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Y recuerdas con qué acento gritaba:

¡Dios mío, soy una niña!… -y se recobraba-. No, puedo sufrir todavía…

El abate Ardouin le hacía beber agua de Lourdes. Nuestras cabezas se aproximaban por encima de su cuerpo extenuado, nuestras manos se tocaban. Cuando todo hubo terminado, creíste que yo era insensible.

¿Quieres saber lo que ocurría en mí? Era extraño que tú, la cristiana, no pudieras despegarte del cadáver. Se te suplicó que comieras, se te repitió que tenías necesidad de todas tus fuerzas. Pero hubiese sido necesario arrastrarte fuera de la alcoba violentamente. Estabas sentada al lado del lecho, tocando la frente y las mejillas frías con un ademán titubeante. Posabas tus labios sobre los cabellos todavía vivos; y algunas veces te arrodillabas no para rezar, sino para apoyar tu frente en las duras manitas heladas.

El Abate Ardouin te levantaba, te hablaba de esos niños a los que es necesario parecerse para entrar en el reino del Padre.

– Ella vive, la ve a usted, la escucha.

Bajabas la cabeza. Aquellas palabras no llegaban siquiera a tu cerebro. Tu fe no te servía para nada. No pensabas más que en aquella carne de tu carne que iba a ser enterrada y que estaba a punto de corromperse. Y yo, el incrédulo, experimentaba, ante cuanto quedaba de María, toda la significación de la palabra "despojo". Experimentaba la irresistible sensación de una partida, de una ausencia. Ella no estaba allí; no era ella.

"¿Buscáis a María? No está aquí."

Más tarde me acusaste de haber olvidado fácilmente. Sin embargo, sé lo que sentí en mí cuando la besé por última vez en su ataúd. Pero no era ella. Has murmurado porque no te acompañaba al cementerio casi cada día.

– No va nunca -repetías-. Y, sin embargo, María ha sido la única persona a quien él parece haber amado un poco… No tiene corazón.

Marinette volvió para asistir al entierro, pero se marchó tres días después. El dolor te cegaba; no veías la amenaza que se cernía. Incluso parecías consolarte con la partida de tu hermana. Supimos dos meses más tarde su matrimonio con un literato, un periodista a quien conoció en Biarritz. No había tiempo de parar el golpe. Fuiste implacable, como si un odio terrible estallara de pronto contra Marinette. No quisiste conocer a aquel "individuo", un hombre de tantos, parecido a muchos. Su crimen había sido frustrar para nuestros hijos una fortuna de la cual él no se beneficiaba, puesto que los sobrinos de Philipot recibirían la mayor parte.

Pero tú no has razonado jamás; no has tenido ni la sombra de un escrúpulo. No he conocido a nadie más serenamente injusto que tú. ¡Dios sabe de qué pecadillos te confiesas! No hay una sola Bienaventuranza a la que no te hayas pasado la vida buscándole la contrapartida. Nada te cuesta acumular falsas razones para apartar a lo que es objeto de tu odio. Con respecto al marido de tu hermana, a quien no habías visto y de quien nada conocías, habías dicho:

– Mi hermana en Biarritz ha sido víctima de un estafador, de una especie de rata de hotel.

Cuando murió aquella pobre criatura al dar a luz – ¡ah!, no quisiera juzgarte tan duramente como me has juzgado a mí, a propósito de María-, no hay que decir que apenas manifestaste tristeza. Los acontecimientos te habían dado la razón; no podía ocurrir de otro modo. Ella se había perdido por su gusto. No tenías nada que reprocharte. Habías cumplido con tu deber. La desventurada sabía que su familia la recibiría siempre, que se la esperaba, que no tenía más que hacer una indicación. Cuando menos, podía hacerte justicia: no habías sido cómplice. Te había costado mantener tu firmeza.

– Pero hay ocasiones en que es necesario imponerse al corazón.

