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– Cazau no ordena nunca las sillas del jardín…

Miré distraídamente. Los asientos vacíos formaban aún un estrecho círculo. Aquellos que los habían ocupado habían sentido la necesidad de acercarse para hablar en voz baja. Las pisadas se notaban fácilmente. Por todas partes veíanse las colillas de los cigarrillos que fuma Phili. Aquella noche había acampado allí el enemigo; había celebrado consejo bajo las estrellas. Había hablado aquí, en mi casa, ante los árboles plantados por mi padre, de incapacitarme o encerrarme. En una noche de humildad comparé mi corazón con un nudo de víboras. No, no, el nudo de víboras no se hallaba en mí; habían salido de mí y aquella noche se habían enroscado formando un círculo horrible al pie de la escalinata. Y la tierra conservaba todavía sus huellas.

"Volverás a encontrar tu dinero, Isa -pensaba-, tu dinero que yo hice fructificar. Pero nada más que esto, sólo esto. E incluso yo sabré encontrar el medio para que no posean siquiera estas propiedades.

Venderé Cálese, venderé los eriales. Todo lo que procede de mi familia irá a manos de ese hijo desconocido, de ese muchacho con quien mañana celebraré una entrevista. Sea quien sea, no os conoce. El no ha tomado parte en vuestra conspiración; ha sido educado lejos de mí y no puede odiarme; y si me odia, el objeto de su odio es un ser abstracto, sin relación conmigo mismo…"

Me desasí furioso y subí apresuradamente los peldaños de la entrada, olvidándome de mi viejo corazón enfermo. Isa gritó:

¡Luis!

Ni me volví siquiera.

Capítulo catorce

No pudiendo dormir, me vestí de nuevo y salí a la calle. Para llegar al bulevar Montparnasse hube de abrirme camino a través de las parejas que bailaban. En ciertas ocasiones, incluso un buen republicano como yo huía de las fiestas del 14 de julio. A ningún hombre serio se le ocurriría mezclarse en los placeres de la calle. No bailaban golfos aquella noche en la calle Bréa, ante la Rotonda. Ni viejos crápulas, sino muchachos vigorosos, sin sombrero. Algunos lucían abiertas las camisas de manga corta. Entre las bailarinas había pocas muchachas. Las parejas bailaban entre los taxis que interrumpían su danza, pero mostrábanse amables y de buen humor. Un muchacho, que había tropezado conmigo inadvertidamente, gritó:

– ¡Plaza al noble anciano!

Pasé entre una doble hilera de rostros jóvenes radiantes.

– ¿No tienes sueño, abuelo? -me preguntó un muchacho moreno con el pelo caído sobre la frente.

Lucas hubiera aprendido a reír como ellos y a bailar en la calle. Y yo, que jamás había sabido lo que era prescindir de todo y divertirme, lo hubiera aprendido de mi pobre chiquillo. Se hubiese alegrado más que ninguno; no le hubiera faltado dinero. Pero su boca se ha llenado de tierra. Estos eran mis pensamientos, y, con el corazón oprimido por la angustia familiar, me senté en la terraza de un café en pleno regocijo.

Y, de pronto, entre la multitud que pasaba por las aceras, me vi a mí mismo: era Roberto, acompañado de un camarada de aspecto miserable. Aborrezco las largas piernas de Roberto, ese busto escaso como el mío y esa cabeza pegada a los hombros. En él se han acentuado todos mis defectos. Yo tengo la cara alargada, pero su rostro es caballuno y su figura de corcovado. También su voz es la de un corcovado. Le llamé. Abandonó a su camarada y miró en torno suyo con ansiedad.

– Aquí no -me dijo-. Le espero en la acera de la derecha de la calle Campagne-Premiére.

Le indiqué que no podíamos estar mejor escondidos que en medio de aquel barullo. Se dejó convencer, abandonó a su camarada y se sentó a mi mesa.

Tenía en la mano un periódico deportivo. Por no estar en silencio, intenté hablar de caballos. En otro tiempo, el viejo Fondaudége me había acostumbrado a ello. Conté a Roberto que cuando mi suegro apostaba hacía intervenir en su elección las consideraciones más diversas, no solamente los orígenes lejanos del caballo, sino la naturaleza del terreno que él prefería… Me interrumpió.

