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En el fondo, le perdonaba; yo experimentaba un sentimiento de liberación: hubiese sido terrible acabar la vida con aquella larva. No le odiaba. Lo apartaría de mi lado sin fulminarlo. Pero aun podía divertirme un poco a su costa:

¡Cuan bellos sentimientos tienes, Roberto! Está muy bien esperar a que muera. Pero yo no acepto el sacrificio. Entrarás en posesión de todo desde el lunes. A fin de semana se hallará a tu nombre una buena parte de mi fortuna… -y como él protestara-: Tomarla o dejarla -añadí secamente.

Esquivando mi mirada, me pidió algunos días para reflexionar. El tiempo de escribir a Burdeos y esperar las órdenes. ¡Pobre idiota!

– Te aseguro que me asombras, Roberto. Tu actitud es muy extraña.

Creí haber dulcificado mi mirada, pero aun era más dura. Roberto murmuró con voz inexpresiva:

– ¿Por qué me mira usted así? Y yo, imitándole a pesar mío, dije:

– ¿Por qué te miro así? Y tú, ¿por qué no puedes sostener mi mirada?

Aquellos que están acostumbrados a ser amados hallan instintivamente los ademanes y palabras que pueden conmover. Pero yo estoy de tal modo acostumbrado a que me odien y a atemorizar, que mis pupilas, mis cejas, mi voz y mi risa se hacen dócilmente cómplices de ese don tremendo y se anteponen a mi voluntad. Así se encogía aquel muchacho bajo una mirada que yo hubiese querido que fuera indulgente. Cuanto más reía, más le parecía el sonido de mi risa un presagio siniestro. Del mismo modo que se remata a un animal, le pregunté bruscamente:

– ¿Cuánto te han ofrecido los otros?

Mi familiaridad, quisiera o no, era más despreciativa que amistosa. Balbuceó:

– ¿Quiénes?

Y su voz tenía un terror casi religioso.

– Los dos señores -le dije-; el gordo y el delgado… Sí, ¡el delgado y el gordo!

Sentía deseos de terminar de una vez. Me horrorizaba prolongar aquella escena, como cuando no se atreve uno a aplastar con el tacón a un ciempiés.

– Vete -le dije-; te perdono.

– Yo no quería… Fue…

Le tapé la boca con la mano. No hubiese podido soportar que culpara a su madre.

– ¡Calla! No nombres a nadie… Veamos, ¿cuánto te han ofrecido? ¿Un millón? ¿Quinientos mil? ¿Menos? ¡No es posible! ¿Trescientos? ¿Doscientos?

Sacudía la cabeza lastimosamente.

– No, una renta -dijo en voz baja-. Esto es lo que nos ha tentado. Era más seguro. Doce mil francos anuales.

– ¿A partir de hoy?

– No, en cuanto hubieran entrado en posesión de la herencia… No habían previsto que usted quisiera hacerlo rápidamente… Pero, ¿es demasiado tarde?… Cierto es que ellos hubieran podido perseguirnos judicialmente…, a menos de engañarlos… ¡Ah, qué bestia he sido! He sido bien castigado…

Lloraba desagradablemente, sentado sobre la cama. Colgaba una de sus enormes manos, hinchada de sangre.

– También yo soy hijo suyo -dijo después-. No me abandone.

Y con un torpe ademán intentó pasar su brazo bajo mi cuello. Me desprendí de él, pero dulcemente. Me dirigí a la ventana y, sin volverme, le dije:

– A partir del primero de agosto recibirá usted mil quinientos francos mensuales. Inmediatamente tomaré las disposiciones necesarias para que se le pase esta renta durante el tiempo que le quede a usted de vida. En caso de que usted muera, la renta será entregada a su madre. Naturalmente, mi familia debe ignorar que conozco la conspiración de Saint-Germain-des-Prés -se sobresaltó al oír el nombre de la iglesia-. Es inútil que le diga a usted que a la menor indiscreción que cometa lo perderá todo. Como desquite, me tendrá usted al corriente de todo lo que se trame contra mí.

Sabía ya que no se me escaparía nada y que a Roberto había de costarle mucho traicionarme en esta ocasión. Le di a entender que no tenía interés alguno en verle ni a él ni a su madre. Deberían escribirme al apartado, al número de costumbre.

