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– No te pido nada más que me dejes sanear mi posición. Con lo que reciba de mamá, no tendré necesidad de nada más que… -vaciló antes de pronunciar la cifra- de un millón. Una vez zanjadas las dificultades, dejaré el campo libre. Haz lo que quieras del resto. Me preocuparé de que se respete tu voluntad…

Tragó saliva y me miró de reojo; pero mi semblante era impenetrable.

– Y tú, hija -dije, volviéndome hacia Genoveva-, ¿estás en buena situación? Tu marido es muy prudente…

Se irritaba siempre que se elogiaba a su marido. Protestó diciendo que la casa había cerrado. Alfredo no compraba ron desde hacía algunos años. Estaba seguro, evidentemente, de no engañarse. Sin duda tenían para vivir, pero Phili amenazaba con abandonar a su mujer en cuanto estuviera seguro de que la fortuna se había perdido. Murmuré:

– El desdichado guapo… Y ella replicó vivamente:

– Sí, sabemos que es un canalla, y Janine también lo sabe; pero si él la abandona se morirá. Sí, se morirá. Tú no puedes comprender esto, papá. No pertenece a tu sensibilidad. Janine sabe mucho más de Phili que nosotros mismos. Me ha confesado repetidas veces que es más malo de lo que podemos imaginar. Pero esto no impide que se muera si la abandona. Esto te parecerá absurdo. Estas cosas no existen para ti. Pero con tu gran inteligencia puedes comprender lo que no sientes.

– Fatigas a papá, Genoveva.

Huberto pensaba que su pesada hermana estaba estropeándolo todo y que yo me sentía herido en mi orgullo. Veía en mi cara los rasgos de la angustia; pero desconocía la causa. No sabía que Genoveva abría de nuevo una herida y la tocaba con sus dedos. Suspiré:

– ¡Dichoso Phili!

Mis hijos cambiaron una mirada de asombro. Habían creído siempre de buena fe que estaba medio loco. Tal vez me hubieran encerrado, convencidos plenamente.

– Un libertino -gruñó Huberto- que nos domina.

– Su suegro es más indulgente que tú -dije-. Alfredo dice con frecuencia que Phili no es un mal bribón.

Genoveva intervino:

– Y que domina también a Alfredo: el yerno ha pervertido al suegro, y esto lo saben de sobra en la ciudad; se los ha visto juntos con mujeres… ¡Qué vergüenza! Era una de las muchas amarguras de mamá…

Genoveva se enjugó las lágrimas. Huberto creyó que yo quería apartarme de lo esencial.

– Pero no se trata de esto, Genoveva -dijo, irritado-. Diríase que en el mundo no hay nadie más que tú y tus hijos.

Furiosa, protestó diciendo que "le gustaría saber quién era más egoísta de los dos". Añadió:

– Naturalmente, cada uno piensa primero en los hijos. Y me vanaglorio, como mamá por nosotros, de lo que he hecho por Janine. Me echaría al fuego…

Su hermano la interrumpió, con ese tono áspero tan mío, diciendo que "también echaría a los otros".

No hace mucho me hubiera divertido aquella disputa. Hubiese saludado con alegría los signos anunciadores de una batalla implacable en torno a unas sobras de herencia, y no hubiera hecho nada por frustrarlos. Pero sólo sentía disgusto, fastidio… ¡Que se liquide todo esto de una vez para siempre! ¡Que me dejen morir en paz!

– Es extraño, hijos míos -les dije-, que concluya haciendo lo que me ha parecido siempre ser la mayor de las locuras…

¡Ah, ya no pensaban en pelearse! Volvían hacia mí sus miradas desconfiadas y duras. Esperaban; se habían puesto en guardia.

– Yo, que siempre me había impuesto como ejemplo al viejo aparcero despojado de sus bienes y a quien sus hijos dejan morir de hambre… Y cuando la agonía dura demasiado tiempo, añaden edredones que le cubran hasta la boca…

– Papá, te suplico…

Protestaban con una expresión de horror que no era ficticia. Cambié bruscamente de tono.

