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Nosotros, "los tortolillos", aparentábamos no interesarnos por estas cuestiones. Supongo que tú tenías tanta confianza en el genio de tu padre como yo en el de mi madre. Y, después de todo, tal vez ninguno de nosotros supiéramos hasta qué punto amábamos el dinero…

No, soy injusto. Tú no lo has amado jamás, excepto a causa de los hijos. Tal vez me asesinaras con objeto de enriquecerlos, pero por ellos serías capaz de quitarte el pan de la boca.

Mientras que yo… yo amo el dinero, lo confieso; me da ánimo. Cuanto más tiempo sea yo el dueño de la fortuna, menos podréis contra mí.

– ¡Necesitamos tan poco a nuestra edad! -me repites.

¡Qué error! Un anciano no existe más que por lo que posee. En cuanto deja de tener la menor cosa, se le da de lado. No nos queda más remedio que elegir entre la casa de retiro, el asilo y la fortuna. ¡Cuántas veces, entre las familias burguesas, y con un poco más de formas y maneras, he sorprendido el equivalente de esas historias de campesinos que dejan morir de hambre a sus padres, después de haberlos despojado! Sí, tengo miedo de empobrecerme. Me parece que jamás podré acumular el oro suficiente. Os atrae, pero me protege.

Ha pasado ya la hora del ángelus y yo no la he oído… pero hoy no se ha dejado oír. Es Viernes Santo. Los hombres de la familia llegarán esta noche en coche. Bajaré a cenar. Quiero verlos a todos reunidos. Me siento mucho más fuerte contra todos que en las conversaciones particulares. Además, quiero comer mi chuleta en este día de penitencia, no por fanfarronería, sino para demostraros que he conservado mi voluntad y que no cederé nunca en lo más mínimo.

Todas las posiciones que ocupo desde hace cuarenta y cinco años y de las cuales no has podido desalojarme, caerían una a una si hiciera una sola concesión. Frente a esta familia alimentada de habichuelas y sardinas en aceite, mi chuleta de viernes Santo será el signo de que no hay esperanza de despojarme en vida.

Capítulo cuarto

No me había engañado. Mi presencia en medio de vosotros, anoche, deshizo todos vuestros planes. La mesa de los niños era la única alegre, porque la noche del viernes Santo toman chocolate y pan con mantequilla. Yo no distingo bien. Mi nieta Janine es una niña que ya camina… He dado a todos el espectáculo de un apetito excelente. Tú has aludido a mi salud y a mi avanzada edad para disculpar mi chuleta ante ellos. Me ha parecido terrible el optimismo de Huberto. Como un hombre para quien es cuestión de vida o muerte, está seguro de que la Bolsa subirá dentro de poco. Y es mi hijo. Ese cuadragenario es hijo mío, lo sé, pero no me doy cuenta. Es imposible mirar frente a frente a esta verdad. ¡Si sus asuntos fueran mal, sin embargo…! Un agente de Bolsa que da tales dividendos juega y arriesga mucho… El día en que el honor de la familia se pusiera en juego… ¡El honor de la familia! He aquí un ídolo ante el cual yo no he de sacrificar nada. Mi decisión ya ha sido tomada. Será necesario aguantar el golpe, no enternecerse. Mientras quede todavía el viejo tío Fondaudége que pare los golpes, si yo no los paro…; Pero divago, desatino… o, más que nada, me evado del recuerdo de aquella noche en que tú, sin saberlo, destruiste nuestra felicidad.

Es extraño pensar que tal vez no hayas conservado el recuerdo. Aquellas horas, entre tibias tinieblas, transcurridas en esta alcoba, decidieron nuestros destinos. Cada palabra que pronunciabas los separaba un poco más, y tú no te dabas cuenta de nada. Tu memoria, saturada por mil recuerdos fútiles, no ha retenido nada de este desastre. Pienso que tú, que profesas la creencia en la vida eterna, empeñaste y comprometiste la mía aquella noche. Porque nuestro primer amor me había hecho sensible a la atmósfera de fe y adoración que bañaba tu vida. Yo te amaba y amaba a los elementos espirituales de tu ser. Me enternecía cuando te arrodillabas con tu largo camisón de colegiala…

