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Al cabo de medio siglo nos hallábamos frente a frente. Y en aquella tarde sofocante, los dos enemigos se daban cuenta del lazo que crea, a despecho de una larga lucha, la complicidad de la vejez. Pareciendo odiarnos, habíamos llegado al mismo punto. No había nada, había menos que nada sobre ese promontorio donde esperábamos morir. Para mí, cuando menos. A ella le quedaba su Dios; su Dios debía de quedarle. Todo eso que ella había poseído tan ásperamente como yo, le faltaba de pronto: todas esas ambiciones que se interponían entre ella y el Ser infinito. ¿Le veía ella, ahora? ¿Veía a Aquel de quien nada le separaría? No, quedaban las ambiciones, las exigencias de sus hijos. Ella estaba colmada de deseos. Tenía que volver a endurecerse para satisfacerlos. Inquietudes por el dinero, por la salud, cálculos de ambición y de celos, todo estaba allí, ante ella, como esos deberes en los que el maestro ha escrito: "Repítase".

Miró de nuevo al lugar donde se encontraban Genoveva y Janine, armadas de podaderas, fingiendo limpiar los rosales. Desde el banco en que me había sentado para recobrar el aliento, veía a mi mujer alejarse, con la cabeza baja, como un niño a quien van a regañar. El sol, demasiado cálido, anunciaba tempestad. Caminaba torpemente porque el andar era para ella un sufrimiento. Me pareció oír que gemía:

– ¡Ay, mis pobres piernas!

Dos viejos esposos no se odian nunca tanto como imaginan.

Se había unido a los demás, quienes, evidentemente, le reprochaban su conducta. De pronto, la vi venir hacia mí, roja, jadeante. Se sentó a mi lado y gimió:

– Estos tiempos bochornosos me fatigan mucho; en estos días me ha subido la presión… Escucha, Luis, hay algo que me preocupa… ¿En qué has empleado las Suez de mi dote? Ya sé que me has pedido que firmara otros papeles…

Le indiqué la cifra del enorme beneficio que había obtenido para ella, días antes de la baja. Le dije que había empleado el dinero en unas obligaciones.

– Tu dote ha aumentado, Isa. A pesar de la depreciación del franco, te deslumbrarás. Todo está a tu nombre en la Westminster, tanto tu dote inicial como los beneficios… Nuestros hijos no tienen nada que ver con esto…, puedes estar tranquila. Yo soy el amo de mi dinero y de lo que mi dinero ha producido; pero lo que de ti procede es tuyo. Ve a tranquilizar a esos ángeles del desinterés.

Ella me cogió del brazo bruscamente.

– ¿Por qué los odias, Luis, por qué aborreces a toda tu familia?

– Sois vosotros los que me odiáis. O, mejor, mis hijos me odian. Tú…, tú no haces caso de mí, salvo cuando te irrito o cuando te asusto.

– Podrías añadir "o cuando te torturo?" ¿Crees tú que no he sufrido en otras ocasiones?

– ¡Vaya! No querrás que los hijos…

– Fue necesario que me uniera a ellos. ¿Qué me hubiese quedado fuera de ellos? -y en voz más baja añadió-: Me desamparaste y engañaste desde el primer año, bien lo sabes.

– Pobre Isa, no me harás creer que mis extravagancias te han preocupado mucho… En tu amor propio de mujer, es posible…

Rió amargamente.

– ¡Pareces tan sincero! Cuando pienso que ni siquiera tú te has dado cuenta…

Me estremecí de esperanza. Es extraño, puesto que se trataba de sentimientos desaparecidos, terminados. La esperanza de haber sido amado cuarenta años atrás, sin que lo supiera… Pero no, no creo en eso…

– Ni siquiera has tenido una palabra, una queja… Los niños te bastaban.

Escondió su rostro entre las manos. Nunca como aquel día me di cuenta de sus gruesas venas, de sus manchas.

– Mis hijos… Cuando recuerdo que, a partir del instante en que hicimos alcoba aparte, me privé durante años de tener a nadie a mi lado durante la noche, incluso cuando estaban enfermos, porque yo esperaba, esperaba siempre que vinieras…

Las lágrimas corrían por sus viejas manos. Aquélla era Isa; yo sólo podía encontrar aún en aquella mujer gruesa y casi inválida a aquella jovencita vestida de blanco en el camino del valle de Lys.

– A mi edad es horrible y ridículo acordarse de estas cosas… Sí, sobre todo, ridículo. Perdóname, Luis.

Miré a los viñedos sin responder. En aquel minuto me asaltó una duda. ¿Es posible no ver durante medio siglo más que un lado de la criatura que comparte nuestra vida? ¿Podría hacerse por costumbre la elección de las palabras y de los gestos, no reteniendo más que lo que alimenta nuestros agravios y mantiene nuestros rencores? Tendencia fatal a simplificar a los otros; eliminación de todos los rasgos que dulcifican la carga, que harían más humana la caricatura de que nuestro odio tiene necesidad para su justificación… ¿Acaso vio Isa mi turbación? Se apresuró a aprovecharse.

– No te irás esta noche, ¿verdad?

Yo creí advertir un resplandor en sus ojos cuando creyó "tenerme". Fingí asombro y respondí que no tenía ninguna razón para demorar el viaje. Nos dirigimos juntos hacia la casa. A causa de mi corazón no subimos la cuesta de las glorietas y seguimos la avenida de los tilos que rodea la casa. A pesar de todo, me sentía inseguro y perplejo. ¿Y si no me fuera? ¿Y si entregara a Isa este cuaderno? ¿Y si…? Apoyó su mano en mi hombro. ¿Cuántos años hacía que no había hecho esto? La avenida de los tilos desembocaba en la casa por la parte norte. Isa dijo:

– Cazau no ordena nunca las sillas del jardín…

Miré distraídamente. Los asientos vacíos formaban aún un estrecho círculo. Aquellos que los habían ocupado habían sentido la necesidad de acercarse para hablar en voz baja. Las pisadas se notaban fácilmente. Por todas partes veíanse las colillas de los cigarrillos que fuma Phili. Aquella noche había acampado allí el enemigo; había celebrado consejo bajo las estrellas. Había hablado aquí, en mi casa, ante los árboles plantados por mi padre, de incapacitarme o encerrarme. En una noche de humildad comparé mi corazón con un nudo de víboras. No, no, el nudo de víboras no se hallaba en mí; habían salido de mí y aquella noche se habían enroscado formando un círculo horrible al pie de la escalinata. Y la tierra conservaba todavía sus huellas.

"Volverás a encontrar tu dinero, Isa -pensaba-, tu dinero que yo hice fructificar. Pero nada más que esto, sólo esto. E incluso yo sabré encontrar el medio para que no posean siquiera estas propiedades.

Venderé Cálese, venderé los eriales. Todo lo que procede de mi familia irá a manos de ese hijo desconocido, de ese muchacho con quien mañana celebraré una entrevista. Sea quien sea, no os conoce. El no ha tomado parte en vuestra conspiración; ha sido educado lejos de mí y no puede odiarme; y si me odia, el objeto de su odio es un ser abstracto, sin relación conmigo mismo…"

Me desasí furioso y subí apresuradamente los peldaños de la entrada, olvidándome de mi viejo corazón enfermo. Isa gritó:

¡Luis!

Ni me volví siquiera.

Capítulo catorce

No pudiendo dormir, me vestí de nuevo y salí a la calle. Para llegar al bulevar Montparnasse hube de abrirme camino a través de las parejas que bailaban. En ciertas ocasiones, incluso un buen republicano como yo huía de las fiestas del 14 de julio. A ningún hombre serio se le ocurriría mezclarse en los placeres de la calle. No bailaban golfos aquella noche en la calle Bréa, ante la Rotonda. Ni viejos crápulas, sino muchachos vigorosos, sin sombrero. Algunos lucían abiertas las camisas de manga corta. Entre las bailarinas había pocas muchachas. Las parejas bailaban entre los taxis que interrumpían su danza, pero mostrábanse amables y de buen humor. Un muchacho, que había tropezado conmigo inadvertidamente, gritó:

– ¡Plaza al noble anciano!

Pasé entre una doble hilera de rostros jóvenes radiantes.

– ¿No tienes sueño, abuelo? -me preguntó un muchacho moreno con el pelo caído sobre la frente.

Lucas hubiera aprendido a reír como ellos y a bailar en la calle. Y yo, que jamás había sabido lo que era prescindir de todo y divertirme, lo hubiera aprendido de mi pobre chiquillo. Se hubiese alegrado más que ninguno; no le hubiera faltado dinero. Pero su boca se ha llenado de tierra. Estos eran mis pensamientos, y, con el corazón oprimido por la angustia familiar, me senté en la terraza de un café en pleno regocijo.