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Me creía generoso por haber enviado a la madre y al niño, antes de la guerra, seis mil francos anuales. Nunca se me ocurrió la idea de aumentar esta suma. Es culpa mía haber encontrado aquí a dos seres sojuzgados, reducidos a bajos menesteres. Con el pretexto de que habitan en este barrio, he alquilado una habitación en una casa de la calle Bréa. Entre el lecho y el armario apenas si me queda sitio para sentarme a escribir. Por otra parte, ¡qué de ruidos! En mis tiempos, Montparnasse era un lugar tranquilo. Ahora parece habitado por locos que no duermen jamás. Mi familia hizo menos ruido en la escalinata la noche en que oí con mis oídos y vi con mis ojos… ¿A qué insistir sobre esto? Sin embargo, sería una liberación anotar aquí este horrible recuerdo, aun cuando sea por poco tiempo… Además, ¿por qué destruir estas páginas? Mi hijo, mi heredero, tiene derecho a conocerme. Con esta confesión repararía, en una débil medida, el alejamiento en que le he tenido desde que nació.

¡Ay! Me han bastado dos entrevistas para juzgarle. No es hombre capaz de encontrar en estas líneas el menor interés. ¿Qué podría comprender de todo esto ese empleado, ese subalterno embrutecido que juega en las carreras?

Durante el viaje nocturno entre Burdeos y París imaginé los reproches que había de dirigirme y preparé mi defensa. ¡Cómo nos dejamos influir por las novelas y el teatro! Estaba seguro de encontrarme con un hijo natural lleno de amargura y de grandeza de alma. Lo mismo le concedía la dura nobleza de Lucas como la belleza de Phili. Lo había previsto todo, salvo que se me pareciera. Hay padres a quienes les gusta que se les pregunte:

– Su hijo, ¿se parece a usted?

He sabido qué clase de odio me ha asaltado al ver levantarse ese espectro de mí mismo. Quise en Lucas a un hijo que no se me pareciera. En este aspecto, Roberto es distinto de mí. Se ha mostrado incapaz de resistir el menor examen. Ha tenido que renunciar a ello después de repetidos fracasos. Su madre, que se ha sacrificado dándole cuanto tiene, le desprecia. No puede contenerse aludiéndole constantemente. El baja la cabeza; no se consuela de todo ese dinero perdido. En desquite, es un perfecto hijo mío. Pero que yo le deje esta fortuna escapa a su imaginación miserable. No representa nada para él; no lo cree posible. A decir verdad, tanto su madre como él tienen miedo.

– No es legal… Podríamos vernos metidos en un lío.

Esa mujer gruesa y pálida, de descoloridos cabellos, esa caricatura de la que yo amé, me mira con sus pupilas todavía muy bellas.

– Si le hubiese visto en la calle -me dice- no le hubiera reconocido…

Y yo, ¿la habría reconocido? Temía su rencor, sus represalias. Lo había temido todo, pero no esa indiferencia melancólica. Agriada, embrutecida por ocho horas diarias de mecanografía, le daban miedo las historias. Ha conservado una enfermiza desconfianza de la justicia, con la que en otro tiempo tuvo algunas cuestiones. No obstante, les he explicado bien la maniobra: Roberto alquila a su nombre una caja en un establecimiento de crédito; yo traslado a ella mi fortuna. Me autoriza para abrirla y se compromete a no tocarla hasta mi muerte. Evidentemente, le exijo una declaración firmada, según la cual reconoce que todo lo que encierra la caja me pertenece. Yo no puedo, a pesar de todo, entregarme a ese desconocido. Tanto la madre como el hijo objetaron que a mi muerte se encontraría el papel. Estos idiotas no quieren fiarse de mí.

He intentado hacerles comprender que se puede confiar en un procurador de provincias como Bourru, que todo me lo debe y a quien le he dado trabajo durante cuarenta años. Tiene en depósito un sobre en el cual he escrito: "Para quemar el día de mi muerte", y que, estoy seguro, será quemado con todo lo que contiene. Allí hubiese guardado la declaración de Roberto. Estoy seguro de que Bourru quemará el sobre, ya que guarda determinados documentos que tiene interés en que desaparezcan.