Ocupábamos esta alcoba donde escribo estas líneas. ¿Por qué fuimos a Cálese, a casa de mi madre, después de nuestro viaje de bodas? Yo no había aceptado la donación de Cálese, porque era obra suya y estaba enamorada de ella. Recordé más tarde, para alimentar mi rencor, las circunstancias que no advertí en un principio o ante las cuales había vuelto los ojos. En primer lugar, tu familia había pretextado la muerte de un tío a fin de que, siguiendo las costumbres de Bretaña, se suprimiesen las fiestas nupciales. Evidentemente, los avergonzaba una alianza tan mediocre. El barón Philipot contó por todas partes que su pequeña cuñada se había enamorado en Bagnéres-de-Luchon de un muchacho encantador, de gran porvenir y muy rico, pero de origen oscuro.

– En fin -decía-, eso no es una familia.

Hablaba de mí como si yo fuese un hijo natural. Pero por lo menos le parecía interesante que yo no tuviese familia de la que nadie pudiera ruborizarse. En fin, mi anciana madre era una mujer presentable y parecía querer mantenerse en su sitio. En resumen, tú eras, por lo visto, una chiquilla mimada que hacías de tus padres lo que te venía en gana. Y mi fortuna se anunciaba tan magnífica que los Fondaudége podían consentir en ese matrimonio y prescindir de lo demás.

Cuando tuve conocimiento de estos chismes, no me enseñaron más de lo que yo conocía en el fondo. La felicidad me impedía concederles ninguna importancia. Y he de confesar que incluso yo había hecho un buen negocio con ese matrimonio casi clandestino. ¿Dónde hallar hombres de honor entre aquella pandilla de muchachos famélicos, de quienes yo había sido el jefe? Mi orgullo me impedía dar los primeros pasos entre mis enemigos de ayer. Este brillante matrimonio hubiera hecho muy fácil el acercamiento. Pero con esta confesión me denigro mucho para no disimular este rasgo de mi carácter: la independencia, la inflexibilidad. No me humillo ante nadie; soy fiel a mis ideas. Sobre este particular, mi matrimonio había despertado en mí algunos remordimientos.

Yo había prometido a tus padres no hacer nada para desviarte de tus prácticas religiosas, pero sólo me había comprometido a no afiliarme a la francmasonería. Además, vosotros no pensabais en ninguna otra exigencia. En aquel tiempo, la religión concernía solamente a las mujeres. En tu mundo, el marido "acompañaba a su mujer a misa": era la fórmula establecida. Ahora bien, en Luchon te había probado que a mí aquello no me repugnaba.

Cuando volvimos de Venecia, en septiembre del 85, tus padres supieron hallar un pretexto para no recibirnos en su castillo de Cenon, donde sus amigos y los de los Philipot tenían ocupadas todas las habitaciones. Nos pareció, pues, más ventajoso instalarnos durante un tiempo en casa de mi madre. El recuerdo de nuestra dureza para con ella no nos molestaba lo más mínimo. Aceptábamos vivir a su lado en la medida que nos pareciera cómodo.

Ella se guardó mucho de jactarse. La casa era nuestra, aseguraba. Podíamos recibir a quienes quisiéramos. Se empequeñecería, no se la vería en ninguna parte. Decía:

– Yo sé desaparecer. -Y también:- Estoy casi todo el día fuera.

En efecto, se preocupaba mucho de los viñedos, las bodegas, los gallineros y la colada. Después de cenar, subía un momento a su habitación, disculpándose si nos hallaba en la sala. Llamaba antes de entrar y hube de advertirle que no debía hacerlo. Incluso se te ofreció para hacerse cargo de la casa, pero tú no le causaste esa tristeza. Por otra parte, no le tenías envidia alguna. ¡Ah, tu condescendencia para con ella! ¡Y esa humilde gratitud que ella te tuvo!

No nos separaste de ella tanto como ella había temido. Yo me mostraba hasta más afectuoso que antes de mi matrimonio. Le asombraban nuestras risas sin ton ni son; aquel joven marido dichoso era, sin embargo, su hijo, tan largo tiempo encerrado en sí mismo y tan duro. Pensaba que no había sabido hacerse conmigo y que yo era demasiado superior para ella. Tú reparabas el mal que ella había ocasionado.