Pero mi silencio os preocupaba. Intentabais saber. Genoveva procuraba enternecerme. ¡Pobre tonta, a quien oía llegar desde lejos con sus pesados zapatos! Le decía con frecuencia:
– A mi muerte me bendeciréis.
Y lo decía sólo por el placer de ver brillar sus ojos de codicia. Ella te repetía estas maravillosas palabras. Toda la familia compartía la ansiedad. En aquel tiempo buscaba el medio de no dejaros más que lo que no me fuese posible esconder. No pensaba sino en el pequeño Lucas. Tuve incluso la idea de hipotecar las tierras…
Sin embargo, estuve a punto de dejarme engañar de medio a medio por vuestra falacia. Fue en el año que siguió a la muerte de María. Había caído enfermo. Ciertos síntomas recordaban el mal de que había muerto nuestra hija. Detesto que se me cuide y tengo horror a los médicos y a las medicinas. Te empeñaste en que me resignara a guardar cama y a llamar a Arnozan.
No hay que decir que me cuidabas con gran interés e incluso con inquietud. A veces, cuando me preguntabas cómo me encontraba, me parecía distinguir en tu voz un tono de angustia. Tenías, al tocarme la frente, la misma actitud que con nuestros hijos. Te quisiste acostar en mi alcoba. Si me agitaba en el lecho por la noche, te levantabas y me dabas agua.
"Está pendiente de mí -me decía-. ¿Quién lo hubiera creído? ¿Acaso por lo que gano?"
Pero no; a ti no te interesaba el dinero… Siempre que las posibilidades de los niños no se redujeran a mi muerte. Esto era lo más verosímil.
En cuanto me reconoció Arnozan, hablaste con él a la puerta de casa, con ese tono de voz que tan frecuentemente te ha traicionado.
Diga a todo el mundo, doctor, que María murió de tifus. A causa de la muerte de mis dos pobres hermanos ha corrido el rumor de que ha muerto tuberculosa. La gente es miserable; no quieren volverse atrás. Me aterroriza pensar que Huberto y Genoveva puedan perjudicarse con ello. Si mi marido hubiese estado gravemente enfermo, su dolencia hubiera robustecido todas esas murmuraciones. Me ha asustado esto durante algunos días. Pensé en mis pobres hijos. Usted sabe que él también tuvo una lesión en el pulmón antes de casarse. Lo saben también; todo se sabe. A la gente le gustan estas cosas. Incluso si muriera de una enfermedad infecciosa, nadie lo creería, como no lo han creído en el caso de María. 'Y mis pobres hijos pagarían las consecuencias. Me desespera ver que se cuida tan mal. No quiere guardar cama. Como si se tratara de él solo… Pero nunca piensa en nadie, ni siquiera en sus hijos… No, no, doctor, un hombre como usted no podrá creer nunca que existen hombres como él. Usted se parece al abate Ardouin que no cree en la existencia del mal.
Yo reía a solas en mi lecho, y cuando volviste me preguntaste por qué. Te respondí con esas frases de uso corriente entre nosotros: -Por nada. -¿De qué te ríes? -De nada. -¿En qué piensas? -En nada.
Capítulo diez
Vuelvo a estas líneas después de una crisis que me ha tenido durante casi un mes bajo vuestra dependencia. En cuanto me desarmó la enfermedad, el círculo de familia se cerró en torno a mi lecho. Tú estabas presente y me observabas.
El domingo pasado llegó Phili para hacerme compañía. Hacía calor. Le contesté con monosílabos. Perdí las ideas… ¿Durante cuánto tiempo? No sabría decirlo. El rumor de su voz me despertaba. Le veía en la penumbra con las orejas tiesas. Brillaban sus ojos de lobo joven. Llevaba en la muñeca, sobre la correa del reloj, una cadena de oro. Su camisa se entreabría sobre un pecho de niño. De nuevo me adormecí. El crujido de sus zapatos volvió a despertarme, pero yo le observaba mirando a través de las pestañas. Tentaba mi chaqueta, en el lugar del bolsillo interior, donde guardo mi cartera. A pesar de los violentos latidos de mi corazón, me esforcé en permanecer inmóvil. ¿Receló algo? Volvió a su sitio.
