Esta habilidad en engañarse a uno mismo, que ayuda a vivir a la mayor parte de los hombres, me ha faltado siempre a mí. Jamás he gustado nada vil que no haya conocido primero…
No he tenido más remedio que interrumpir…; no me han traído aún la lámpara; no han venido a cerrar las contraventanas. Contemplaba el tejado de las bodegas, cuyas tejas conservan la presencia de los colores vivos de las flores o los trinos de los pájaros. Escuchaba a los tordos en la yedra del álamo carolino, el rumor producido por una barrica que rodaba. Es una suerte aguardar a morir en el único lugar del mundo donde todo se conserva igual a mis recuerdos. Sólo el zumbido del motor reemplaza al chirrido de la noria a la que daba vueltas una mula. También hay ese horrible avión postal que anuncia la hora de merendar y ensucia el cielo. No les acontece a muchos hombres hallar en la realidad, al alcance de su vista, ese mundo que la mayoría no descubre más que en sí mismos, cuando tienen el valor y la paciencia de acordarse. Yo pongo mi mano sobre mi pecho y palpo mi corazón. Contemplo el armario de luna donde se encuentran, en un rincón, la jeringuilla hipodérmica y la ampolla de nitrato amílico, todo lo que bastaría en caso de crisis. ¿Me oirían si los llamase? Quieren que sea una falsa angina de pecho; tratan mucho menos de persuadirme que de convencerse a sí mismos para poder dormir tranquilos. Respiro ahora. Diríase que una mano se ha posado sobre mi hombro izquierdo, que lo inmoviliza en una falsa posición, como haría alguien que no quisiera que yo lo olvidara. En mi caso, la muerte no vendrá subrepticiamente. Se mueve en torno a mí desde hace años, la escucho; noto su aliento; es paciente conmigo, que no la desafío y que me someto a la disciplina que impone su proximidad. Me dispongo a morir, vestido con la bata, la vestimenta de los grandes enfermos incurables, en una butaca de orejas donde mi madre aguardó su fin; sentado como ella, cerca de una mesa llena de frascos con medicinas, sin afeitar, maloliente y esclavo de numerosas manías repugnantes. Pero no os confiéis: consigo rehacerme después de mi crisis. El procurador Bourru, que me creía muerto, me ve de nuevo revivir, y durante horas tengo, en los sótanos de los bancos, la fuerza suficiente para cortar yo mismo mis cupones.
Es necesario que viva el tiempo suficiente para poder terminar esta confesión, para obligarte, en fin, a que me escuches; a que me escuches tú, con quien durante varios años he compartido mi lecho, tú, que nunca has dejado de decirme por la noche, en cuanto me acercaba:
Tengo mucho sueño, me estoy durmiendo; me duermo…
Y lo que apartabas de ese modo eran más mis palabras que mis caricias.
Cierto es que nuestra desgracia nació en esas conversaciones interminables en que nosotros, jóvenes esposos, nos complacíamos. Dos niños: yo tenía veintitrés años; tú dieciocho, y tal vez el amor fuera para nosotros un placer menor que esas confidencias, esos abandonos. Como en las pueriles amistades, nos habíamos jurado decírnoslo todo. Yo, que tenía tan poco que poder confiarte, me veía obligado a embellecerlo con miserables aventuras; no dudaba de que tú estabas tan desprovista como yo. Incluso no había supuesto que nunca hubieses podido pronunciar otro nombre de muchacho antes que el mío; no lo creí hasta la noche…
Era en esta misma alcoba donde ahora escribo. Ha variado el papel de las paredes; pero los muebles de caoba continúan en el mismo sitio. Sobre la mesa había un jarro de cristal opalino y este juego de té, ganado en una rifa. El claro de luna iluminaba la estera. El viento del Sur, que atraviesa los eriales, traía hasta nuestro lecho el olor de un incendio.
Rodolfo, el nombre de ese amigo de quien me habías hablado con frecuencia y siempre en las tinieblas de nuestra alcoba, como si su imagen estuviera presente entre nosotros en las horas de nuestra más profunda unión, volvió a ser pronunciado por ti aquella noche. ¿Lo has olvidado? Pero esto no era bastante para ti.
Hay muchas cosas, querido, que hubiese deseado contarte antes de nuestros esponsales. Hubiera sentido remordimientos no contándotelo… ¡Oh! Nada grave, te lo aseguro…
No me preocupaba nada y no hice lo más mínimo para que me lo confesases. Pero prodigabas tus confesiones con una complacencia que desde un principio me molestó. No cedías ante ningún escrúpulo, no obedecías a ningún sentimiento de delicadeza hacia mí, como tú me decías y como, por otra parte, creías.
