– Quisiera, de todos modos, que me escribiera usted una carta en la que manifestara que, en pleno uso de sus facultades mentales, me lega libremente su fortuna… En caso de que se descubra el pastel y los otros me acusen de robo… Y, además, para descargo de mi conciencia. -Se calló de nuevo, compró unos cacahuetes que comenzó a comer vorazmente, como si tuviera hambre, y dijo de pronto:- En fin, ¿qué es lo que han hecho los otros?
– Toma lo que te ofrezco -añadí secamente- y no te metas en honduras.
Sus blandas mejillas se colorearon ligeramente. Sus labios dibujaron esa sonrisa ofendida con la que debía de tener la costumbre de responder a las reprimendas de su patrono, y descubrió así sus dientes sanos y puntiagudos, la única gracia de aquel rostro ingrato.
Mondaba los cacahuetes sin decir nada. No estaba deslumbrado. Evidentemente, hacía trabajar su imaginación. Me había dado de manos a boca con el único ser capaz de advertir los más leves riesgos de esta prodigiosa jugada de la suerte. A toda costa, quise deslumbrarle.
– ¿Tienes alguna amiguita? -le pregunté a quemarropa-. Podrías casarte con ella y vivir como los ricos burgueses. -Y como hiciera un vago ademán e inclinara su triste cabeza, añadí:- Por otra parte, podrías casarte con quien quieras. Si existe alguna mujer cuyo amor te fuera inaccesible…
Por primera vez aguzó el oído y vi resplandecer en sus ojos una juvenil llama.
– ¡Podría casarme con la señorita Brugére!
– ¿Quién es la señorita Brugére?
No, estoy diciendo tonterías. Es la principal de la casa Dermas. Imagínese, una mujer magnífica. No me ha mirado nunca; ni siquiera sabe que existo… Ya ve usted. -Y como le asegurase que con la vigésima parte de su fortuna podría casarse con cualquier "principal" de París, repitió:- ¡La señorita Brugére! -y añadió, encogiéndose de hombros:- No, no hay que pensar en eso…
Me molestaba el corazón. Llamé al camarero y Roberto tuvo entonces un gesto asombroso:
– No, señor; déjeme; puedo invitarle a esto.
Con satisfacción me embolsé el dinero que había sacado. Nos levantamos. Los músicos recogían sus instrumentos. Se habían apagado las guirnaldas de bombillas. Roberto no tendría miedo de que le vieran conmigo.
– Le acompaño -dijo.
Le pedí que caminara despacio, a causa de mi corazón. Me admiraba ver que no había hecho nada por apresurar la ejecución de mis proyectos. Le dije que si me moría aquella noche perdería toda una fortuna. Se encogió con indiferencia. En suma, había trastornado a aquel muchacho. Era poco más o menos de mi estatura. ¿Tendría alguna vez la apariencia de un caballero? Mi hijo, mi heredero ¡parecía tan mezquino!… Intenté dar a nuestras conversaciones un giro más íntimo. Le aseguré que no había dejado de pensar, sin sentir profundos remordimientos, en el abandono en que los había tenido a él y a su madre. Parecía sorprendido. Creyó "muy bonito" que les hubiese asegurado una renta regular.
– Hay muchos que no hubieran hecho lo mismo -y añadió esta frase horrible-: Y puesto que no era usted el primero…
Evidentemente, juzgaba a su madre sin ninguna indulgencia. Al llegar a la puerta de mi casa, me dijo de pronto:
– Debería emprender un negocio que me obligara a frecuentar la Bolsa. Esto explicaría mi fortuna…
– Guárdate de eso -le dije-. Lo perderías todo.
Es por el impuesto sobre la renta; si el inspector efectuara una investigación…
Miró la acera con aire preocupado.
– Pero es dinero en efectivo, una fortuna anónima, depositada en cajas que nadie tiene derecho a abrir, excepto tú.
– Sí, indudablemente, pero…
Colérico, le di con la puerta en las narices.
Capítulo quince
Cálese
A través del cristal donde una mosca tropieza contemplo los adormecidos ribazos. El viento arrastra gimiendo las pesadas nubes cuyas sombras se deslizan por la llanura. Ese silencio de muerte significa la espera universal del primer trueno.
– Las viñas tienen miedo -dijo María un triste día de verano parecido a éste, hace treinta años.
He vuelto a abrir este cuaderno. Es mi tarea. Examino los rasgos, la huella de la uña del dedo meñique bajo las líneas. Llegaré al fin de esta historia. Sé ahora a quién la destino; es necesario que la confesión se haga; pero habré de suprimir muchas páginas, cuya lectura se haría insoportable. Incluso yo no puedo releer una palabra. Me interrumpo a cada instante y oculto la cara entre las manos. He aquí al hombre, he aquí a un hombre entre los hombres, heme aquí. Podéis insultarme; no existo.
Aquella noche, del 13 al 14 de julio, después de haber dejado a Roberto, apenas si tuve fuerzas para desnudarme y tenderme sobre mi lecho. Me ahogaba un peso enorme, y, a pesar de los ahogos, no me moría. Estaba abierta la ventana. ¡Si hubiera vivido en un quinto piso!… Pero desde el primero tal vez no me hubiera matado, y esta consideración me detuvo. Apenas pude tender el brazo para coger las pildoras que, por costumbre, me alivian.
Al alba se dejó oír, por fin, el timbre. Un médico de barrio me hizo una sangría. Recobré el aliento. Me ordenó absoluta inmovilidad. El exceso de dolor nos hace más obedientes que un niño. Me hubiese guardado mucho de moverme. La pesadez y el mal olor de la habitación, de los muebles, el rumor de aquel 14 de julio tempestuoso, no me molestaban, puesto que no sufría: yo no quería nada más. Roberto me visitó una noche y no volví a verle. Su madre, a la salida del despacho, pasaba dos horas a mi lado, me hacía algunos pequeños servicios y me entregaba el correo del apartado. Ninguna carta de mi familia.
No me quejaba; obedecía a todo y tomaba todo lo que me habían ordenado. Ella cambiaba de conversación cuando yo le hablaba de nuestros proyectos.
– No corren ninguna prisa -repetía.
– Esta es la prueba -y, con un suspiro, señalaba mi pecho.
– Mi madre vivió hasta los ochenta años con ataques más fuertes que los suyos.
Una mañana me encontré mejor de lo que había estado durante mucho tiempo. Tenía hambre, y lo que se me servía en aquella casa era incomible. Tuve deseos de ir a comer a un pequeño restaurante del bulevar Saint-Germain, cuya cocina era de mi agrado. La cuenta me producía allí menos asombro y cólera de la que experimentaba en la mayor parte de los figones donde acostumbraba a sentarme con el temor de gastar demasiado.
El taxi me dejó en una esquina de la calle de Rennes. Di algunos pasos para probar mis fuerzas. Todo iba bien. No era aún mediodía y decidí beber una botella de Vichy en los Deux Magots. Me instalé en- el interior y contemplé distraídamente el bulevar.
Me dio un vuelco el corazón. En la terraza, separado de mí por el espesor del cristal, reconocí aquellos hombros estrechos, aquella calvicie, aquella nuca ya gris y aquellas orejas planas y abiertas… Huberto estaba allí. Leía con sus ojos miopes un diario cuyas páginas casi tocaba su nariz. Evidentemente, no me había visto entrar. Se apaciguaron los latidos de mi corazón enfermo. Me invadió una horrible alegría. Yo le espiaba y él no sabía que me encontraba allí.
No hubiese podido imaginar a Huberto en otro sitio distinto de una terraza de los Bulevares. ¿Qué hacía en aquel barrio? No había ido allí sin una intención preconcebida. Después de haber pagado mi botella de Vichy, no tenía más que esperar para levantarme en cuanto fuera necesario.
Evidentemente, aguardaba a alguien; miraba su reloj. Yo creía haber adivinado qué persona iría a deslizarse entre las mesas hasta él, y casi me decepcioné al ver bajar de un taxi al marido de Genoveva. Alfredo llevaba el canotier sobre la oreja. Lejos de su mujer, aquel pequeño y grueso cuadragenario presumía cuanto le era posible. Llevaba un traje demasiado claro y sus zapatos eran demasiado amarillos. Su elegancia provinciana contrastaba con la manera de vestir de Huberto, "que se viste como un Fondaudége", como decía Isa.