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– ¿Es éste el domingo después de Pentecostés?

Al volver acudían a besarme y me encontraban todavía en el lecho. La pequeña María, que debía de haber rezado por mi salvación todas las oraciones que sabía, me miraba atentamente, con la esperanza, sin duda, de comprobar una ligera mejoría en mi estado espiritual.

Era la única que no me irritaba. Cuando sus dos hermanos mayores adoptaron ya las creencias que tú practicabas, con ese instinto burgués de comodidad que los haría prescindir más tarde de todas las virtudes heroicas, de toda la sublime locura cristiana, en María, por el contrario, había un fervor conmovedor, una ternura espiritual por los criados, por los aparceros y por los pobres. Se decía de ella:

– Dará todo lo que tenga. El dinero no se le quedará en las manos. Todo esto es muy bonito, pero habrá que vigilarla.

Y aun:

– A todos acepta su bondad, incluso a su padre.

Por la noche, llegaba a mis rodillas sin que se la obligase. Una vez se durmió con la cabeza apoyada en mi hombro. Sus rizos cosquilleaban mis mejillas. Me molestaba la inmovilidad y sentía deseos de fumar. Pero, sin embargo, no me moví. Cuando, a las nueve, llegó su niñera a buscarla, yo mismo la subí hasta su alcoba y todos vosotros me mirasteis con estupor, como si fuese la fiera que lamía los pies de los pequeños mártires. Pocos días después, la mañana del 14 de agosto, me dijo María, y tú sabes cómo lo hacen los niños:

– Prométeme hacer lo que yo te pida… Prométemelo primero y te lo diré después…

Me recordó que al día siguiente cantabas tú en la misa de once, y me dijo que sería magnífico que yo fuera a oírte.

– ¡Me lo has prometido! ¡Me lo has prometido! -decía besándome-. ¡Me lo has jurado!

Creyó que el beso que le devolví era de aquiescencia. Estaba enterada toda la casa. Me sentía observado. El señor, que jamás pisaba la iglesia, iría a misa al día siguiente. Era un acontecimiento de gran importancia.

Por la noche me senté a la mesa en un estado de irritación que no pude disimular mucho tiempo. Huberto preguntó no sé qué acerca de Dreyfus. Recuerdo haber protestado furiosamente contra lo que le contestaste. Abandoné la mesa y no volví. Preparé la maleta, y al alba del 15 de agosto tomé el tren de las seis y pasé un día horrible en un Burdeos agobiador y desierto.

Es extraño que después de esto me hayáis vuelto a ver en Cálese. ¿Por qué he pasado siempre mis vacaciones a vuestro lado, en lugar de viajar? Podría imaginar contundentes razones. A decir verdad, se trataba de no hacer un doble gasto. Nunca he creído que fuese posible partir de viaje y prodigar tanto dinero sin haber colgado previamente el puchero y cerrado la casa. No hubiera experimentado placer alguno yendo de un lado a otro, sabiendo que dejaba tras de mí el gasto de una casa. Terminaba, pues, volviendo al pesebre común. Desde el momento en que mi comida se servía en Cálese, ¿cómo era posible ir a alimentarme en otro lugar? Tal era el espíritu de economía que mi madre me había legado y del que yo había hecho una virtud. Volví, pues, pero en tal estado de rencor que ni siquiera María pudo dominarlo. Comencé a emplear contra ti una nueva táctica. Lejos de atacar francamente tus creencias, me cebaba, en las menores circunstancias, tratando de ponerte en contradicción con tu propia fe. ¡Pobre Isa! Confiesa, tan buena cristiana como eres, que jugaba un juego magnífico. Habías olvidado, si es que alguna vez lo supiste, que caridad es sinónimo de amor. Con el mismo nombre englobabas cierto número de deberes hacia los pobres que tú cumplías escrupulosamente con miras a tu eternidad. Reconozco que en esto has cambiado mucho; ahora, naturalmente, te preocupan los cancerosos. Pero entonces, una vez socorridos los pobres, tus pobres, te encontrabas a tus anchas exigiendo lo que te debía la gente que vivía bajo tu dependencia. No cedías lo más mínimo con respecto al deber de las amas de casa, obteniendo el mayor trabajo con el menor dinero posible. Aquella pobre vieja que se pasaba todas las mañanas ante la casa con su carretón de legumbres y a quien tú hubieras socorrido largamente si te hubiese tendido la mano, no te vendía ni siquiera una lechuga sin que tú pusieras a contribución todo tu afán para regatearle unos céntimos de su escaso beneficio.

