puede suscribir la condena de un inocente, aun cuando fuera en beneficio de un país.
Además, no intenté convenceros ni a ti ni a los niños, que no conocíais el asunto más que por las caricaturas de los periódicos. Vosotros constituíais un bloque inquebrantable. Incluso cuando yo tenía razón, no dudabais de que era a fuerza de argucias. Guardabais silencio ante mí. Al acercarme, tal como hoy sucede, cesaban inmediatamente las discusiones. Pero algunas veces no sabíais que me ocultaba tras un macizo de arbustos e intervenía de pronto sin que pudierais batiros en retirada, viéndoos obligados a aceptar el combate.
– Es un buen muchacho -decías, refiriéndote al abate Ardouin-, un verdadero niño que no cree en el mal. Mi marido juega con él como el gato con el ratón. Por esto le soporta, a pesar de su horror a las sotanas.
A decir verdad, había consentido de antemano en la presencia de un preceptor eclesiástico porque ningún seglar hubiera aceptado ciento cincuenta francos por dar clase todas las vacaciones. Durante los primeros días, aquel joven alto, negro y miope, paralizado por la timidez, me pareció un ser insignificante y no le concedí mayor atención que a un mueble. Hacía estudiar a los niños, los llevaba de paseo, comía poco y no decía una sola palabra. Engullido el último bocado, subía a su habitación. Algunas veces, cuando la casa estaba vacía, se sentaba al piano. Yo no entiendo nada de música, pero, como tú decías, "daba gusto oírlo". Sin duda, no has olvidado un incidente que, con toda seguridad, has supuesto que creó una secreta corriente de simpatía entre el abate Ardouin y yo. Un día, los niños señalaron la aproximación del párroco. Inmediatamente, según mi costumbre, huí a los viñedos. Pero Huberto acudió a buscarme de tu parte: el párroco tenía algo urgente que decirme. De mala gana emprendí el regreso a casa, porque temía mucho a aquel pequeño anciano. Tenía, me dijo, que descargar su conciencia. Nos había recomendado al abate Ardouin como un excelente seminarista cuyo subdiaconado había sido demorado por razones de salud. Ahora bien, acababa de saber, durante su retiro eclesiástico, que el retraso debía ser atribuido a una medida disciplinaria. El abate Ardouin, a pesar de su religiosidad, era un apasionado por la música y, arrastrado por uno de sus camaradas, había dormido fuera de casa con objeto de oír en el Grand-Théatre un concierto benéfico. A pesar de que habían asistido vestidos de seglar, fueron reconocidos y denunciados. Lo más escandaloso fue que la intérprete de "Tais", Mme. Georgette Lebrun, figuraba en el programa. Al espectáculo de sus pies desnudos y de su túnica griega, sostenida bajo los brazos por un cinturón de plata ("esto era todo -decían-; ni siquiera unas hombreras minúsculas"), se produjo un "¡oh!" de indignación. En el palco de la Unión, un caballero de cierta edad exclamó:
– Esto es un poco fuerte… ¿Hasta dónde hemos llegado?
He aquí lo que habían visto el abate Ardouin y su camarada. Uno de los delincuentes fue expulsado en seguida. El abate había sido perdonado:era persona importante; pero sus superiores le postergaron durante dos años.
Estuvimos de acuerdo en manifestar que el abate era digno de toda nuestra confianza. Pero, en lo sucesivo, el párroco demostró una gran frialdad al seminarista, que, según decía, le había engañado. Tú recuerdas este incidente, pero lo que siempre has ignorado es que aquella noche, mientras ¡fumaba en la terraza, al claro de luna, vi venir hacia mí la delgada silueta negra del culpable. Torpemente me pidió perdón por haberse introducido en mi casa sin haberme advertido de su indignidad. Como yo le asegurara que su escapatoria me lo había hecho más simpático, protestó con súbita firmeza y se lamentó de sí mismo.
– No podía -me dijo- medir la extensión de mi falta.
Había pecado contra la obedencia, contra su vocación y sus costumbres. Había cometido el pecado de escándalo. En toda su vida no podría reparar lo que había hecho… Veo aún aquel largo espinazo encorvado y su sombra, en el claro de luna, cortada en dos por la baranda de la terraza. Por prevenido que estuviera contra individuos de esta clase, no me era posible sospechar la menor hipocresía ante tanto dolor y vergüenza. Se excusaba de su silencio ante nosotros por la necesidad en que se había encontrado de subvenir durante dos meses a las necesidades de su madre, una pobre viuda que trabajaba a jornal en Libourne. Cuando le contesté diciendo que, para mí, nada le obligaba a darnos cuenta de un incidente que concernía sólo a la disciplina del seminario, me estrechó la mano y pronunció estas palabras insospechadas, que oí por primera vez en mi vida y que me produjeron una especie de estupor:
– Es usted muy bueno.
Tú conoces mi risa, esa risa que, incluso al principio de nuestra vida en común, te crispaba los nervios; tan poco comunicativa que, en mi juventud, tenía el poder de matar en torno mío toda alegría. Aquella noche reí ante aquel gran seminarista perplejo. Por fin, pude hablar:
– No sabe usted, señor abate, hasta qué punto es chusco eso que ha dicho. Pregúnteles a los que me conocen si soy bueno. Pregúntele a mi familia, a mis colegas. Mi razón de ser es la maldad.
Me contestó con embarazo que un hombre que es verdaderamente malo no habla de su maldad.
– Le desafío -añadí- a que encuentre en mi vida algo de eso que llama usted una buena acción.
Aludiendo a mi profesión, me respondió entonces con las palabras de Cristo:
– "Yo estaba preso y vos me habéis visitado".
– En eso me beneficio yo también, señor abate. Obro por interés profesional. Todavía no hace mucho que pagaba a los carceleros para que mi nombre, en el momento oportuno, se pronunciara a oídos de los presos… Así que vea usted.
No recuerdo su respuesta. Caminábamos bajo los tilos. ¡Cuánto te hubiera asombrado si te hubiese dicho que hallaba cierto goce en la compañía de aquel hombre con sotana! Y era verdad, sin embargo.
Yo me levantaba con el sol y bajaba para respirar el aire fresco del alba. Veía al abate dirigirse a misa. Caminaba con rápidos pasos, tan absorto en sus pensamientos que algunas veces pasaba sin verme a pocos metros de mí. Era en la época en que te abrumaba con mis burlas, en que me ensañaba haciendo que te contradijeras con tus propios principios… Esto no impedía que me diera cuenta de las cosas. Fingía creer, cada vez que te sorprendía en flagrante delito de avaricia o dureza, que no quedaba entre vosotros ninguna huella del espíritu de Cristo, y no ignoraba que bajo mi techo vivía un hombre según ese espíritu, pero ignorado de todos.
Capítulo octavo
Sin embargo, hubo una circunstancia en que no hubiese tenido que esforzarme para considerarte horrible. En el 96 ó el 97 -tú debes de recordar la fecha exacta- murió nuestro cuñado, el barón Philipot. Tu hermana Marinette le habló una mañana al despertarse, pero él no contestó a sus palabras. Ella abrió los postigos y vio los ojos extraviados del anciano, caída su mandíbula inferior. No comprendió de pronto que ella había dormido durante algunas horas al lado de un cadáver.
Dudo que ninguno de vosotros se haya horrorizado ante el testamento de aquel miserable: dejaba a su mujer una enorme fortuna a condición de que no volviera a casarse. En caso contrario, la mayor parte de sus bienes pasarían a poder de sus sobrinos.