No, no quiero abrumarte. Reconozco que fuiste buena con el hijo de Marinette, con el pequeño Lucas cuando tu madre, que hasta su muerte le cuidó, ya no existía. Tú te hacías cargo de él durante las vacaciones. Ibas a verle una vez cada invierno a su colegio de los alrededores de Bayona. "Cumplías con tu deber, ya que el padre no cumplía con el suyo…"

Nunca te he contado cómo conocí en Burdeos, en septiembre de 1914, al padre de Lucas. Intentaba yo entonces encontrar una caja de alquiler en un banco. Los parisienses que huían las habían alquilado todas. Por último, el director del Crédit Lyonnais me dijo que uno de sus clientes volvía a París y tal vez accediera a cederme la suya. Cuando me dio su nombre supe que era el padre de Lucas. ¡Oh, no, no era el monstruo que tú imaginabas! Busqué en vano en aquel hombre de treinta y ocho años, seco, huraño y consumido por el terror a los tribunales de revisión militar, a aquel a quien catorce años antes apenas conocí en el entierro de Marinette y con quien nunca tuve una conversación de negocios. Me habló con el corazón en la mano. Vivía maritalmente con una mujer de cuyo contacto quería alejar a Lucas. En interés del niño se lo había dejado a su suegra, la señora Fondaudége. ¡Si hubierais sabido vosotros, tú y los niños, lo que yo ofrecí a ese hombre aquel día! ¡Pobre Isa! Ahora puedo decírtelo. Habría puesto la caja a su nombre y yo hubiese cuidado de ella. Toda mi fortuna en valores hubiera quedado allí, con un papel atestiguando que pertenecía a Lucas. Mientras yo hubiese vivido, su padre no hubiera tocado la caja. Pero después de mi muerte habría tomado posesión de ella y vosotros no hubieseis heredado nada…

Evidentemente me hubiera entregado a aquel hombre junto con mi fortuna. Fue necesario que os odiara mucho en aquel momento. Pero, en fin, él no quiso. No se atrevió. Me habló de su honor.

¿Cómo fui capaz de tal locura? En aquella época, nuestros hijos, que ya se acercaban a los treinta años, estaban casados; se habían puesto definitivamente a tu lado y vuelto contra mí en toda ocasión. Os movíais secretamente. Yo era el enemigo. Dios sabe que con ellos, sobre todo con Genoveva, no podías entenderte del todo. Le reprochabas que te dejara siempre sola y que no te pidiera consejo para nada; pero el frente se restablecía contra mí. Además, transcurría todo calladamente, salvo en ocasiones solemnes. Por esto se produjeron terribles batallas cuando el matrimonio de los hijos. Yo no quería conceder dote, sino una renta. Me negué a que las familias interesadas conocieran el estado de mi fortuna. No he cejado; he sido el más fuerte; me sostenía el odio; el odio, pero también el amor, el amor que sentía por el pequeño Lucas. Sin embargo, las familias pasaron por todo porque no tenían duda de que la hucha estaba bien repleta.

Pero mi silencio os preocupaba. Intentabais saber. Genoveva procuraba enternecerme. ¡Pobre tonta, a quien oía llegar desde lejos con sus pesados zapatos! Le decía con frecuencia:

– A mi muerte me bendeciréis.

Y lo decía sólo por el placer de ver brillar sus ojos de codicia. Ella te repetía estas maravillosas palabras. Toda la familia compartía la ansiedad. En aquel tiempo buscaba el medio de no dejaros más que lo que no me fuese posible esconder. No pensaba sino en el pequeño Lucas. Tuve incluso la idea de hipotecar las tierras…

Sin embargo, estuve a punto de dejarme engañar de medio a medio por vuestra falacia. Fue en el año que siguió a la muerte de María. Había caído enfermo. Ciertos síntomas recordaban el mal de que había muerto nuestra hija. Detesto que se me cuide y tengo horror a los médicos y a las medicinas. Te empeñaste en que me resignara a guardar cama y a llamar a Arnozan.

No hay que decir que me cuidabas con gran interés e incluso con inquietud. A veces, cuando me preguntabas cómo me encontraba, me parecía distinguir en tu voz un tono de angustia. Tenías, al tocarme la frente, la misma actitud que con nuestros hijos. Te quisiste acostar en mi alcoba. Si me agitaba en el lecho por la noche, te levantabas y me dabas agua.

"Está pendiente de mí -me decía-. ¿Quién lo hubiera creído? ¿Acaso por lo que gano?"

Pero no; a ti no te interesaba el dinero… Siempre que las posibilidades de los niños no se redujeran a mi muerte. Esto era lo más verosímil.

En cuanto me reconoció Arnozan, hablaste con él a la puerta de casa, con ese tono de voz que tan frecuentemente te ha traicionado.