– Estarás demasiado ocupado, Huberto; las particiones serán difíciles. Tengo depósitos en todas partes, aquí, en París, en el extranjero. Las propiedades, los inmuebles…

A cada palabra mía se agrandaban sus ojos, pero no querían creerme. Vi abrirse y volver a cerrarse las finas manos de Huberto.

– Es necesario que se liquide todo antes de mi muerte, mientras os partís lo que procede de vuestra madre. Me reservo el usufructo de Cálese: la casa y el jardín. Correrán a vuestro cargo el cuidado y las reparaciones. Que no se me hable de los viñedos. Se me concederá por medio de notario una renta mensual, cuya suma se fijará previamente… Traedme mi cartera… Sí, en el bolsillo izquierdo de mi chaqueta.

Huberto me la entregó con mano temblorosa. Saqué de ella un sobre.

Encontrarás aquí algunas indicaciones referentes a la totalidad de mi fortuna. Puedes entregársela al notario Arcam… O, mejor, telefonéale que venga; yo mismo se la entregaré y confirmaré en tu presencia mi voluntad.

Huberto recogió el sobre y me preguntó con ansiedad:

– Te burlas de nosotros, ¿verdad?

– Telefonea al notario; ya verás si me burlo… Se precipitó hacia la puerta, pero se volvió.

– No -dijo-. Hoy sería inconveniente. Debemos esperar una semana.

Se pasó una mano por los ojos. Sin duda estaba avergonzado y se esforzaba en pensar en su madre. Se acercó y me devolvió el sobre.

– Bien -dije-. Abre y lee. Te autorizo.

Se acercó vivamente a la ventana y rompió los sellos. Leyó como hubiera comido. Genoveva, sin poder contenerse, se levantó e inclinó por encima de los hombros de su hermano una cabeza ávida.

Contemplé a la pareja de hermanos. No había nada de qué horrorizarme. Un hombre de negocios amenazado, un padre y una madre de familia encuentran de pronto los millones que creían perdidos. No, no me horrorizaban. Pero me asombraba mi propia indiferencia. Me parecía a un recién operado que se despierta y dice que no ha sentido nada. Había arrancado de mí algo que, según suponía, tenía fuertes raíces. No experimentaba otra sensación distinta del sosiego y el alivio físico. Respiraba mejor. En el fondo, ¿qué hacía yo, después de tantos años, sino intentar perder esa fortuna y entregársela a alguien que no fuese uno de los míos? Siempre me he engañado con respecto al objeto de mis deseos. No sabemos lo que deseamos; no amamos lo que creemos amar.

Oí que Huberto decía a su hermana:

– Es enorme…, es enorme. Una fortuna enorme.

Cambiaron algunas palabras en voz baja. Genoveva declaró que ellos no aceptarían mi sacrificio, que no querían despojarme.

Estas palabras, "sacrificio" y "despojarme", sonaban extrañamente en mis oídos. Huberto insistió:

– Has procedido bajo la emoción de este día. Te crees más enfermo de lo que estás. No tienes setenta años; se puede alcanzar una edad muy avanzada con lo que tú tienes. Al cabo de algún tiempo te arrepentirás. Me preocuparé, si quieres, de todos los cuidados materiales. Pero conserva en paz lo que te pertenece. No deseamos más que lo justo. No hemos deseado más que la justicia…

Me invadía la fatiga; ellos vieron que mis ojos se me cerraban. Les dije que mi decisión estaba tomada y que, en lo sucesivo, no hablaría más que ante notario. Ya se marchaban sin volver la cabeza cuando los llamé.

– Olvidaba deciros que debe entregarse a mi hijo Roberto una renta mensual de mil quinientos francos. Se lo he prometido. Recuérdamelo cuando firmemos el acta.