– ¡Yo también! ¡Yo también! ¡Yo también! Irónicamente, Genoveva dijo a su marido:
– ¡Ah! ¿Tú también? ¿Te vanaglorias de haberte casado conmigo sin haber sabido antes a cuánto ascendía la fortuna de mi padre? Recuerda la noche de nuestra boda, en que me dijiste: "¿Qué se propone con no querer decirnos nada, si sabemos que es enorme?"
Rieron todos. Huberto habló nuevamente; habló sólo algunos instantes. No oí más que la última frase:
– Es un caso de justicia, un caso de moralidad que se impone ante todo. Defendemos el patrimonio, los sagrados derechos de la familia.
En el profundo silencio que precede al alba, sus conversaciones se hicieron más inteligibles.
– ¿Hacerlo seguir? Tiene demasiado trato con la policía: he tenido ocasión de comprobarlo. Lo sabría… -Y algunos instantes después:- Se conoce su dureza, su rapacidad. Hay que reconocer que se ha puesto en duda su delicadeza en dos o tres asuntos. Pero por lo que respecta al buen sentido, al equilibrio…
– En todo caso, no se puede negar el carácter inhumano, monstruoso, antinatural, de sus sentimientos hacia nosotros…
– Así, ¿tú crees, pequeña Janine -dijo Alfredo a su hija-, que esto bastaría para establecer un diagnóstico?
Comprendía. Había comprendido. Habíase apoderado de mí una gran calma, un sosiego nacido de esa certidumbre: ellos eran los monstruos y yo la víctima. La ausencia de Isa me gustaba. Más o menos, había protestado mientras estuvo ante ellos, y ante ella no se hubiesen atrevido a aludir a estos proyectos que yo acababa de sorprender y que, por otra parte, no me asustaban. ¡Pobres imbéciles! Como si yo fuese hombre que me dejara incapacitar o encerrar. Antes de que ellos hubieran movido el dedo meñique, yo habría puesto instantáneamente a Huberto en una situación desesperada. El ya sabe que lo tengo cogido. En cuanto a Phili, poseo unas informaciones… Jamás se me había ocurrido que podía verme en la necesidad de hacer uso de ellas. Pero no las utilizaré; me bastará con enseñar los dientes.
Por primera vez en mi vida experimenté la alegría de ser el menos malo. No sentía deseos de vengarme de ninguno de ellos. O, al menos, no quería otra venganza que arrancarles esta herencia en torno a la cual se consumían de impaciencia y de angustia.
– ¡Una estrella fugaz! -exclamó Phili-. No he tenido tiempo de hacer un voto.
– Nunca se tiene tiempo -dijo Janine. Y su marido añadió con alegría de niño:
– Cuando veas una, gritarás: " ¡Millones!".
– ¡Qué idiota es este Phili!
Todos se levantaron. Las butacas del jardín arañaron la arena. Oí el ruido de los cerrojos de la puerta de entrada, las risas ahogadas de Janine en el pasillo. Las puertas de las habitaciones se cerraron una tras otra. Mi decisión estaba tomada. Desde hacía dos meses no había sufrido ningún ataque. Nada me impedía ir a París. Por lo general, me iba sin advertirlo. Pero no quería que mi partida pareciese una huida. Hasta la mañana, rehíce mis planes de otras veces. Lo dejé todo dispuesto.
Capítulo trece
Al mediodía, cuando me levanté, no experimentaba la menor fatiga. Bourru, llamado por teléfono, acudió a verme después de comer. Paseamos durante tres cuartos de hora bajo los tilos. Isa, Genoveva y Janine nos observaban desde lejos, y yo gozaba con su angustia. ¡Qué lástima que los hombres estuvieran en Burdeos! "Bourru es su alma condenada", decían del viejo y pequeño procurador. ¡Miserable Bourru, a quien sujeto más estrechamente que a un esclavo! Había que ver aquella mañana al pobre diablo debatiéndose para que no dejase ninguna arma contra él en manos de mi heredero eventual…
– Pero él se las entregará -le dije- en cuanto usted haya quemado el reconocimiento firmado por él.
Al marcharse, hizo un reverencioso saludo a las damas, quienes apenas si le contestaron, y montó tristemente en su bicicleta. Volví al encuentro de las tres mujeres y les dije que me iba a París aquella misma noche. Como Isa protestase diciendo que era una imprudencia efectuar solo aquel viaje, le respondí:
– Es necesario que me preocupe de mis inversiones. Aun cuando no lo parezca, pienso en vosotros.