Los más tímidos ruegos de los criados y de los trabajadores para un aumento de salario te causaban primero estupor y después una indignación cuya vehemencia era tu fuerza y te aseguraba siempre la última palabra. Tenías una especie de genio para demostrar a esa gente que no necesitaba nada. En tus labios, una enumeración indefinida multiplicaba las ventajas de que ellos gozaban:

– Ustedes poseen alojamiento, una barrica de vino, la mitad de un cerdo que alimentan con mis patatas, y un huerto donde coger legumbres.

Los pobres diablos no soñaban con ser tan ricos. Tú asegurabas que tu doncella podía ingresar íntegramente en la Caja de Ahorros los cuarenta francos que le entregas cada mes.

– Le doy todos mis vestidos viejos, mis enaguas, mis zapatos. ¿Para qué le sirve el dinero? Haría regalos a su familia…

Por otra parte, los cuidabas solícitamente si estaban enfermos. No los abandonabas nunca, y reconozco que, en general, eras siempre querida y a menudo incluso amada devotamente por esas gentes que despreciaban a las amas de casa demasiado débiles. Para todas estas cosas profesabas las ideas de tu ambiente y de tu época. Pero jamás habías confesado que las condena el Evangelio.

– ¡Vaya! -decía yo-. Creía que Cristo había dicho…

Te quedabas perpleja, desconcertada, furiosa a causa de los niños. Caías siempre en el lazo:

– No es necesario tomarlo al pie de la letra… -balbucías.

Y yo triunfaba, satisfecho, y te abrumaba con ejemplos para probarte que la santidad consiste precisamente en seguir el Evangelio al pie de la letra. Si tenías la desgracia de protestar diciendo que no eras una santa, te citaba el precepto: "Sed perfectos, como lo es vuestro Padre celestial."

Confiesa, pobre Isa, que yo te he hecho mucho bien a mi manera, y que si hoy día piensas en los cancerosos me lo debes en parte. En esa época, tu amor por los niños acaparaba toda tu atención. Devoraban tus reservas de bondad, de sacrificio. Te impedían ver a los demás hombres. No solamente te habías apartado de mí, sino de todo el mundo. Ni siquiera a Dios podías hablarle de otras cosas que no fueran su salud y su porvenir. En esto tenía yo mi punto fuerte. Te preguntaba si no sería necesario, desde el punto de vista cristiano, desear para ellos todas las cruces, la pobreza y la enfermedad. Me interrumpías inmediatamente:

– No quiero contestarte. Hablas de lo que no sabes.

Pero, para tu desgracia, estaba el preceptor de los niños, un seminarista de veintitrés años, el abate Ardouin, cuyo testimonio yo invocaba implacablemente y a quien intimidaba mucho, porque no le hacía intervenir más que cuando estaba seguro de tener razón, y él era incapaz, en aquella especie de discusiones, de no descubrirme todo su pensamiento. A medida que se desarrollaba el proceso Dreyfus, hallé mil motivos para oponerte al pobre abate:

– Desorganizar el ejército por un miserable judío… -decías.

Esta sola frase desencadenaba mi simulada indignación, y no cejaba hasta haber obligado al abate Ardouin a confesar que un cristiano no puede suscribir la condena de un inocente, aun cuando fuera en beneficio de un país.

Además, no intenté convenceros ni a ti ni a los niños, que no conocíais el asunto más que por las caricaturas de los periódicos. Vosotros constituíais un bloque inquebrantable. Incluso cuando yo tenía razón, no dudabais de que era a fuerza de argucias. Guardabais silencio ante mí. Al acercarme, tal como hoy sucede, cesaban inmediatamente las discusiones. Pero algunas veces no sabíais que me ocultaba tras un macizo de arbustos e intervenía de pronto sin que pudierais batiros en retirada, viéndoos obligados a aceptar el combate.

– Es un buen muchacho -decías, refiriéndote al abate Ardouin-, un verdadero niño que no cree en el mal. Mi marido juega con él como el gato con el ratón. Por esto le soporta, a pesar de su horror a las sotanas.