Pero Roberto y su madre tienen miedo de que Bourru no queme nada y que, a mi muerte, les haga cantar. También he pensado en esto. Les entregaría en propia mano documentos que enviarían a presidio a Bourru si vacilara. El papel sería quemado por Bourru ante ellos, y cuando se hallaran en posesión de mi dinero podrían entregar sus armas. ¿Qué más querían?

No comprenden nada. Están emperrados, tanto ese idiota como esa imbécil a quienes quiero entregar mis millones, y en lugar de arrodillarse ante mí, como yo imaginaba, discuten, arguyen… Aunque se corriera algún riesgo, bien valía la pena. Pero no, no quieren firmar el papel.

– Sería delicadísimo… por la declaración de la renta… Nos marearían…

He de odiar mucho a los otros para no dar con la puerta en las narices a esos dos. De los "otros", también tienen miedo.

– Descubrirían el pastel… Nos procesarían…

Roberto y su madre imaginan que mi familia ha avisado a la policía y que estoy vigilado. Consienten en verme solamente por la noche, en los barrios extremos. ¡Como si con mi salud pudiera velar y pasarme la vida en taxi! No creo que los otros desconfíen. No es la primera vez que viajo solo. No tienen razón para creer que la otra noche, en Cálese, asistiera, invisible, a su consejo de guerra. Por lo menos, no me han descubierto todavía. Nada me impedirá esta vez cumplir con mi propósito. El día en que Roberto consienta, podré dormir tranquilo. Ese estúpido no cometerá ninguna imprudencia.

Esta noche, 13 de julio, toca una orquesta al aire libre; en el extremo de la calle Bréa bailan las parejas. ¡Oh, apacible Cálese! Recuerdo la última noche que viví allí. A pesar de la prescripción del doctor, había tomado aquella noche un sello de veronal y me había dormido profundamente. Me desperté sobresaltado y consulté mi reloj. Era la una de la madrugada. Me asustó oír varias voces. Mi ventana había quedado abierta. No había nadie en el patio ni en el salón. Pasé al lavabo, que está situado al norte, sobre la puerta de entrada. Allí, contra su costumbre, se había rezagado la familia. Dado lo avanzado de la hora, no desconfiaban de nadie. Sólo las ventanas del lavabo y del pasillo daban a aquel lado.

La noche era tibia y apacible. En los intervalos oía claramente la respiración un poco entrecortada de Isa, el leve ruido de una cerilla al encenderse. Ni un soplo movía los negros olmos. No me atreví a asomarme, pero reconocí a cada enemigo por su voz, por su risa. No discutían. Una reflexión de Isa o de Genoveva era seguida de un largo silencio. Después, de pronto, a una palabra de Huberto, replicaba Phili y hablaban los dos a la vez.

– Mamá, ¿estás segura de que la caja de caudales de su despacho no guarda más que papeles sin valor? Un avaro es siempre imprudente. Recuerda el oro que quiso darle a Lucas… ¿Dónde lo escondía?

– No, él sabe que conozco la clave de la caja: María. No la abre más que cuando tiene que consultar una póliza de seguro o una hoja de impuestos.

– Pero tal vez pudiera revelarnos cantidades que él ha ocultado, mamá.

– No hay más que papeles referentes a los bienes inmuebles. Me he asegurado bien de ello.

– Esto es terriblemente significativo, ¿no os parece? Diríase que ha tomado todas sus precauciones. Y Phili murmuró con un bostezo:

– ¡No! Pero, ¡vaya un cocodrilo! ¡Y qué suerte haber topado con un cocodrilo semejante!

– Y si queréis creerme -dijo Genoveva-, tampoco encontraréis nada en la caja del Lyonnais… ¿Qué dices a esto, Janine?

– Pero, en resumen, mamá, diríase que algunas veces te ha querido. Cuando erais pequeños, ¿no era cariñoso alguna vez siquiera? ¿No? No habéis sabido trastearlo. No habéis sido sagaces. Había que intentar envolverlo, conquistarlo. Estoy segura de que yo lo conseguiría si él no tuviera tal horror a Phili.