Aparenté despertarme y le pregunté si había dormido mucho rato.
– Apenas unos minutos, abuelo.
Experimenté ese terror de los ancianos solitarios a quienes espía un hombre joven. ¿Estoy loco? Me parece que esto sería capaz de matarme. Huberto reconoció un día que Phili era capaz de todo.
¿Ves, Isa, cuan desgraciado he sido? Cuando leas esto, será demasiado tarde para tu piedad. Pero es agradable esperar que acaso sientas por mí un poco de lástima. Yo no creo en tu infierno eterno, pero sé lo que es un ser condenado en la tierra, un reprobo, un hombre que a donde quiera que vaya anda siempre por una ruta equivocada; un hombre cuyo camino ha sido siempre falso; alguien que está falto en absoluto del sentido del mundo. Sufro, Isa. El viento del Sur quema la atmósfera. Tengo sed y sólo dispongo del agua tibia del lavabo. Daría millones, pero por un vaso de agua fresca.
Si soporto la presencia, terrorífica para mí, de Phili, es acaso porque recuerdo a otro jovenzuelo que no habrá cumplido aún los treinta años, el pequeño Lucas, nuestro sobrino. No he negado nunca tu virtud. Ese niño te dio la ocasión de ejercerla. Tú no le querías; el hijo de Marinette, aquel muchacho de ojos de color de azabache, de cabellos peinados hacia abajo y vueltos sobre las sienes, como "tufos", según decía Huberto, no tenía nada de los Fondaudége. Estudiaba poco en el colegio de Bayona donde estaba interno. Pero, según tú decías, esto te tenía sin cuidado. Ya hacías demasiado cuidándote de él durante las vacaciones.
No, no eran los libros lo que le interesaba. En este país sin caza, hallaba siempre el medio de abatir, casi diariamente, la presa elegida. Conseguía siempre enviarnos una liebre, la única liebre de cada año, que dormitaba en los surcos. Veo aún su alegría cuando cruzaba el sendero entre las cepas, sosteniendo de las orejas, con la mano apretada, al animal que sangraba todavía por el hocico. Al alba le oía partir. Abría mi ventana y su fresca voz me gritaba desde la niebla:
– Voy a reconocer mi campo de operaciones.
Y me miraba fijamente, sosteniendo mi mirada. No me tenía miedo; ni siquiera se le había ocurrido tal cosa.
Si, después de algunos días de ausencia, yo regresaba sin previo aviso y notaba en la casa olor a tabaco y veía el salón sin alfombras, y todas las señales de una fiesta interrumpida (en cuanto había vuelto las espaldas, Genoveva y Huberto invitaban a sus amigos, organizaban aquellas "invasiones", a pesar de mi prohibición formal, y tú eras cómplice de su desobediencia, porque, según decías, "había que ser corteses"), en tales casos, siempre era Lucas quien conseguía desarmarme. Le parecía cómico el terror que yo inspiraba.
He entrado en el salón cuando se disponían a bailar y les he gritado: "¡Que viene el tío por el atajo!"… ¡Si hubieras visto cómo se escabullían! Tía Isa y Genoveva se llevaban los bocadillos a la cocina. ¡Qué juerga!
Aquel muchacho era el único ser en el mundo para quien yo no era un espantajo. Algunas veces le acompañaba hasta el río para verle pescar con caña. La criatura, siempre correteadora y saltarina, podía permanecer inmóvil y atenta durante horas enteras, convertida en un sauce, y su brazo tenía movimientos tan lentos y silenciosos como los de una rama. Genoveva tenía razón al decir que no sería ningún "literato". Jamás le había preocupado el claro de luna sobre la terraza. Carecía del sentimiento de la naturaleza porque era la naturaleza misma, estaba confundido con ella y constituía una de sus fuerzas, una fuente viva entre las fuentes.
Reflexioné sobre todos los elementos dramáticos de aquella joven vida: la madre muerta, el padre, de quien no se podía hablar en nuestra casa, el internado, el abandono. Con menos hubiera yo rebosado de odio y amargura. Pero la alegría resplandecía en él. Todos le querían. A mí, a quien odiaba todo el mundo, esto me parecía muy extraño. Todos le amaban, incluso yo. Sonreía a todo el mundo y también a mí; pero no más que a los demás.