– Prosternada ante Vos, oh, Dios mío -murmuraba Isa-, os doy las gracias por haberme dado un corazón capaz de conoceros y amaros…
Estaba de pie, en medio del salón, vacilante, como conmovido. Pensaba en mi vida, contemplaba mi vida. No, no es posible remontar tal corriente de barro. Había sido un hombre tan espantoso que no pude tener un solo amigo. Y me preguntaba si lo fui por no haber sido nunca capaz de disfrazarme. Si todos los hombres vivían tan enmascarados como yo había vivido durante medio siglo, tal vez se asombraran al descubrir en ellos que las diferencias de nivel son tan pequeñas. A decir verdad, nadie avanza a cara descubierta, nadie. La mayor parte remedan la grandeza, la nobleza. Sin saberlo, se parecen a tipos literarios, o a otros. Los santos lo saben, que se odian y se desprecian porque se ven. No me hubieran despreciado tanto si no hubiese sido tan franco, tan abierto, tan llano.
Tales eran los pensamientos que aquella noche me perseguían, mientras paseaba por aquella habitación en sombras, golpeándome al pasar contra la caoba y palisandro de un moblaje macizo, despojos del pasado de una familia y donde tantos cuerpos, hoy día convertidos en polvo, se habían apoyado y sentado. Las botas de mis hijos habían ensuciado el diván cuando se sentaban en él para hojear Le Monde lllustré de 1870. La tela continuaba manchada en los mismos sitios. El viento giraba en torno a la casa, arrastrando las hojas muertas de los tilos. Se habían olvidado de cerrar los postigos de una habitación.
Capítulo diecinueve
Al día siguiente, esperé con ansiedad la hora del correo. Me paseaba bajo las avenidas del jardín, como hacía Isa cuando nuestros hijos llegaban tarde y se sentía inquieta. ¿Se habrían peleado? ¿Habría enfermado alguno? "Me quemaba la sangre". Me volvía tan hábil como Isa para conversar, para alimentar ideas fijas. Caminaba en medio de los viñedos con esa actitud ausente y alejada del mundo de aquellos que le dan vueltas a una inquietud. Pero, al mismo tiempo, recuerdo haber prestado atención a este cambio que se efectuaba en mí, haberme complacido en mi inquietud. La niebla era sonora; se oía el campo sin verlo. Las aguzanieves y los zorzales jugueteaban en los surcos, donde las uvas tardaban en pudrirse. A Lucas le gustaba cuando era niño pasear en aquellas mañanas, al final de las vacaciones.
Unas palabras de Huberto, fechadas en París, no me tranquilizaron. Me decía que se había visto obligado a partir apresuradamente; un enojoso asunto muy grave del que ya me daría cuenta a su regreso, que fijaba para dos días más tarde. Supuse que serían complicaciones de orden fiscal. ¿Habría cometido alguna ilegalidad?
Al mediodía, no pude más y me hice conducir a la estación, donde saqué billete para Burdeos, a pesar de que me había prohibido a mí mismo viajar solo. Genoveva vivía entonces en nuestra casa. La encontré en el vestíbulo en el momento en que despedía a un individuo que debía de ser el doctor.
– ¿No te ha dicho nada Huberto?
Me arrastró a la salita donde yo me había desmayado el día de las exequias. Respiré cuando supe que se trataba de una escapatoria de Phili. Había temido algo peor; pero se había ido con una mujer que "se interesaba mucho por él", y después de una terrible escena había dejado a Janine sin ninguna esperanza. No se podía reanimar a la pequeña del estado de postración que preocupaba al médico. Alfredo y Huberto habían encontrado al fugitivo en París; pero, según un telegrama recibido en aquellos momentos, no habían podido conseguir nada.
– Cuando pienso que nosotros le aseguramos una pensión tan generosa… Evidentemente, habíamos tomado precauciones al no poner a su nombre capital alguno. Pero la renta es muy importante. Dios sabe que Janine ha sido con él muy débil; Phili obtenía de ella lo que quería. Cuando pienso que en otro tiempo había amenazado con abandonarla, convencido de que tú no nos dejarías nada… Y ahora que nos dejas tu fortuna, decide huir. ¿Cómo te lo explicas?
