Apenas habían transcurrido diez minutos cuando Roberto guardó silencio. Huberto hablaba copiosamente, sin duda dictando órdenes, y el otro asentía con pequeños movimientos de cabeza. Vi redondearse sus sumisos hombros. Alfredo, recostado en la silla de anea como en una butaca, tenía el pie derecho cruzado sobre la rodilla izquierda y se balanceaba con la cabeza vuelta. Y yo veía su gruesa cara desvanecida, biliosa, negra a causa de la barba.
Por fin se levantaron. Los seguí subrepticiamente. Caminaban despacio; Roberto iba en medio, con la cabeza baja, como si anduviera esposado. Tras sus espaldas, sus gruesas y rojas manos apretujaban un sombrero flexible de un color gris sucio y descolorido. Yo creía que nada podría asombrarme más. Me engañé: mientras Alfredo y Roberto se dirigían a la puerta. Huberto sumergió su mano en la pila del agua bendita y, vuelto al altar mayor, se santiguó.
Nada me apremiaba ya; podría permanecer tranquilo. ¿Para qué seguirlos? Sabía que aquella misma noche o al día siguiente Roberto me daría prisa para llevar a cabo mis proyectos. ¿Qué le diría? Había tiempo de reflexionar. Comencé a sentir fatiga. Me senté. De momento, lo que dominaba mis pensamientos hasta ocultar todos los demás era la irritación que me había producido el piadoso ademán de Huberto. Una muchacha de modesto aspecto y cara vulgar dejó a su lado una sombrerera y se arrodilló ante la fila de sillas que se hallaba ante la mía. Estaba de perfil, con el cuello un poco doblado y los ojos fijos en el pequeño y distante sagrario que Huberto, una vez cumplido su deber familiar, había saludado tan respetuosamente. La muchacha sonreía un poco y no se movía.
Entraron luego dos seminaristas: uno de ellos, alto y delgado, me recordó al abate Ardouin; el otro era más bajo y sonrosado. Se inclinaron y parecieron, ellos también, atacados de inmovilidad. Miré a donde ellos miraban: quería ver lo que veían.
"En fin, aquí no hay nada -me dije-, excepto silencio, frescor y el olor de las piedras viejas en la sombra."
De nuevo atrajo mi atención la cara de la modistilla. Sus ojos estaban cerrados; sus párpados de largas pestañas me recordaban los de María en su lecho de muerte. Sentí muy próximo, al alcance de mi mano, y, sin embargo, a una distancia infinita, un desconocido mundo de bondad. Isa me decía frecuentemente:
– Tú, que no ves más que el mal…, que ves el mal por todas partes…
Era verdad y no lo era.
Capítulo dieciséis
Almorcé tranquilo, casi contento, con un bienestar que no conocía desde hacía mucho tiempo, como si la traición de Roberto, lejos de dar al traste con mis planes, me hubiera facilitado su desarrollo. Pensaba que un hombre de mi edad, cuya vida está amenazada al cabo de los años, no busca muy lejos las razones de sus cambios de humor: son orgánicas. El mito de Prometeo significa que toda la tristeza del mundo radica en el hígado. Pero, ¿quién se atrevería a reconocer una verdad tan sencilla? No me encontraba mal. Digería perfectamente aquel trozo de carne sangrante asada a la parrilla. Estaba contento de que el trozo fuera lo suficientemente abundante que me evitara gastar en otro plato. Tomaría queso para postre: es lo que alimenta más por menos dinero.
¿Cuál sería mi actitud hacia Roberto? Era necesario cambiar más baterías; pero yo no podía fijar mi atención en tales problemas. Por otra parte, ¿qué necesidad tenía de romperme la cabeza con otro plan? Sería mejor que confiara en la inspiración. No me atrevía a confesarme el placer que había de experimentar jugando como un gato con aquel triste ratón. Roberto estaba muy lejos de creer que yo sospechaba algo. ¿Es esto crueldad? Sí; soy cruel. Pero no más que otros, como los demás, como los niños, como las mujeres, como todos aquellos -pensaba en la modistilla que había visto en Saint-Germain-des-Prés-, como todos aquellos que no tienen la mansedumbre del Cordero.
Volví en taxi a la calle Bréa y me acosté. Los estudiantes que llenaban aquella pensión se habían ido de vacaciones. Reposé, pues, en medio de una gran calma. Sin embargo, la puerta de cristales, velada por cortinillas sucias, quitaba toda intimidad a aquella alcoba. Varias pequeñas molduras de madera de un lecho Enrique II estaban desencoladas y reunidas en un joyero de bronce dorado que servía de adorno a la chimenea. Grupos de manchas se distribuían sobre el papel jaspeado y brillante de las paredes. Incluso con la ventana abierta, el olor de la pomposa mesilla de noche, sobre la que había un mármol rojo, llenaba la estancia. Cubría el mármol un tapete del color de la mostaza. Este conjunto se me antojaba un resumen de la fealdad y de la pretensión humana.
Me despertó el ruido de unas faldas. La madre de Roberto se hallaba a mi cabecera, y lo primero que vi fue su sonrisa. Su obsequiosa actitud hubiera bastado para hacerme desconfiar, si no hubiese sabido nada, y advertirme que había sido traicionado. Cierta clase de cortesía es siempre signo de traición. Le sonreí también y le aseguré que me encontraba mejor. Su nariz no era tan gruesa hace veinte años. Para poblar su enorme boca poseía entonces los bellos dientes que ha heredado Roberto. Pero ahora se desvanecía su sonrisa en grandes dientes postizos. Se habría visto obligada a caminar con rapidez, y su hedor ácido luchaba victoriosamente con el de la mesilla de mármol rojo. Le rogué que abriera un poco más la ventana. Lo hizo, volvió a mi lado y me sonrió de nuevo. Ya que me encontraba bien, me advirtió que Roberto se pondría a mi disposición para hacer "aquello". Precisamente al día siguiente, sábado, estaría libre por la tarde. Le recordé que los Bancos estaban cerrados los sábados desde mediodía. Dijo entonces que Roberto pediría permiso para salir el lunes por la mañana. Lo obtendría sin dificultad. Por otra parte, no tendría ya necesidad de tratar con miramiento a sus patronos.
Parecía asombrada cuando insistí en que Roberto conservase todavía su puesto durante algunas semanas. Al despedirse, me advirtió que al día siguiente iría acompañada de su hijo; le contesté que le dejara ir solo: quería hablar un poco con él, conocerle mejor… La pobre tonta no disimuló su inquietud; sin duda, tenía miedo de que su hijo se traicionara. Pero cuando hablo con determinado tono, nadie se atreve a oponerse a mis decisiones.
Evidentemente era ella quien había impulsado a Roberto a tener connivencia con mis hijos. Yo conocía demasiado a aquel muchacho tímido y ansioso para poner en tela de juicio la perplejidad en que debía de haberle sumido la actitud que había adoptado.
Cuando al día siguiente por la mañana entró el miserable, mi primera ojeada me bastó para saber que no habían fallado mis previsiones. Sus ojeras delataban al hombre que no ha dormido. Su mirada esquivaba la mía. Le hice sentarse y me interesé por su aspecto. En fin, me mostré afectuoso, casi tierno. Le describí, con la elocuencia de un gran abogado, la vida de felicidad que se abría ante él; le evoqué la casa y el jardín de diez hectáreas que iba a comprar a su nombre en Saint-Germain. La amueblaría enteramente con muebles antiguos. Tendría un estanque con peces, un garaje capaz para cuatro coches y muchas otras cosas que añadía a medida que se me ocurrían. Cuando le hablé del coche y le propuse una de las más importantes marcas americanas, me hallé ante un hombre en la agonía. Evidentemente, había debido comprometerse a no aceptar un céntimo mientras yo viviera.
– No tendré ninguna dificultad -añadí-; la escritura de compra la firmarás tú. Ya he dejado aparte, para entregártelas a partir del lunes, cierto número de obligaciones que te asegurarán unos cien mil francos de renta. Con esto podrás esperar. Pero la mayor parte de mi fortuna se encuentra en Amsterdam. La próxima semana iremos allí con objeto de disponerlo todo… Pero, ¿qué es lo que te pasa, Roberto?
El balbuceó:
– No, señor, no…; no quiero nada antes de su muerte. No me gusta esto… No quiero desposeerle de nada. No insista. Me apenaría mucho.
Estaba apoyado en el armario, sosteniéndose el codo derecho con la mano izquierda y mordiéndose las uñas. Mis ojos fijaron en él esa mirada tan temida en el Palacio de Justicia por el contrincante y que, cuando era acusador privado, sólo se apartaba de mi víctima cuando ésta se desplomaba entre los brazos del gendarme.