Yo consigo los datos en "Dermas"… -Era la tienda de telas en donde había ido a hundirse, situada en la calle Petit-Champs.

Por otra parte, lo que le interesaba era ganar; los caballos le fastidiaban.

– Lo que me gusta -añadió- es la bici. Y sus ojos brillaron.

– Pronto -le dije- será el auto…

– ¡Piénselo!

Humedeció con saliva su pulgar, cogió una hoja de papel y lió un cigarrillo. De nuevo el silencio. Le pregunté si la crisis actual se dejaba sentir en la casa donde trabajaba. Me contestó que habían despedido a una parte del personal, pero que él no corría peligro alguno. Jamás sus reflexiones se salían fuera del estrecho círculo de sus conveniencias particulares. Sobre este bruto iban a caer millones.

"¿Y si los distribuyera en obras benéficas, o los entregara en propia mano? -pensaba-. Pero no, ellos conseguirían impedirlo… ¿Por testamento? Sería imposible sobrepasar la cuota disponible. ¡Ah, Lucas, si tú vivieras!… Cierto que él no hubiese aceptado, pero yo hubiera encontrado el medio de enriquecerle sin que sospechara que era yo… Por ejemplo, dándoselo como dote a la mujer que hubiese amado…"

– Dígame, señor…

Roberto acariciaba su mejilla con su mano roja y de dedos nudosos. Añadió:

– Pienso que si el procurador Bourru muriera antes de que hubiésemos quemado el papel…

– Le sucedería su hijo. El arma que te dejaré contra Bourru serviría, si se presentara el caso, contra su hijo.

Roberto continuaba acariciándose la mejilla. Yo no intenté hablar más. La opresión cardíaca, esta contracción horrible, bastaba para distraerme.

– Dígame, señor… Supongamos que Bourru quema el papel; yo le entrego aquel que me dé usted para obligarle a cumplir su promesa. Pero, después de esto, ¿quién le impide ir en busca de su familia y decir a sus hijos: "Sé dónde está el dinero. Les vendo mi secreto; pido tanto por revelarlo y tanto si ustedes lo consiguen…"? Puede exigir que su nombre no aparezca para nada… Así no arriesga lo más mínimo. Se efectuará una investigación; se sabrá que soy hijo de usted, que mi madre y yo hemos cambiado nuestro tren de vida después de su muerte. Y ocurrirán dos cosas: o bien hemos declarado la cantidad exacta para el impuesto sobre la renta, o bien la hemos ocultado…

Hablaba claramente. Su espíritu se desentumecía. Lentamente, la máquina de pensar se había puesto en marcha y no se detenía. Lo más fuerte en aquel hortera era el instinto campesino de prevención, de desconfianza, de horror al riesgo, y el cuidado de no dejar nada al azar. Sin duda alguna, hubiese preferido cien mil francos en la mano que disimular aquella enorme fortuna.

Aguardé a que mi corazón se sintiera aliviado y disminuyera la opresión.

– Hay algo de verdad en todo esto que dices. Bien, acepto. No firmarás ningún papel. Confío en ti. Por otra parte, siempre me será fácil probar que ese dinero me pertenece. Pero esto no tiene importancia; en un plazo de seis meses o en un año, poco más o menos, habré muerto.

No hizo ademán alguno para protestar; no halló la palabra trivial que no importa quién la hubiese pronunciado. No porque fuese más insensible que cualquier muchacho de su edad, sino porque era un mal educado.

– Esto cambia de aspecto -dijo; rumió su idea durante algunos momentos y añadió-: Será preciso que vaya de vez en cuando a ver la caja para que me conozcan en el Banco. Yo iría a buscar su dinero…

– De acuerdo -añadí-. Poseo varias cajas en el extranjero. Si quieres, si consideras más seguro…

– ¿Dejar Paname? Perfectamente.

Le indiqué que podría permanecer en París y desplazarse cuando fuera necesario. Me preguntó si la fortuna estaba compuesta de acciones o efectivo, y añadió: