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Y, de pronto, entre la multitud que pasaba por las aceras, me vi a mí mismo: era Roberto, acompañado de un camarada de aspecto miserable. Aborrezco las largas piernas de Roberto, ese busto escaso como el mío y esa cabeza pegada a los hombros. En él se han acentuado todos mis defectos. Yo tengo la cara alargada, pero su rostro es caballuno y su figura de corcovado. También su voz es la de un corcovado. Le llamé. Abandonó a su camarada y miró en torno suyo con ansiedad.

– Aquí no -me dijo-. Le espero en la acera de la derecha de la calle Campagne-Premiére.

Le indiqué que no podíamos estar mejor escondidos que en medio de aquel barullo. Se dejó convencer, abandonó a su camarada y se sentó a mi mesa.

Tenía en la mano un periódico deportivo. Por no estar en silencio, intenté hablar de caballos. En otro tiempo, el viejo Fondaudége me había acostumbrado a ello. Conté a Roberto que cuando mi suegro apostaba hacía intervenir en su elección las consideraciones más diversas, no solamente los orígenes lejanos del caballo, sino la naturaleza del terreno que él prefería… Me interrumpió.

Yo consigo los datos en "Dermas"… -Era la tienda de telas en donde había ido a hundirse, situada en la calle Petit-Champs.

Por otra parte, lo que le interesaba era ganar; los caballos le fastidiaban.

– Lo que me gusta -añadió- es la bici. Y sus ojos brillaron.

– Pronto -le dije- será el auto…

– ¡Piénselo!

Humedeció con saliva su pulgar, cogió una hoja de papel y lió un cigarrillo. De nuevo el silencio. Le pregunté si la crisis actual se dejaba sentir en la casa donde trabajaba. Me contestó que habían despedido a una parte del personal, pero que él no corría peligro alguno. Jamás sus reflexiones se salían fuera del estrecho círculo de sus conveniencias particulares. Sobre este bruto iban a caer millones.

"¿Y si los distribuyera en obras benéficas, o los entregara en propia mano? -pensaba-. Pero no, ellos conseguirían impedirlo… ¿Por testamento? Sería imposible sobrepasar la cuota disponible. ¡Ah, Lucas, si tú vivieras!… Cierto que él no hubiese aceptado, pero yo hubiera encontrado el medio de enriquecerle sin que sospechara que era yo… Por ejemplo, dándoselo como dote a la mujer que hubiese amado…"

– Dígame, señor…

Roberto acariciaba su mejilla con su mano roja y de dedos nudosos. Añadió:

– Pienso que si el procurador Bourru muriera antes de que hubiésemos quemado el papel…

– Le sucedería su hijo. El arma que te dejaré contra Bourru serviría, si se presentara el caso, contra su hijo.

Roberto continuaba acariciándose la mejilla. Yo no intenté hablar más. La opresión cardíaca, esta contracción horrible, bastaba para distraerme.

– Dígame, señor… Supongamos que Bourru quema el papel; yo le entrego aquel que me dé usted para obligarle a cumplir su promesa. Pero, después de esto, ¿quién le impide ir en busca de su familia y decir a sus hijos: "Sé dónde está el dinero. Les vendo mi secreto; pido tanto por revelarlo y tanto si ustedes lo consiguen…"? Puede exigir que su nombre no aparezca para nada… Así no arriesga lo más mínimo. Se efectuará una investigación; se sabrá que soy hijo de usted, que mi madre y yo hemos cambiado nuestro tren de vida después de su muerte. Y ocurrirán dos cosas: o bien hemos declarado la cantidad exacta para el impuesto sobre la renta, o bien la hemos ocultado…

Hablaba claramente. Su espíritu se desentumecía. Lentamente, la máquina de pensar se había puesto en marcha y no se detenía. Lo más fuerte en aquel hortera era el instinto campesino de prevención, de desconfianza, de horror al riesgo, y el cuidado de no dejar nada al azar. Sin duda alguna, hubiese preferido cien mil francos en la mano que disimular aquella enorme fortuna.

Aguardé a que mi corazón se sintiera aliviado y disminuyera la opresión.

