Contempló Fife, al otro lado del Firth of Forth, espléndido en la distancia, hasta que un hombre detuvo su coche, muy despacio, al lado del suyo. Michael se cambió al asiento del pasajero y bajó el cristal de la ventanilla, y el recién llegado hizo lo mismo.
– ¿Me lo ha traído? -inquirió.
– Claro -contestó el otro, mirando por el retrovisor; en aquel momento llegaba más gente a la cumbre, ¡una familia!-. Esperemos un minuto -añadió.
Permanecieron un instante contemplando el panorama.
– ¿Ningún problema en Fife? -preguntó el hombre.
– Ninguno.
– He oído decir que su hermano fue a verle. ¿Es cierto?
El hombre le miró con dureza. Todo en él irradiaba dureza. Pero su coche era un cacharro. Michael se sentía seguro de momento.
– Sí, pero vino a verme porque era el aniversario de la muerte de nuestro padre.
– ¿No sabrá algo?
– En absoluto. ¿Me toma por imbécil o qué?
La mirada del hombre hizo que Michael guardara silencio. Le resultaba un misterio el hecho de que aquel hombre le infundiera tanto temor. Detestaba aquellos encuentros.
– Si ocurre algo -dijo el hombre-, si algo sale mal, usted será el responsable. Lo digo en serio. No vuelva a ver a ese cabrón.
– No fue culpa mía. Se presentó de improviso, sin llamar antes. ¿Qué podía hacer yo?
Se aferraba el volante, paralizado. El hombre volvió a mirar por el retrovisor.
– No hay moros en la costa -dijo, estirando el brazo hacia atrás para coger un paquete y entregárselo a Michael.
Éste comprobó lo que era, sacó un sobre del bolsillo y giró la llave de contacto.
– Nos volveremos a ver, señor Rebus -dijo el hombre mientras abría el sobre.
– Sí -contestó Michael, pensando que preferiría no hacerlo.
Aquel asunto estaba empezando a asustarle. Aquella gente parecía conocer todos sus movimientos. Pero sabía que, de todos modos, el temor se desvanecía sustituido por la euforia en cuanto liquidaba lo que recibía y se embolsaba el beneficio. Entonces el miedo se transformaba en euforia, y eso le hacía seguir en el negocio. Era comparable al acelerón más fuerte que pudiera uno dar al salir de un semáforo.
Jim Stevens, al acecho desde la extravagante construcción victoriana de la cumbre del monte, una absurda réplica de templo griego sin terminar, vio marcharse a Michael Rebus. Aquello no era nada nuevo para él; le interesaba más la conexión en Edimburgo, un desconocido a quien no conseguía localizar, un hombre que le había dado esquinazo dos veces y que seguramente volvería a hacerlo. Nadie sabía quién era aquel hombre misterioso y nadie tenía ningún interés en averiguarlo. La gente barruntaba el peligro. Stevens se sintió impotente y viejo; lo único que podía hacer era anotar el número de matrícula del coche. Pensó que tal vez a McGregor Campbell le serviría el dato, pero no quería que Rebus se enterase. Se sentía empantanado en mitad de un camino que estaba resultando más complicado de lo que había pensado. Tiritando, trató de convencerse a sí mismo de que le gustaba que las cosas fuesen así.
Capítulo 10
– No te conozco, pero pasa, pasa.
Unas personas a las que no conocía de nada cogieron el abrigo y los guantes de Rebus, más la botella de vino que traía, y se vio sumergido en una de esas fiestas tan concurridas, ruidosas y llenas de humo, en las que es fácil sonreír a todo el mundo pero resulta casi imposible conocer a nadie. Del vestíbulo pasó a la cocina y, a través de otra puerta, a la sala de estar.
Habían puesto contra la pared las sillas y la mesa, y el espacio libre estaba atestado de parejas que se contorsionaban entre gritos, los hombres sin corbata y con la camisa pegada al cuerpo.
