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La desventurada no conocía a su Phili ni de lejos. ¿Qué representaba él a sus ojos, fuera de la angustia de su presencia, de las caricias aplazadas, de los celos, del horror de haberlo perdido? Sin ojos, sin olfato, sin antenas, corre y enloquece tras ese ser, sin nadie que le explique lo que es realmente el objeto de su persecución… ¿Existen padres ciegos? Janine es mi nieta; pero si fuese mi hija no la vería sino como lo que es: una criatura que nada puede recibir de otro. Esta mujer de regulares rasgos, gruesa, pesada, de voz estúpida, está marcada con el sello de aquellos que no se detienen ni a ver ni a pensar. A lo largo de estas noches me ha parecido bella, sin embargo, con una belleza extraña a sí misma, impresa en su desesperación. ¿No existe hombre alguno a quien atraiga este incendio? Pero la desgracia arde en las tinieblas y en un desierto, sin otro testigo que este anciano…

Al mismo tiempo que, durante aquellas largas veladas, sentía piedad de ella, no me cansaba de comparar a Phili, ese muchacho semejante a tantos otros, como una vulgar mariposa blanca se parece a las demás mariposas blancas, con aquella pasión que había desencadenado en su mujer y que para ella había aniquilado el mundo visible e invisible: nada subsistía, a los ojos de Janine, sino aquel macho, algo deslucido, inclinado a preferir el alcohol a lo demás y a considerar el amor como un trabajo, una obligación, una fatiga… ¡Cuánta miseria!

Apenas miraba a su hija, que se deslizaba en la estancia al anochecer. Posaba los labios, al azar, sobre los rizos de la niña, y no porque la criatura careciera de poder ante su madre, puesto que en ella hallaba Janine la fuerza necesaria para no partir en persecución de Phili. Era una mujer capaz de hostigarle, de provocarle y de hacerle escenas en público. No, yo no hubiera bastado para detenerla; quedábase por la hija, pero no recibía de ella consuelo alguno. La niña se refugiaba por la noche en mis brazos o en mis rodillas, hasta el momento en que servían la cena. Hallaba en sus cabellos ese olor a pájaro, a nido, que me recordaba los de María. Cerraba los ojos y apoyaba la boca en aquella cabeza, y procurando no abrazar demasiado fuerte a aquel cuerpecillo, llamaba en mi corazón a mi hija perdida. Y, al mismo tiempo, era a Lucas a quien creía abrazar. Cuando había jugado mucho, sus mejillas tenían ese sabor salado de las de Lucas, cuando se dormía en la mesa, cansado de correr… No podía esperar al postre y, uno a uno, nos ofrecía su cara extenuada de sueño. Así soñaba yo, y Janine vagaba por la habitación, andando, andando, insistiendo en su amor.

Me acuerdo de la noche en que me preguntó:

– ¿Qué habría de hacer para no sufrir?… ¿Cree usted que esto pasará?

Era una noche muy fría. La vi abrir la ventana y las persianas, y mojar su frente y su busto al helado claro de luna. La llevé cerca del fuego, y yo, que ignoro en absoluto los ademanes de la ternura, me senté torpemente a su lado y rodeé sus hombros con un brazo. Le pregunté si le quedaba alguna ayuda.

– ¿Tienes fe?

Contestó distraídamente:

– ¿Fe? -como si no me hubiese comprendido.

– Sí -repliqué-. Dios…

Levantó hacia mí su cara ardiente, me miró desconfiada y me dijo, al fin, "que no sabía qué tenía que ver con eso"… Y como insistiera, añadió:

– Claro, soy religiosa. Cumplo con mis deberes. ¿Por qué me pregunta usted eso? ¿Se ríe de mí?

– ¿Crees tú -le dije- que Phili esté a la altura de lo que tú le das?

Me miró con esa expresión desabrida e irritada de Genoveva cuando no comprende lo que se le dice y, no sabiendo qué contestar, teme que se le tienda un lazo. Por fin se arriesgó.

– Nada tiene que ver una cosa con otra.

No le gustaba mezclar la religión con esas cosas.