Me observaron con ansiedad. Mi irónico acento me traicionaba. Janine miró a su madre y se enardeció.
– La abuela o el tío Huberto podrían hacerlo por usted, abuelo.
– Es una idea, querida… ¡Una buena idea! Pero estoy acostumbrado a hacer las cosas por mí mismo. Además, ya sé que hago mal, pero no me fío de nadie.
– ¿Ni de sus hijos? ¡Oh, abuelo!
Subrayó la palabra "abuelo" con un tono muy remilgado. Adoptaba una actitud tan zalamera que se hacía irresistible. ¡Ah, su voz exasperante, esa voz que había oído por la noche mezclada con las de los demás!… Entonces me eché a reír, con esa risa peligrosa que me hacía toser y que los aterraba visiblemente. No olvidaré jamás aquella pobre cara de Isa, su extenuación. Debía de haber sufrido ya los asaltos. Janine volvería probablemente a la carga en cuanto yo diese media vuelta.
– No le deje partir, abuela…
Pero mi mujer no estaba en condiciones de luchar, no podía más; se hallaba en el límite de sus fuerzas, agobiada por la fatiga. Le oí decir el otro día a Genoveva:
– Quisiera acostarme, dormir, no despertarme
mas…
Me enternecía como mi pobre madre me había enternecido. Los hijos lanzaban contra mí aquella vieja máquina usada, inservible. Sin duda, la amaban a su modo; la obligaban a que la visitara el médico, a seguir su régimen. Su hija y su nieta se habían alejado, y entonces se acercó a mí.
– Escucha -me dijo rápidamente-, necesito dinero.
– Estamos a 10. Te di para el mes el día 1.
– Sí, pero he tenido que adelantar dinero a Janine; están muy apurados. En Cálese hago economías; te lo devolveré de lo del mes de agosto… Le dije que aquello me tenía sin cuidado y que no tenía por qué mantener a Phili.
– Debo unos pedidos al carnicero y al tendero… Mira.
Me los enseñó. Me dio lástima. Le ofrecí firmar los talones.
– Así el dinero no irá a otro sitio.
Ella aceptó. Saqué mi libro de cheques y me di cuenta de que, entre los rosales, Janine y su madre nos observaban.
– Estoy seguro -le dije- que suponen que me hablas de otra cosa.
Isa se estremeció y me preguntó en voz baja:
– ¿De qué cosa?
En aquel instante sentí una opresión en el pecho. Apretándomelo con las dos manos, hice ese ademán que ella conocía tan bien. Se acercó.
– ¿Te encuentras mal?
Me apoyé un instante en su brazo. Bajo los tilos parecíamos dos esposos que concluyen su vida después de una profunda unión. Murmuré en voz baja:
– Ya estoy mejor.
Debió de pensar que era el momento de hablar, una ocasión única. Pero no tenía fuerzas para ello. Me di cuenta de que también ella estaba sin aliento. Por enfermo que estuviese, me había dominado. Pero ella se había entregado, se había dado. No le quedaba nada.
Buscaba una palabra y miraba a hurtadillas a su hija y a su nieta, con objeto de infundirse valor. Advertí en su mirada levantada hacia mí una lasitud sin nombre, acaso piedad y un poco de vergüenza. Los hijos la habrían mortificado aquella noche.
– Lo que me inquieta es que te marches solo.
Le contesté diciendo que, si me ocurría alguna desgracia en el viaje, no valdría la pena que se me trasladara aquí.
Y como ella me suplicase que no hiciera alusión a estas cosas, añadí:
– Sería un gasto inútil, Isa. La tierra de los cementerios es la misma en cualquier parte.
– Yo también pienso lo mismo. Que ellos me metan donde quieran. Algunas veces he querido dormir cerca de María… Pero, ¿qué queda de María?
Aún esta vez comprendí que, para ella, su pequeña María era polvo y huesos. No me atreví a decir que, al cabo de los años, yo sentía vivir a mi hija y la respiraba, y que atravesaba frecuentemente mi vida tenebrosa con un brusco soplo.
Genoveva y Janine la espiaban en vano. Isa parecía cansada. ¿Mediría la pequeñez de aquello por que luchaba al cabo de tantos años? Genoveva y Huberto, impulsados por sus propios hijos, lanzaban contra mí a aquella vieja mujer, Isa Fondaudége, la perfumada jovencita de las noches de Bagnéres.