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– La recibirá usted, y es bastante -le dije secamente-. Cumplo siempre lo que prometo. Lo demás no le importa a usted nada.

Con la mano en el picaporte, vaciló aún.

– Me gustaría más que fuese un seguro de vida, una renta vitalicia…, algo parecido, en una sociedad seria… Me sentiría más tranquilo; no estaría preocupado…

Abrí violentamente la puerta que él había entreabierto y lo empujé al pasillo.

Capítulo diecisiete

Me apoyé en la chimenea y conté maquinalmente los trozos de madera barnizada reunidos en el joyero.

Había pensado durante muchos años en aquel hijo desconocido. A lo largo de mi pobre vida, jamás había perdido el sentimiento de su existencia. En un lugar determinado había un niño nacido de mí a quien podía encontrar y que tal vez fuera mi consuelo. Lo modesto de su condición lo acercaba más a mí. Me era dulce pensar que en nada se parecería a mi hijo legítimo. Le concedí, al mismo tiempo, esa sencillez y esa cordialidad que no son raras en el pueblo. En fin, jugaba mi última carta. Yo sabía que fuera de él no podía esperar nada de nadie, que no me quedaba más solución que acurrucarme y volverme de cara a la pared. Durante cuarenta años había creído consentir en el odio, en el que inspiraba y en el que sentía. Como los demás, alimentaba, sin embargo, una esperanza, y había engañado mi hambre como había podido, hasta el momento en que fui desalojado de mi última posición. Ahora, todo había terminado.

Ni siquiera me quedaba el horrible placer de combinar planes para desheredar a los que no me querían. Roberto les había avisado; no tardarían en descubrir mis cajas, incluso aquellas que no estaban a mi nombre. ¿Inventar otra cosa? ¡Ah! Vivir aún, vivir el tiempo necesario para gastarlo todo… Morir y que no hallaran el dinero suficiente para pagar un entierro de tercera. Pero después de toda una vida de economía, y cuando he satisfecho esta pasión del ahorro durante tantos años, ¿cómo aprender, a mi edad, los rasgos de los generosos? Y, por otra parte, pensaba que los hijos me vigilarían. No podría hacer nada en este sentido sin poner en sus manos un arma terrible… Era necesario arruinarme en la sombra, lentamente…

¡Ay! ¡No sabría arruinarme! Jamás llegaría a perder mi dinero. Si fuese posible hundirme en mi sepultura, volver a la tierra, estrechando entre mis brazos el oro, los billetes, las acciones… Si yo pudiera desmentir a aquellos que dicen que los bienes de este mundo no nos acompañan en la muerte…

Están las "obras"; las buenas obras son los escotillones que todo lo hacen desaparecer. Donativos anónimos que enviaría a Beneficencia, a las Hermanitas de los Pobres. ¿No podría, al fin, pensar en otros que no fueran mis enemigos? Pero el horror a la vejez es que ésta es el total de una vida, un total en el que no sabríamos cambiar una cifra. He tardado sesenta años en convertirme en este anciano muerto de odio. Soy lo que soy; sería necesario convertirme en otro… ¡Oh, Dios, Dios, si Tú existieras!…

Al anochecer entró una muchacha para arreglarme la cama. No cerró los postigos y me acosté en la sombra. Los ruidos de la calle y la luz de los faroles no me impedían dormitar. Me despertaba brevemente, como cuando, de viaje, se detiene el tren, pero volvía a adormecerme. A pesar de que no me sentía enfermo, me parecía que debía permanecer asi y esperar pacientemente a que mi sueño se hiciera eterno.

Tenía aún que disponer lo de la renta de Roberto, y quería también pasar por el apartado, puesto que ya nadie me entregaba mi correspondencia. Desde hacía tres días no había leído mi correo. Esta espera de la carta desconocida y que sobrevive a todo, ¡qué signo es de que la esperanza no se ha perdido y de que queda siempre en nosotros esa semilla!

La preocupación por el correo me dio fuerzas para levantarme al día siguiente, a mediodía, y marchar al apartado. Llovía; como no tenía paraguas, caminaba pegado a las paredes. Mi proceder despertaba la curiosidad y la gente se volvía. Yo sentía deseos de gritarles:

– ¿Qué tengo de extraordinario? ¿Creéis que estoy loco? No hay que decir que mis hijos se aprovecharían de esto. No me miréis así. Soy como los demás, salvo que mis hijos me odian y que tengo que defenderme de ellos. Pero esto no es estar loco. Algunas veces estoy bajo los efectos de todas las drogas que me obliga a ingerir mi angina de pecho. Si hablo solo es porque siempre estoy solo. Al hombre le es necesario el diálogo. ¿Qué hay de particular en los ademanes y en las palabras de un hombre solo?

