Era cómico y, en verdad, me reía solo, jadeando un poco, apoyado en el rodrigón de una cepa, frente a las pálidas extensiones de bruma, donde los pueblos con sus iglesias, sus caminos y todos sus habitantes habían naufragado. La luz del crepúsculo se abría paso penosamente hasta aquel mundo sepultado. Sentía, veía y tocaba mi crimen. No cabía enteramente en aquel horrible nido de víboras: odio de mis hijos, deseo de venganza y amor al dinero, sino en mi negativa de buscar más allá de aquellas víboras entrelazadas. Me había supeditado al nudo inmundo, como si hubiese sido mi propio corazón, como si los latidos de este corazón se hubieran confundido con aquellos reptiles hormigueantes. No había bastado, a lo largo de medio siglo, no conocer en mí nada más que lo que yo era. Incluso había usado de ello contra los demás. Me fascinaban, ante mis hijos, miserables ambiciones. De Roberto recordaba su estupidez, y a esta apariencia me remitía. Nunca se me ofreció a mí el aspecto de los demás como lo que hay que descarnar, como lo que preciso atravesar para llegar a ellos. A los treinta años, a los cuarenta, hube de hacer este descubrimiento. Pero hoy soy un anciano de corazón premioso y contemplo cómo el último otoño de mi vida adormece los viñedos y los llena de nieblas y de rayos. Aquellos a quienes debía amar, han muerto; han muerto los que hubieran podido amarme. Y no tengo tiempo ni fuerzas para intentar el viaje hacia aquellos que sobreviven, para redescubrirlos. No hay nada en mí, ni siquiera mi voz, mis ademanes ni mi risa, que no pertenezca al monstruo que he lanzado contra el mundo y a quien he dado mi nombre.
¿Y eran precisamente estos pensamientos a los que daba vueltas, apoyado en el rodrigón de aquella cepa, al borde de un surco ante los campos esplendorosos de Yquem, a la hora del crepúsculo? Un incidente, que debo señalar aquí, me los aclaró sin duda. Pero ya estaban en mí aquella noche, cuando volvía a mi casa, con el corazón embargado por la paz que envolvía la tierra. Las sombras se extendían; el mundo entero era sólo aceptación. A lo lejos, las perdidas cuestas parecían espaldas curvadas. Aguardaban la niebla y la noche para yacer quizá, para tenderse, para dormir con un sueño humano.
Esperé hallar a Genoveva y a Huberto en la casa. Me habían prometido cenar conmigo. Era la primera vez en mi vida que ansiaba su llegada, que ésta me producía alegría. Estaba impaciente por mostrarles mi nuevo corazón. No se podía perder ni un minuto para conocerlos, para hacerme conocer de ellos. ¿Hubiera tenido tiempo, antes de morir, de poner a prueba mi descubrimiento? Vencería rápidamente las etapas que me conducirían hacia el corazón de mis hijos, pasaría a través de todo lo que nos separaba. Se había roto, por fin, el nudo de víboras. Avanzaría tan rápidamente en su amor que llorarían cuando me cerraran los ojos.
No habían llegado aún. Me senté en el banco cerca del camino, atento al ruido de los motores. Cuanto más tardaban, más deseaba su llegada. Tenía momentos en que volvía mi antigua cólera: ¡les daba lo mismo hacerme esperar! Les importaba muy poco que sufriera a causa de ellos; lo hacían adrede… Me contuve. La demora podía obedecer a una misma causa que yo ignoraba, y no había ninguna probabilidad de que fuese precisamente aquella en que, por costumbre, alimentaba mi rencor. La campana anunciaba la cena. Me dirigí a la cocina para advertir a Amelia que era preciso esperar todavía un poco. Era muy extraño verme bajo aquellas vigas negras de donde pendían los jamones. Me senté cerca del fuego en una silla de anea. Amelia, su marido y Cazau, el hombre de negocios cuyas risas había oído de lejos, se callaron a mi entrada. Me rodeaba una atmósfera de respeto y terror. Nunca he hablado a los criados. No porque fuese un amo difícil o exigente, sino porque no existían a mis ojos, porque no los veía. Pero aquella noche me tranquilizaba su presencia. Y porque mis hijos no llegaban, hubiese querido cenar aquella noche en un rincón de la mesa donde la cocinera trinchaba la carne.