Al parecer, la fiesta había comenzado antes de lo que él pensaba.
Vio algunas caras conocidas entre la gente sentada en el suelo, a dos inspectores, a quienes casi tuvo que pasar por encima para entrar en la sala. Vio que en la mesa, al fondo, había botellas y vasos de plástico, y le pareció un buen punto de observación, menos arriesgado que otros.
Pero el problema era llegar hasta allí; vinieron a su memoria los entrenamientos de asalto de su época en el ejército.
– ¡Eh, hola!
Cathy Jackson, moviéndose como una muñeca de trapo, se le vino encima durante unos instantes y se alejó, llevada por un tipo grandullón -muy grandullón- con el que fingía bailar.
– Hola -dijo Rebus con un intento de sonrisa que pareció más bien una mueca.
Consiguió llegar al punto relativamente seguro de la mesa con bebidas y se sirvió un chupito de whisky. Eso para empezar. A continuación observó cómo Cathy Jackson (por quien se había bañado, acicalado, cepillado, peinado y echado colonia) metía la lengua en la cavernosa boca de su pareja. Casi le daban náuseas. ¡Su previsible pareja para la velada se escaqueaba! Así aprendería a ser optimista. ¿Y ahora, qué? ¿Largarse discretamente o inventar cualquier cosa para iniciar una conversación con alguien?
Un hombre fornido que, con toda evidencia, no era policía, salió de la cocina en aquel momento y, con un pitillo en la boca y un vaso vacío en cada mano, se acercó a la mesa.
– Qué desastre -exclamó sin dirigirse a nadie en particular, mientras buscaba entre las botellas-, esto es bastante aburrido, ¿no? Perdone que lo diga.
– Sí, un poco.
«Bueno, ya está; ya he hablado con alguien. Ya se ha roto el hielo, así que aún estoy a tiempo de largarme sin llamar la atención», pensó Rebus.
Pero no se marchó. Vio que el hombre rehacía con habilidad el embrollado camino entre los que bailaban, llevando los vasos en la mano como si fueran dos cachorrillos, y contempló cómo, siguiendo el estruendo de otro disco que sonaba en el invisible aparato de música, los bailarines reanudaban su danza de guerra. También vio entrar en la estancia a una mujer que parecía sentirse tan absolutamente incómoda como él, y alguien señaló hacia la mesa donde él se había situado.
Tendría más o menos la misma edad que él y se le notaban los años. Vestía un traje bastante a la moda (¿quién era él para opinar de moda?, pensó; su propio traje, entre aquella concurrencia, parecía un atuendo de funeral), había pasado hacía poco por la peluquería, tal vez aquella misma tarde, y llevaba gafas de secretaria, pero no era una secretaria. Captó todo eso de una ojeada, mientras veía como ella se abría paso hacia él.
Le ofreció un Bloody Mary recién servido.
– ¿He acertado con el cóctel? -dijo alzando la voz por encima del estruendo.
Ella apuró la bebida y respiró profundamente mientras él volvía a llenar el vaso.
– Gracias -dijo-. Normalmente no bebo, pero muchas gracias.
«Magnífico; Cathy Jackson pierde la cabeza y la moral, y a mí me cae una abstemia», pensó Rebus con ojos risueños. Pero pensar eso estaba mal; la recién llegada no se lo merecía, y se arrepintió mentalmente.
– ¿Le apetece bailar? -preguntó para redimirse.
– ¿Lo dice en serio?
– Pues, sí. ¿Ocurre algo?
Rebus, en su faceta machista, no podía creérselo. Era inspectora y, además, oficial de enlace con la prensa en el mismo caso de asesinato.
– Oh -replicó- es que yo trabajo en el mismo caso.
– John, mire lo que le digo, si el caso sigue a este ritmo acabarán trabajando en él todos los policías, ya sean hombres o mujeres, de Escocia. Como lo oye.