El paquete que recogí contenía impresos, algunas cartas de Bancos y tres telegramas. Sin duda se trataba de alguna orden bursátil que no había podido ser ejecutada. Esperé para abrirlas a estar sentado en una taberna. En largas mesas, unos albañiles, especie de payasos de todas las edades, comían lentamente su pitanza y bebían su litro de vino sin pronunciar palabra. Habían trabajado toda la mañana bajo la lluvia. Volverían a la una y media. Era a fines de julio. La gente llenaba las estaciones. ¿Comprenderían ellos mi tormento? ¡Sin duda! Y ¿cómo lo había de ignorar un viejo abogado?

En el primer asunto en que intervine en mi carrera pleiteaban unos hijos que no querían mantener a su padre. El desgraciado cambiaba cada tres meses de hogar; maldito siempre, estaba de acuerdo con sus hijos en llamar a gritos a la muerte que había de librarlos de él. ¡En cuántas alquerías había asistido yo al drama de ese viejo que, habiéndose negado durante mucho tiempo a hacer entrega de sus bienes, concluyó luego dejándose convencer, hasta que sus hijos le dejaban morir de trabajo y de hambre! Sí, aquel delgado y nudoso albañil, que a dos pasos de mí masticaba lentamente el pan entre sus encías desnudas, debía saber de esto.

Hoy día, un anciano bien vestido no asombra a nadie en una taberna. Despedazaba un blancuzco trozo de conejo y me entretenía contemplando las gotas de lluvia que se unían sobre el cristal. Descifré, al revés, el nombre del propietario de la taberna. Al buscar mi pañuelo tropezó mi mano con el paquete de cartas. Me puse los lentes y abrí al azar un telegrama: "Exequias mamá mañana veintitrés julio a las nueve iglesia San Luis". Estaba fechado aquella misma mañana. Los otros dos, expedidos la antevíspera, debían de haber sido puestos con algunas horas de intervalo. Uno decía: "Mamá peor, ven". El otro: "Mamá falleció". Los tres estaban firmados por Huberto.

Arrugué los telegramas y continué comiendo, preocupado porque era necesario hallar las fuerzas suficientes para tomar el tren de la noche. Durante algunos minutos no pensé más que en esto; luego, otro sentimiento se abrió paso en mí: el estupor de sobrevivir a Isa. Se daba por descontada mi muerte. El que yo muriera primero estaba fuera de duda para mí y para todos. Proyectos, estratagemas, conspiraciones: no tenían otro objeto que la proximidad de mi muerte. Lo mismo que mi familia, no poseía a ese respecto la menor duda. Había un aspecto de mi mujer que nunca había perdido de vista: sería mi viuda, aquella persona a quien habían de molestarle sus crespones cuando abriera el arca. Una perturbación en los astros no me hubiese causado mayor sorpresa, mayor malestar que aquella muerte. Contra mi voluntad, el hombre de negocios que había en mí comenzaba a examinar la situación y la ventaja que podría obtener sobre mis enemigos. Tales eran mis sentimientos en el instante en que el tren se ponía en marcha.

Entonces, mi imaginación entró en juego. Por primera vez vi a Isa tal como debía de haber estado en su lecho la víspera y la antevíspera. Imaginaba el cuadro, su habitación en Cálese -ignoraba que había muerto en Burdeos-. Murmuré:

– En un ataúd…

Y cedí a un ruin consuelo. ¿Cuál hubiera sido mi actitud? ¿Qué hubiera hecho bajo la mirada atenta y hostil de mis hijos? El problema estaba resuelto. Por lo demás, el lecho en el cual debería acostarme en cuanto llegara evitaría toda dificultad. Porque no había que pensar en que pudiese asistir a sus exequias: de momento, acababa de esforzarme en vano por llegar a los lavabos. No me asustaba esta impotencia. Habiendo muerto Isa, yo no tardaría en morir. Mi turno había pasado. Pero tenía miedo de un ataque, tanto más cuanto que estaba solo en mi departamento. Sin duda, Huberto me esperaría en la estación. Yo había telegrafiado…