Y se paró ante mí, con las cejas levantadas y los ojos dilatados. Después se acercó al radiador y aplicó a él las manos.
– Naturalmente -dije-, se tratará de una mujer muy rica…
¡Qué va! Una profesora de canto… Ya la conoces; es Madame Vélard. No es joven; ha vivido lo suyo. Apenas gana para vivir. ¿Cómo te lo explicas? -repetía.
Pero volvió a hablar sin aguardar mi respuesta. En aquel momento entró Janine. Se había puesto una bata y me ofreció la frente. No había adelgazado; pero en su cara redonda y sin gracia la desesperación había hecho desaparecer todo lo que yo odiaba. Aquel pobre ser tan compuesto, tan amanerado, se había convertido en otro terriblemente sencillo. La cruda luz de una araña la iluminaba enteramente sin que pestañease.
– ¿Lo sabe usted? -me preguntó simplemente, y se sentó en el sofá.
¿Oyó las conversaciones de su madre, la interminable requisitoria que debió empezar Genoveva a la huida de Phili?
– Cuando pienso…
Cada párrafo comenzaba con este "cuando pienso", tan sorprendente en una persona que pensaba tan poco. Decía ella que habían consentido en aquel matrimonio a pesar de que Phili, a los veintidós años, había dilapidado una bonita fortuna que había heredado demasiado pronto. Como era huérfano y carecía de parientes cercanos, hubo de emanciparse. La familia había cerrado los ojos a su licenciosa vida… Y ésta era la recompensa…
En vano traté de contener la cólera que nacía en mí. Mi antigua maldad volvía a despertarse. ¡Como si Genoveva, Alfredo, Isa y todos sus amigos no hubiesen hostigado a Phili, haciéndole mil promesas!
– Lo más curioso -gruñí- es que crees lo que dices. Tú sabes, sin embargo, que todos corríais tras él…
– No vas a defenderlo, papá…
Dije que no se trataba de defenderlo. Pero añadí que habíamos cometido el error de juzgar a Phili más vil de lo que era. Sin duda, se le había insistido demasiado duramente en que, una vez asegurada la fortuna, había de aceptar todas las vejaciones y que, además, se tenía la seguridad de que en lo sucesivo no se escaparía. Pero las personas nunca caen tan bajo como se supone.
– Cuando pienso que defiendes a un miserable que abandona a su mujer y a su hijita…
– Genoveva -grité exasperado-, no me comprendes; haz un esfuerzo para comprender. No defiendo al que abandona a su mujer y a su hija, pero el culpable lo mismo puede haber cedido a innobles razones como a motivos de importancia…
– Entonces -replicó Genoveva tercamente-, te parece noble haber abandonado a una mujer de veintidós años y a una niña…
No salía de ahí; no comprendía nada de nada.
– No, eres demasiado tonta…, a menos que te propongas no comprender… Yo sostengo que Phili me parece menos despreciable desde…
Genoveva me interrumpió gritando que aguardara a que Janine hubiese salido de la habitación para insultarla defendiendo a su marido. Pero la pequeña, que hasta entonces no había abierto la boca, dijo con voz que apenas pude reconocer:
– ¿Por qué negarlo, mamá? Nosotros hemos hundido a Phili. Acuérdate. En cuanto se repartió la fortuna, nos lanzamos sobre él. Era como un animal al que yo hubiese atado a la trailla. Había llegado a no poder soportar más tiempo no ser amada. Le tenía; era mío; me pertenecía. Yo era la dueña del dinero; le hacía pagar con las setenas. Era tu expresión, mamá. Recuerda que me decías: "Ahora podrás hacerle pagar con las setenas". Pensamos que para él no existía nada por encima del dinero. Tal vez lo creyera él mismo, y, sin embargo, su cólera, su vergüenza, han sido muy grandes. El no ama a esa mujer que me lo ha quitado; me lo confesó al marcharse, y me dijo cosas tan horribles que estoy segura de que decía la verdad. Pero ella no le despreciaba, no le humillaba. Se ha dado a él; no lo ha tomado. Mi caso no era ése.