– ¿Cuándo se van de París sus cómplices de Saint-Germain-des-Prés?

Me aseguró que la víspera habían tomado el tren de la noche. Interrumpí inmediatamente la afectada expresión de su gratitud y sus promesas. Sin duda, debía de estar estupefacto. Una divinidad fantástica, de imprevisibles designios y a la que él había traicionado, le cogía, le soltaba y volvía a cogerle… Cerraba los ojos y dejaba hacer. Con el espinazo inclinado y las orejas gachas, se llevaba, abatido, el hueso que le había arrojado.

Al salir, se volvió y me preguntó cómo recibiría aquella renta, por qué intermediario.

– La recibirá usted, y es bastante -le dije secamente-. Cumplo siempre lo que prometo. Lo demás no le importa a usted nada.

Con la mano en el picaporte, vaciló aún.

– Me gustaría más que fuese un seguro de vida, una renta vitalicia…, algo parecido, en una sociedad seria… Me sentiría más tranquilo; no estaría preocupado…

Abrí violentamente la puerta que él había entreabierto y lo empujé al pasillo.

Capítulo diecisiete

Me apoyé en la chimenea y conté maquinalmente los trozos de madera barnizada reunidos en el joyero.

Había pensado durante muchos años en aquel hijo desconocido. A lo largo de mi pobre vida, jamás había perdido el sentimiento de su existencia. En un lugar determinado había un niño nacido de mí a quien podía encontrar y que tal vez fuera mi consuelo. Lo modesto de su condición lo acercaba más a mí. Me era dulce pensar que en nada se parecería a mi hijo legítimo. Le concedí, al mismo tiempo, esa sencillez y esa cordialidad que no son raras en el pueblo. En fin, jugaba mi última carta. Yo sabía que fuera de él no podía esperar nada de nadie, que no me quedaba más solución que acurrucarme y volverme de cara a la pared. Durante cuarenta años había creído consentir en el odio, en el que inspiraba y en el que sentía. Como los demás, alimentaba, sin embargo, una esperanza, y había engañado mi hambre como había podido, hasta el momento en que fui desalojado de mi última posición. Ahora, todo había terminado.

Ni siquiera me quedaba el horrible placer de combinar planes para desheredar a los que no me querían. Roberto les había avisado; no tardarían en descubrir mis cajas, incluso aquellas que no estaban a mi nombre. ¿Inventar otra cosa? ¡Ah! Vivir aún, vivir el tiempo necesario para gastarlo todo… Morir y que no hallaran el dinero suficiente para pagar un entierro de tercera. Pero después de toda una vida de economía, y cuando he satisfecho esta pasión del ahorro durante tantos años, ¿cómo aprender, a mi edad, los rasgos de los generosos? Y, por otra parte, pensaba que los hijos me vigilarían. No podría hacer nada en este sentido sin poner en sus manos un arma terrible… Era necesario arruinarme en la sombra, lentamente…

¡Ay! ¡No sabría arruinarme! Jamás llegaría a perder mi dinero. Si fuese posible hundirme en mi sepultura, volver a la tierra, estrechando entre mis brazos el oro, los billetes, las acciones… Si yo pudiera desmentir a aquellos que dicen que los bienes de este mundo no nos acompañan en la muerte…

Están las "obras"; las buenas obras son los escotillones que todo lo hacen desaparecer. Donativos anónimos que enviaría a Beneficencia, a las Hermanitas de los Pobres. ¿No podría, al fin, pensar en otros que no fueran mis enemigos? Pero el horror a la vejez es que ésta es el total de una vida, un total en el que no sabríamos cambiar una cifra. He tardado sesenta años en convertirme en este anciano muerto de odio. Soy lo que soy; sería necesario convertirme en otro… ¡Oh, Dios, Dios, si Tú existieras!…

Al anochecer entró una muchacha para arreglarme la cama. No cerró los postigos y me acosté en la sombra. Los ruidos de la calle y la luz de los faroles no me impedían dormitar. Me despertaba brevemente, como cuando, de viaje, se detiene el tren, pero volvía a adormecerme. A pesar de que no me sentía enfermo, me parecía que debía permanecer asi y esperar pacientemente a que mi sueño se hiciera eterno.