Era católica militante, pero le horrorizaban esas relaciones poco correctas. Cumplía con sus deberes. Con el mismo tono hubiera dicho que pagaba sus contribuciones. Lo que yo tanto había execrado durante toda mi vida, era eso, nada más que eso: esa grosera caricatura, esa carga mediocre de la vida cristiana, y yo había fingido ver en ella una auténtica representación para tener el derecho de odiarla. Es necesario mirar frente a frente a lo que se odia. Pero yo, pensaba, pero yo… ¿No sabía ya que me engañaba a mí mismo aquella noche de fin del último siglo, en la terraza de Cálese, cuando el abate Ardouin me dijo: "Es usted muy bueno"? Más tarde me tapé los oídos para no oír las palabras de María agonizante. Sin embargo, a su cabecera se me había revelado el secreto de la muerte y de la vida… Una niña moría por mí… Yo he querido olvidarlo. Incansablemente, he deseado perder esa llave que una mano misteriosa me ha ofrecido siempre a cada vuelta de mi vida: la mirada de Lucas después de su misa de los domingos, a la hora en que se oyen los chirridos de la cigarra… Y aquella primavera aun, la noche de la granizada…

Tales eran mis pensamientos aquella noche. Recuerdo haberme levantado, haber empujado mi butaca tan bruscamente que Janine se estremeció. En aquella hora avanzada, el silencio de Cálese, ese silencio espeso, casi sólido, embotaba, ahogaba su dolor. Dejaba morir el fuego, y, a medida que la habitación se enfriaba, arrastraba su silla al hogar y sus pies casi tocaban la ceniza. El fuego agonizante atraía sus manos y su frente. La lámpara de la chimenea iluminaba a aquella mujer piadosa y rechoncha, y yo paseaba en la penumbra en torno suyo, entre los muebles de caoba y palisandro. Impotente, daba vueltas alrededor de aquel bloque humano, de aquel cuerpo postrado.

– Hija mía…

No hallaba la palabra que buscaba. Lo que me ahoga esta noche, al tiempo que escribo estas líneas, lo que duele en mi corazón como si éste se rompiera, ese amor, cuyo nombre por fin conocía, nombre ador…

"Cálese, 10 de diciembre de 193…

Querida Genoveva:

Acabaré esta semana de clasificar los papeles que se desbordan de todos los cajones. Pero mi deber es darte a conocer sin demora este extraño documento. Ya sabes que nuestro padre murió ante su mesa de trabajo y que Amelia lo encontró la mañana del 24 de noviembre frente a un cuaderno abierto. Esto es lo que te mando en paquete certificado.

Sin duda te costará tanto trabajo como a mí comprender su escritura. Ha sido una suerte que la servidumbre no haya podido descifrar la letra. Movido por un sentimiento de delicadeza, decidí en principio ahorrarte esta lectura. Nuestro padre habla de ti en términos singularmente duros. Pero, ¿tengo el derecho de hacerte permanecer en la ignorancia de algo que incumbe tanto a ti como a mí? Tú conoces mis escrúpulos en todo lo que toca de cerca o de lejos a la herencia de nuestros padres. Así, pues, lo he pensado mejor.

Además, ¿quién de los dos ha sido peor tratado en estas páginas amargas? Nada nos revelan que no sepamos ya desde hace mucho tiempo. El desprecio que inspiré a mi padre envenenó mi adolescencia. Durante mucho tiempo he dudado de mí; me he doblegado bajo su mirada implacable, y han tenido que transcurrir muchos años para que, al fin, sepa cuál es mi valor.

Le he perdonado, y añado, incluso, que el deber filial es el que me ha impulsado a enviarte este documento. Porque, cualquiera que sea el juicio que te merezca, es indudable que la figura de nuestro padre, a pesar de todos los horribles sentimientos que nos muestra, habrá de parecerte, no me atrevo a decir más noble, pero sí más humana. Pienso especialmente en su amor por nuestra hermana María y por el pequeño Lucas, de lo que encontrarás en este cuaderno conmovedoras pruebas. Me explico mucho mejor ahora el dolor que manifestó ante el ataúd de mamá y que nos dejó a todos estupefactos. Tú lo creías afectado en parte. Estas páginas no servirán más que para revelarte los sentimientos que subsistían en aquel hombre implacable y locamente orgulloso. Vale la pena que soportes su lectura, por otra parte, tan penosa para ti, querida Genoveva.