Nada llegaba a mí de las salmodias litúrgicas; el rumor fúnebre se alejaba paulatinamente, hasta que un silencio tan profundo como el de Cálese reinó en la vasta morada. Isa la había dejado sin moradores. Arrastraba tras su cadáver a toda la servidumbre. Nadie quedaba en la casa, excepto yo y aquella religiosa que concluía a mi cabecera el rosario que había empezado a rezar junto al ataúd…
Aquel silencio me hizo pensar otra vez en la separación eterna, en la partida sin regreso. De nuevo se hinchó mi pecho, porque ya era demasiado tarde y entre ella y yo todo se había dicho. Sentado sobre el lecho, apoyado en las almohadas para poder respirar, contemplaba aquellos muebles Luis XIII que habíamos elegido en casa Bardié durante nuestro noviazgo y que habían sido los suyos hasta el día en que heredó los de su madre. Este lecho, este triste lecho de nuestros rencores y de nuestros silencios…
Huberto y Genoveva entraron solos; los demás se quedaron en el pasillo. Comprendí que no podían acostumbrarse a mi cara llorosa. Estaban de pie a mi cabecera el hermano, vestido estrafalariamente al mediodía con su traje de etiqueta, y la hermana, una torre de tela negra en la que se destacaba un pañuelo blanco y cuyo velo echado hacia atrás descubría una cara redonda y entristecida. La tristeza nos había enmascarado a todos y no podíamos reconocernos.
Se preocuparon por mi salud. Genoveva dijo:
– Casi todos la han acompañado al cementerio. La querían mucho.
Pregunté sobre los días que habían precedido al ataque de parálisis.
– Estaba siempre molesta…, tal vez tuviera incluso presentimientos, porque la víspera del día en que había de marchar a Burdeos se pasó el tiempo en su alcoba, quemando montones de cartas; incluso creímos que se había incendiado la chimenea…
Le interrumpí; se me había ocurrido una idea… ¿Cómo no había yo pensado en esto?
– Genoveva, ¿crees tú que mi marcha ha influido algo?…
Ella me contestó, satisfecha, que "esto había sido, sin duda, un golpe"…
– Pero vosotros no le habías dicho…, no le habíais tenido al corriente de lo que descubristeis…
Interrogó a su hermano con la mirada; ¿debía aparentar comprender? Debí de poner una cara extraña en aquel momento, porque todos parecían asustados. Y mientras Genoveva me ayudaba a incorporarme, Huberto respondió precipitadamente que su madre había caído enferma diez días después de mi partida, y que durante aquel tiempo habían decidido ocultarle aquellas tristes discusiones. ¿Decía la verdad? Añadió con voz temblorosa:
– Además, si hubiéramos cedido a la tentación de hablarle hubiésemos sido nosotros los primeros responsables…
Se volvió un poco y creí ver el movimiento convulsivo de sus hombros. Alguien entreabrió la puerta y preguntó si nos sentaríamos a la mesa. Oí la voz de Phili:
– ¡Qué le vamos a hacer! No es culpa mía…
Genoveva me preguntó, a través de sus lágrimas, lo que quería comer. Huberto me dijo que me vería después de almorzar y que tendríamos una explicación de una vez para siempre, si me sentía con ánimos para escucharle. Hice un signo de asentimiento.
Cuando hubieron salido, la religiosa me ayudó a levantarme y pude tomar un baño, vestirme y beber un tazón de caldo. Yo no quería participar en aquella batalla como un enfermo que el enemigo cuida y protege.
Cuando volvieron, hallaron a otro hombre distinto del viejo que inspiraba compasión. Había tomado las drogas necesarias. Estaba sentado, con el busto erguido. Me sentía con menos opresión, como cada vez que abandonaba el lecho.
Huberto se había puesto un traje de calle, pero Genoveva se había envuelto en una vieja bata de su madre.
No tengo nada negro que ponerme… Se sentaron frente a mí y, después de las primeras palabras convencionales, Huberto comenzó a decir:
– He reflexionado mucho…
Había preparado cuidadosamente su discurso. Se dirigía a mí como si yo fuera una asamblea de accionistas, pesando cada palabra y evitando toda ostentación.