– Hay algo de verdad en todo esto que dices. Bien, acepto. No firmarás ningún papel. Confío en ti. Por otra parte, siempre me será fácil probar que ese dinero me pertenece. Pero esto no tiene importancia; en un plazo de seis meses o en un año, poco más o menos, habré muerto.

No hizo ademán alguno para protestar; no halló la palabra trivial que no importa quién la hubiese pronunciado. No porque fuese más insensible que cualquier muchacho de su edad, sino porque era un mal educado.

– Esto cambia de aspecto -dijo; rumió su idea durante algunos momentos y añadió-: Será preciso que vaya de vez en cuando a ver la caja para que me conozcan en el Banco. Yo iría a buscar su dinero…

– De acuerdo -añadí-. Poseo varias cajas en el extranjero. Si quieres, si consideras más seguro…

– ¿Dejar Paname? Perfectamente.

Le indiqué que podría permanecer en París y desplazarse cuando fuera necesario. Me preguntó si la fortuna estaba compuesta de acciones o efectivo, y añadió:

– Quisiera, de todos modos, que me escribiera usted una carta en la que manifestara que, en pleno uso de sus facultades mentales, me lega libremente su fortuna… En caso de que se descubra el pastel y los otros me acusen de robo… Y, además, para descargo de mi conciencia. -Se calló de nuevo, compró unos cacahuetes que comenzó a comer vorazmente, como si tuviera hambre, y dijo de pronto:- En fin, ¿qué es lo que han hecho los otros?

– Toma lo que te ofrezco -añadí secamente- y no te metas en honduras.

Sus blandas mejillas se colorearon ligeramente. Sus labios dibujaron esa sonrisa ofendida con la que debía de tener la costumbre de responder a las reprimendas de su patrono, y descubrió así sus dientes sanos y puntiagudos, la única gracia de aquel rostro ingrato.

Mondaba los cacahuetes sin decir nada. No estaba deslumbrado. Evidentemente, hacía trabajar su imaginación. Me había dado de manos a boca con el único ser capaz de advertir los más leves riesgos de esta prodigiosa jugada de la suerte. A toda costa, quise deslumbrarle.

– ¿Tienes alguna amiguita? -le pregunté a quemarropa-. Podrías casarte con ella y vivir como los ricos burgueses. -Y como hiciera un vago ademán e inclinara su triste cabeza, añadí:- Por otra parte, podrías casarte con quien quieras. Si existe alguna mujer cuyo amor te fuera inaccesible…

Por primera vez aguzó el oído y vi resplandecer en sus ojos una juvenil llama.

– ¡Podría casarme con la señorita Brugére!

– ¿Quién es la señorita Brugére?

No, estoy diciendo tonterías. Es la principal de la casa Dermas. Imagínese, una mujer magnífica. No me ha mirado nunca; ni siquiera sabe que existo… Ya ve usted. -Y como le asegurase que con la vigésima parte de su fortuna podría casarse con cualquier "principal" de París, repitió:- ¡La señorita Brugére! -y añadió, encogiéndose de hombros:- No, no hay que pensar en eso…

Me molestaba el corazón. Llamé al camarero y Roberto tuvo entonces un gesto asombroso:

– No, señor; déjeme; puedo invitarle a esto.

Con satisfacción me embolsé el dinero que había sacado. Nos levantamos. Los músicos recogían sus instrumentos. Se habían apagado las guirnaldas de bombillas. Roberto no tendría miedo de que le vieran conmigo.

– Le acompaño -dijo.

Le pedí que caminara despacio, a causa de mi corazón. Me admiraba ver que no había hecho nada por apresurar la ejecución de mis proyectos. Le dije que si me moría aquella noche perdería toda una fortuna. Se encogió con indiferencia. En suma, había trastornado a aquel muchacho. Era poco más o menos de mi estatura. ¿Tendría alguna vez la apariencia de un caballero? Mi hijo, mi heredero ¡parecía tan mezquino!… Intenté dar a nuestras conversaciones un giro más íntimo. Le aseguré que no había dejado de pensar, sin sentir profundos remordimientos, en el abandono en que los había tenido a él y a su madre. Parecía sorprendido. Creyó "muy bonito" que les hubiese asegurado una renta regular.