No, te embriagabas en un recuerdo delicioso, no podías contenerte. Tal vez presintieras en todo aquello una especie de amenaza para nuestra felicidad, pero, como se dice vulgarmente, era más fuerte que tú. No dependía de tu voluntad el que la sombra de ese Rodolfo dejara de flotar en torno a nuestro lecho.
Sobre todo, no hay que creer que nuestra desdicha se haya originado en los celos. Yo, que había de convertirme más tarde en un celoso enloquecido, no había experimentado nada que atrajera sobre mí esta pasión en aquella noche de verano de que te hablo, una noche del año 85, en que me confesabas que habías sido en Aix, durante las vacaciones, la novia de ese muchacho desconocido.
Cuando pienso que al cabo de cuarenta y cinco años me ha sido dado poder explicarme todo eso… Pero, ¿leerás solamente tú mi carta? Todo esto te interesa tan poco… Todo lo que se refiere a mí te molesta. Ya los niños te impedían verme y escucharme; pero en cuanto nacieron los nietos… ¡Mucho peor! Intento esta última oportunidad. Tal vez muerto tenga más poder sobre ti que en vida. Por lo menos, en los primeros días. Por algunas semanas ocuparé de nuevo un lugar en tu existencia. Por deber leerás estas páginas hasta el fin. Tengo necesidad de creerlo. Lo creo.
Capítulo segundo
No; durante esta confesión no experimento celos de ninguna clase. ¿Cómo hacerte comprender lo que éstos destruían en mí? Yo había sido el único hijo de aquella viuda que conociste, o, mejor dicho, junto a quien viviste tantos años sin conocerla. Pero, sin duda, aun cuando esto te hubiera interesado, no hubieses comprendido bien lo que significaba la unión de esos dos seres, de esa madre y de ese hijo, porque tú eras la célula de una acaudalada y numerosa familia burguesa, jerarquizada y organizada. No; tú no sabrías concebir los cuidados que la viuda de un modesto funcionario, jefe de servicio en la Prefectura, podría dar a un hijo que era todo lo que le quedaba en la vida. Mis éxitos escolares la llenaban de orgullo. También era mi sola alegría. En aquel tiempo tenía la seguridad de que éramos muy pobres. Bastó para persuadirme de la estrechez de nuestra vida la estricta economía de la que mi madre había hecho una ley. Bien es verdad que no me faltaba nada. Me doy cuenta hoy hasta qué punto había sido yo un niño mimado. Las alquerías de mi madre en Hosteins llenaban a poca costa nuestra mesa, y me hubiera asombrado mucho oír decir que ésta era muy refinada. Las gallinas cebadas, las liebres y los pasteles de becadas no despertaban en mí ninguna idea de lujo. Siempre había oído decir que aquellas tierras no valían nada. Y, de hecho, cuando mi madre las heredó, eran terrenos estériles donde mi abuelo, niño, había llevado personalmente a pastar al ganado. Pero ignoraba que el primer cuidado de mis padres había sido sembrarlos, y, a los veintiún años, me encontré poseedor de dos mil hectáreas de bosque en pleno crecimiento y que ya abastecían de postes las minas. Mi madre, ahorraba así sobre sus modestas rentas. Ya en vida de mi padre, sacrificándose, habían comprado en cuarenta mil francos Cálese, ese viñedo que yo no cedería por un millón. Nosotros habitábamos, en la calle de Santa Catalina, un tercer piso de una casa de nuestra propiedad. Mi madre había aportado como dote los terrenos sin edificar. Dos veces por semana llegaba a nuestra casa un cesto procedente del campo. Mamá iba lo menos posible "al carnicero". En cuanto a mí, vivía con la idea fija en la Escuela Normal, donde quería ingresar. Era necesario luchar jueves y domingos para hacerme tomar el aire. No parecía en nada a esos niños que son siempre los primeros sin aparentar afanarse. Yo era un "trabajador" y me gustaba serlo; un trabajador y nada más. No recuerdo haber hallado en el liceo el menor placer estudiando a Virgilio o a Racine, aquello no era más que una asignatura. En cuanto a las obras humanas, consideraba aparte todas las que figuraban en el programa, las únicas que hubiesen tenido importancia a mis ojos, y escribía con respecto a ellas todo lo que hay que escribir para complacer a los examinadores, es decir, lo que ya se ha dicho y escrito a través de generaciones de normalistas. He aquí la clase de idiota que yo era, y la que hubiese continuado siendo, quizá, si la hemoptisis que aterrorizó a mi madre, dos meses antes de los exámenes en la Normal, no me hubiese obligado a abandonarlo todo.