Cazau había huido; Ernesto se ponía una chaquetilla blanca para servirme. Me oprimía su silencio. Busqué en vano una palabra. Pero nada conocía de aquellos seres que nos servían devotamente desde hacía veinte años. Por fin recordé que antaño una hija suya, casada en Sauveterre de Guyenne, iba a verlos, y que Isa no le pagaba el conejo que nos llevaba porque comía varias veces en la casa. Sin volver la cabeza, pregunté un poco rápidamente:
– Bien, Amelia, ¿y su hija? ¿Siempre en Sauveterre?
Volvió hacia mí su cara avinagrada y, mirándome de hito en hito, dijo:
– El señor ya sabe que murió…, hará diez años, el 29, el día de San Miguel. ¿El señor no se acuerda?
Su marido guardaba silencio; pero me miró duramente; creía que aparentaba olvidar. Balbucí:
– Perdóneme… Esta vieja cabeza mía…
Pero como cuando me sentía molesto e intimidado me reía un poco burlonamente, no pude evitar hacerlo. El hombre anunció con su voz acostumbrada:
– El señor está servido.
Me levanté inmediatamente y fui a sentarme en el comedor mal iluminado, frente a la sombra de Isa… Aquí Genoveva, luego el abate Ardouin, después Huberto… Busqué con los ojos, entre la ventana y el aparador, la alta silla de María que había servido para Janine y para la hija de Janine. Simulé comer algunos bocados; me horrorizaba la mirada del hombre que me servía. En el salón se había encendido un fuego de sarmientos. En aquella estancia, cada generación, al retirarse, como hace una marea con las conchas, había dejado álbumes, cofrecillos, daguerrotipos y lámparas "cárcel". [2]
Muertas figurillas cubrían las consolas. El cansino paso de un caballo en la sombra y el ruido del trujal junto a la casa me lastimaron el corazón.
"¿Por qué no habéis venido, hijos míos?"
Me tembló esta lamentación en los labios. Si a través de la puerta la hubiesen oído los criados, hubieran creído que había un extraño en el salón, porque no podían ser la voz ni las palabras del viejo miserable que, según imaginaban, no quería saber que su hija había muerto.
Todos, mujer, hijos, amos y criados, se habían unido contra mi alma, me habían impuesto un papel tan odioso. Me había identificado atrozmente con la actitud que ellos exigían de mí. Me había conformado al modelo que me proponía su odio. ¡Qué gran locura, a los sesenta y ocho años, esperar remontar la corriente, imponerles una visión nueva del hombre que soy ahora, que he sido siempre! Sólo vemos aquello que estamos acostumbrados a ver. Y a vosotros, pobres hijos míos, a vosotros no os veo. Si yo fuera más joven, las huellas hubieran profundizado menos, las costumbres no hubieran arraigado tanto; pero dudo de que, incluso en mi juventud, hubiese podido romper este encantamiento. Pensaba que era necesario poseer una fuerza. ¿Qué fuerza? Alguien. Sí, alguien en quien reunimos todos y que había de ser el que garantizase mi victoria interior a ojos de los míos; alguien que fuera testigo en mi favor, que me descargara de mi inmundo fardo, que lo tomara sobre sí…
Incluso los mejores no aprenden a amar por sí solos. Para pasar de largo ante los ridículos, los vicios y, sobre todo, la estupidez de los seres, es necesario poseer un secreto de amor que el mundo no conozca. Mientras ese secreto no sea hallado, se cambiarán en vano las condiciones humanas. Creía que el egoísmo me hacía extraño a todo lo que compete a lo económico y lo social. Es cierto que he sido un monstruo de soledad e indiferencia; pero también había en mí un sentimiento, una oscura certidumbre de que para nada servía revolucionar la faz del mundo; había que tocar al mundo en el corazón. Busco sólo a aquel que lleve a cabo esta victoria; será necesario que sea el Corazón de los corazones, el centro vivo de todo amor. Deseo que tal vez sea ya súplica. Faltó muy poco aquella noche para que me arrodillara, hundiendo mis codos en una butaca, como hacía Isa en los veranos de antaño, con los tres niños pegados a sus faldas. Volvía de la terraza hacia aquella ventana iluminada; ahogaba mis pasos e, invisible en el jardín en sombras, contemplaba a aquel grupo suplicante.