– A la cabecera de mamá he hecho examen de conciencia; me he esforzado en cambiar mi punto de vista, en ponerme en tu lugar. Te hemos considerado como un padre cuya idea fija es la de desheredar a sus hijos; esto, a mis ojos, nos daba derecho a proceder como hemos procedido, o, por lo menos, nos excusa. Pero nosotros nos hemos interpuesto en esta lucha sin tregua y en estas…
Como buscara la palabra apropiada, insinué dulcemente:
– En estas cobardes intrigas…
Sus mejillas se colorearon. Genoveva negó.
– ¿Por qué cobardes? Tú eres más fuerte que nosotros…
– ¡Vaya! Un anciano muy enfermo contra una joven jauría…
– Un anciano muy enfermo -replicó Huberto- goza, en una casa como la nuestra, de una posición privilegiada. No abandona su habitación y permanece en ella al acecho, no haciendo otra cosa que observar las costumbres de la familia y sacar provecho de ellas. Combina solo sus golpes. Los prepara con tiempo. Lo sabe todo de quienes no saben nada de él. Conoce los lugares desde donde puede escuchar mejor -como yo no pude evitar una sonrisa, ellos sonrieron también-. Sí, una familia es siempre imprudente. Se disputa, se levanta la voz; todos concluyen gritando sin darse cuenta. Nos hemos fiado demasiado del espesor de las paredes de la vieja casa, olvidando que los tabiques son delgados. También hay ventanas abiertas… -Estas alusiones crearon entre nosotros una especie de apaciguamiento. Huberto continuó hablando seriamente:- Admito que hemos podido parecerte culpables. Sería fácil para mí invocar una vez más el caso de legítima defensa; pero prescindo de todo lo que pudiera envenenar la discusión. Yo sólo quería saber quién era el agresor en esta guerra. Consiento incluso en pleitear como culpable. Pero es necesario que comprendas… -Se había levantado y limpiaba los cristales de sus gafas; sus ojos parpadeaban en aquella cara hundida, descarnada.- Es necesario que comprendas que yo luchaba por el honor, por la vida de mis hijos. No puedes imaginar nuestra situación. Eres de otro siglo. Has vivido en esa época fabulosa en que un hombre prudente contaba con valores seguros. Comprendo que has estado a la altura de las circunstancias, que has visto antes que nadie la tormenta que se avecinaba, que has procedido a tiempo… Pero fue porque estabas fuera de los negocios, del negocio, quiero decir. Podías juzgar fríamente la situación, la dominabas; no te habías hundido como yo, hasta las orejas… El despertar ha sido demasiado brusco… No ha habido oportunidad de volverse… Era la primera vez en que todas las ramas se quebraban al mismo tiempo. No se podía echar mano de nada, no podía uno cogerse a nada…
¡Con qué angustia repetía: "nada… nada"! ¿Hasta qué punto estaba comprometido? ¿Al borde de qué desastre se debatía? Tuvo miedo de haberse confiado demasiado y se contuvo, emitiendo los lugares comunes de costumbre: la fabricación intensiva de la postguerra, la superproducción, la crisis del consumo… Lo que decía importaba muy poco. Era su angustia lo que interesaba. En aquel instante me di cuenta de que mi odio había muerto, que había muerto también aquel deseo de represalias. Muerto, tal vez al cabo de mucho tiempo. Había mantenido mi furor: me había exacerbado con ellos. Pero, ¿por qué negarse a la evidencia? Ante mi hijo experimentaba un sentimiento confuso en el que predominaba la curiosidad: la agitación de aquel desgraciado, su terror, el pánico que yo podía interrumpir con una palabra…, ¡qué extraños me parecían! Veía en espíritu aquella fortuna que, según parecía, había sido lo único de mi vida que había querido dar, perder, y de la que jamás había sentido la libertad de disponer a mi capricho; aquello de lo que me sentía de pronto más apartado, que no me interesaba ya, que no me concernía. Huberto, en silencio, me espiaba a través de sus gafas. ¿Qué treta podría urdir yo ahora? ¿Qué golpe iba a asestarle? En su cara había ya un rictus, había lanzado su busto hacia atrás y levantaba a medias su brazo como el niño que se protege. Dijo con voz tímida: