Выбрать главу

– Sí -dijo Huberto-. Tú puedes mucho…

¿Qué fue lo que susurró? Se me había escapado lo que tenía más interés en conocer. Por el acento de Isa comprendía que estaba asombrada, escandalizada.

– No, eso no me gusta nada.

– No se trata de saber lo que te gusta, mamá, sino de salvar nuestro patrimonio.

Y todavía los susurros entrecortados de Isa:

– Es muy duro, hijo mío.

– Sin embargo, abuela, no debe usted continuar siendo su cómplice más tiempo. Nos deshereda, pero con su autorización. Su silencio otorga.

– Janine querida, ¿cómo te atreves?…

¡Pobre Isa, que había pasado tantas noches a la cabecera de la cama de aquella pequeña chillona, a quien había aceptado en su alcoba porque sus padres querían dormir y no había niñera que la soportase!… Janine hablaba secamente, con un tono que hubiera bastado para sacarme de quicio. Añadió:

– Siento decir estas cosas, abuela. Pero es mi deber.

¡Su deber! Daba este nombre a la exigencia de su carne, a su terror de ser abandonada por aquel guapo cuya risa idiota llegaba hasta mí…

Genoveva aprobó las palabras de su hija. Ciertamente, la debilidad podía convertirse en complicidad. Isa suspiró:

– Tal vez, hijos míos, fuera más sencillo escribirle.

– ¡Nada de eso! Sobre todo, ninguna carta -protestó Huberto-. Las cartas son siempre las que nos pierden. Espero, mamá, que no le habrás escrito todavía, ¿verdad?

Ella confesó que lo había hecho dos o tres veces.

– ¿Cartas amenazadoras o insultantes?…

Isa no se decidía a confesar. Y yo reía… Sí, me había escrito unas cartas que conservaba religiosamente, dos cartas que contenían graves injurias y una tercera casi conmovedora, con las cuales podría hacer que perdiera todos los pleitos de divorcio con que pudieran intentar convencerla esos hijos imbéciles. Todos estaban preocupados, como cuando un perro gruñe y comienza a hacerlo el resto de la jauría.

– ¿No le ha escrito usted, abuela? ¿Tiene él alguna carta peligrosa para nosotros?

– No, no lo creo… Es decir, una vez, Bourru, ese pequeño procurador de San Vicente a quien mi marido debe de tener sujeto de una forma u otra, lloriqueando (es un canalla y un hipócrita), me dijo: "¡Ah, señora, ha sido usted muy imprudente escribiéndole!"…

– ¿Qué es lo que le decías? Supongo que no le insultarías, ¿verdad?

– Una vez, cuando la muerte de María, le dirigí unos reproches tal vez demasiado violentos. Y en otra ocasión, en 1909. Se trataba de un asunto más serio que los demás.

Huberto gruñó:

– Esto es muy grave, excesivamente grave.

Y ella creyó tranquilizarle diciéndole que había arreglado inmediatamente las cosas, que se había arrepentido y reconocido su error.

– ¡Ah, ya! Algo así como un ramillete…

Entonces no hay que temer en un pleito de divorcio.

– Pero, después de todo, ¿quién os prueba? que sus intenciones sean tan negras?

– ¡Vamos! Es necesario estar ciego. El misterio impenetrable de sus operaciones financieras, sus alusiones, las palabras que se le escaparon a Bourru, ante testigos: "Cuando muera el viejo, pondrán el grito en el cielo…"

Discutían aún como si la anciana no estuviera presente. Se levantó de su butaca gimiendo. Según decía, no podía permanecer sentada afuera, por la noche, a causa de su reuma. Sus hijos ni siquiera le contestaron. Oí un vago "buenas noches" que le dirigieron sin interrumpir su conversación. Fue ella quien tuvo que besarlos uno a uno, porque ninguno de ellos se movió. Me acosté prudentemente. Sus pesados pasos sonaban en la escalera. Llegó ante mi puerta y oí su jadeo. Dejó la bujía en el suelo y abrió. Se acercó a mi lecho y se inclinó sobre mí, sin duda para asegurarse de que estaba dormido. ¡Cuánto tiempo permaneció de esta forma! Tenía miedo de traicionarme. Respiraba entrecortadamente. Por último, volvió a cerrar mi puerta. Cuando hubo cerrado la suya, volví a ocupar en el lavabo mi puesto de escucha.

Los demás estaban todavía en el mismo sitio. Hablaban a media voz. No podía oír muchas de sus palabras.

– No era de su clase -decía Janine-. También ha sido esto. Phili, querido, estás tosiendo. Ponte el abrigo.

– En el fondo, no es a su mujer a quien detesta más, sino a nosotros. ¡Es increíble! Ni siquiera se ve en las novelas. No tenemos por qué juzgar a nuestra madre -concluyó Genoveva-, pero me parece que no le quiere demasiado…

– ¡Caramba! -era la voz de Phili-. Ella siempre recuperará la dote. Las Suez de papá Fondaudége… Desde 1884 deben de haber subido mucho…

– ¿Las Suez? Pero si fueron vendidas…

Reconocí las vacilaciones y la simpleza del marido de Genoveva. El pobre Alfredo aún no había despegado los labios. Genoveva, con ese tono agrio y chillón con que le habla siempre, le interrumpió:

– ¿Estás loco? ¿Vendidas las Suez?

Alfredo contó que en el mes de mayo había encontrado a su suegra en el momento en que firmaba los papeles, y ella le había dicho:

– Parece que éste es el momento oportuno para venderlas. Están ya muy altas y no tardarán en bajar.

– ¿Y no me lo advertiste? -exclamó Genoveva-. Tú eres completamente idiota. El le ha hecho vender las Suez. Y nos cuentas esto como la cosa más natural del mundo…

– Pero, Genoveva, yo creí que tu madre os tenía al corriente de esto. Puesto que se ha casado bajo el régimen dotal…

– Sí, pero, ¿acaso no se ha embolsado él los beneficios de la operación? ¿Qué crees tú, Huberto? No habernos advertido… Y yo hubiera pasado toda mi vida al lado de este hombre…

Janine intervino para suplicarles que hablaran en voz baja. Despertarían a su hija. Durante algunos minutos no percibí nada más. Luego se oyó de nuevo la voz de Huberto.

– Pienso en lo que antes decíamos todos. Estando mamá, no podemos intentar nada por esa parte. Al menos, sería necesario preparar poco a poco…

– Tal vez le gustaría más esto que la separación. Puesto que la separación implica necesariamente el divorcio, plantea un caso de conciencia… Evidentemente, lo que propone Phili choca de buenas a primeras. Pero nosotros no seríamos los jueces. No seríamos nosotros quienes habríamos de decidir en último término. Nuestro papel consiste en provocar los hechos. Y éstos no se producirán a menos que las autoridades competentes reconozcan su necesidad.

– Y yo os repito que todo eso es dar palos de ciego -dijo Olimpia.

Era necesario que la mujer de Huberto estuviera furiosa por haber elevado la voz de aquella manera. Afirmó que yo era un hombre ponderado y de sano juicio.

– Y debo decir -añadió- que estoy frecuentemente de acuerdo con él, y que lo volvería como un guante si no deshicierais mi obra…

No oí nada de la insolencia con que debió de contestarle Phili, pues todos reían, como ocurría siempre que Olimpia hablaba. Yo recogía los fragmentos de la conversación:

– Hace cinco años que no actúa como abogado, que no puede actuar.

– ¿A causa de su corazón?

– Ahora, sí. Pero cuando dejó de hacerlo no estaba aún enfermo. Lo cierto es que disputaba con sus colegas. Tuvo algunas escenas en los pasillos de la Audiencia. He tenido referencias de ello…

Agucé en vano el oído. Phili y Huberto habían acercado sus sillas. No oí más que un murmullo indistinto, y poco después esta exclamación de Olimpia:

– ¡Vamos, vamos! El único hombre con quien podía hablar aquí de mis lecturas, cambiar ideas generales…, y queréis…

Lo único que pude oír de la respuesta de Phili fue la palabra "chiflada". Un yerno de Huberto, ese que no habla casi nunca, dijo con voz entrecortada:

– Os ruego que seáis corteses con mi suegra.

Phili dijo que bromeaba. Los dos, ¿no eran acaso víctimas en este asunto? Como el yerno de Huberto aseguraba con voz temblorosa que él no se consideraba una víctima y que se había casado con su mujer por amor, dijeron todos a coro: