– ¿Qué quiere decir?
– Que ha habido otro secuestro. Una mujer ha denunciado esta tarde la desaparición de su hija.
– Mierda. Disculpe.
Habían bailado y bebido, se habían separado y vuelto a encontrar, y parecían hacer buenas migas. Estaban en el pasillo, apartados del barullo de la pista de baile. La cola para entrar al único baño del apartamento comenzaba a alborotarse al final del pasillo.
De pronto, Rebus se encontró mirando a través de las gafas de Gill Templer y viendo, más allá del vidrio y el plástico, aquellos ojos verde esmeralda. Quería decirle que nunca había visto unos ojos tan bonitos, pero temía que se lo tomara como un cliché. Ella bebía ahora zumo de naranja, mientras él seguía con el whisky para «soltarse», aunque sin esperar nada especial de la velada.
– Hola, Gill.
Rebus vio a su lado al hombre fornido con quien había intercambiado unas palabras junto a la mesa de las bebidas.
– Cuánto tiempo.
El hombre trató de darle un beso en la mejilla a Gill Templer, pero lo único que consiguió fue trastabillar y besar la pared.
– Jim, ¿te has pasado con la bebida? -comentó ella con frialdad.
El aludido se encogió de hombros y miró a Rebus.
– Todos tenemos nuestra cruz, ¿verdad? -dijo tendiéndole la mano-. Jim Stevens.
– Ah, ¿el periodista? -inquirió Rebus estrechando brevemente la mano cálida y sudada del reportero.
– Te presento al sargento John Rebus -terció Gill Templer.
Rebus advirtió que Stevens se sonrojaba y miraba con ojos de liebre asustada, aunque lo disimuló de inmediato.
– Encantado -dijo, y añadió señalando con la cabeza-: Gill y yo nos conocemos desde hace tiempo, ¿verdad, Gill?
– No tanto como tú crees, Jim.
Él se echó a reír y miró a Rebus.
– Es que es muy tímida -dijo-. He oído que han matado a otra niña.
– Jim tiene espías por todas partes.
Stevens se dio unos golpecitos en su nariz enrojecida, sonriendo a Rebus.
– Por todas partes -repitió-, y llego a todas partes.
– Sí, este Jim sabe cómo hacerse invisible -dijo Gill con voz glacial, manteniendo los ojos a resguardo tras el vidrio y el plástico.
– ¿Mañana habrá otra rueda de prensa, Gill? -preguntó Stevens mientras buscaba en los bolsillos un paquete de tabaco perdido hacía rato.
– Sí.
El periodista puso una mano en el hombro de Rebus.
– Gill y yo nos conocemos hace tiempo.
Dicho lo cual se alejó, volviéndose para saludarlos con la mano sin esperar respuesta, mientras seguía buscando sus cigarrillos y archivaba mentalmente el rostro de Rebus.
Gill Templer suspiró y se recostó en la pared donde había aterrizado el beso de Stevens.
– Es uno de los mejores periodistas de Escocia -dijo a modo de resumen.
– ¿Y su trabajo consiste en tratar con gente como él?
– No es tan fiero como parece.
En la sala de baile se entabló una discusión.
– Vaya -comentó Rebus sonriendo-, ¿habrá que llamar a la policía o prefiere ir a un restaurante que yo conozco?
– ¿Es para ligar?
– Tal vez. Usted sabrá, que es policía.
– Bien, sea lo que sea, sargento Rebus, tiene suerte porque me muero de hambre. Voy a por mi abrigo.
Rebus, más contento consigo mismo, recordó que él también tenía un abrigo en alguna parte. Lo encontró en un dormitorio, junto con los guantes y -oh, sorpresa- la botella de vino incólume. Se la guardó en el bolsillo, interpretándolo como un signo divino de que la necesitaría más tarde.
Gill fue a otro dormitorio a rebuscar en un montón de abrigos que había encima de la cama. Bajo la colcha parecía haber un acoplamiento, y el conjunto de abrigos y ropa de cama se encrespaba y sacudía como una gigantesca ameba. Gill, conteniendo la risa, logró por fin dar con su abrigo y se reunió con Rebus, que la esperaba en la puerta con gesto cómplice.
– Adiós, Cathy. Gracias por invitarme -dijo él en voz alta antes de darse la vuelta.
Oyeron un grito sofocado, tal vez a modo de respuesta, procedente de debajo de las sábanas, y Rebus, con los ojos muy abiertos, sintió que sus fibras morales se desmigaban como un bizcocho.
Se sentaron en el taxi guardando cierta distancia.
– ¿Así que hace mucho que conoce a ese Stevens?
– Es un recuerdo exclusivamente suyo -contestó ella sin dejar de mirar al frente, hacia la calle mojada-. Pero la memoria de Jim ya no es lo que era. No, en serio, salimos una vez y punto -añadió alzando un dedo-. Creo que fue un viernes por la noche. Desde luego, fue un grave error.
Rebus se contentó con aquella explicación. Volvía a sentir hambre.
Pero cuando llegaron al restaurante estaba cerrado -incluso para Rebus- y él le dio al taxista la dirección de su casa.
– Soy un hacha haciendo bocadillos de beicon -dijo.
– Lo siento, pero soy vegetariana -dijo ella.
– Dios mío, ¿no come verduras?
– ¿Por qué será que los carnívoros siempre tienen que hacer chistes con eso? -replicó ella en tono irónico-. Igual que hacen los hombres con las feministas. ¿Por qué?
– Porque nos dan miedo -respondió Rebus, repentinamente sereno.
Gill le miró, pero él observaba por la ventanilla a los borrachos noctámbulos que sorteaban obstáculos del suelo en Lothian Road en busca de alcohol, mujeres, felicidad. Para algunos era una búsqueda interminable; entraban y salían tambaleándose de las discotecas y los pubs, de las tiendas de comida para llevar, royendo los huesos empaquetados de su existencia. Lothian Road era el vertedero de Edimburgo. Pero también contaba con el hotel Sheraton y el Usher Hall. Rebus había estado una vez en el Usher Hall con Rhona y un público de espíritus afines para escuchar la misa de Réquiem de Mozart. Era muy propio de Edimburgo ofrecer unas migajas de cultura entre tiendas de comida rápida. Una misa de Réquiem y un paquete de patatas fritas.
– Bueno, ¿qué tal va su cometido de enlace con la prensa?
Estaban sentados en su cuarto de estar, rápidamente despejado. Su gran orgullo y placer, un cásete Nakamichi, reproducía una cinta de su selecta colección de jazz para horas nocturnas; Stan Getz o Coleman Hawkins.
Calentó una rodaja de atún y preparó sándwiches de tomate, dado que Gill había reconocido que a veces comía pescado. Abrió la botella de vino y preparó una cafetera de café recién molido, un lujo que reservaba exclusivamente para el desayuno de los domingos. Ahora estaba sentado frente a su invitada, observándola comer, y pensó -con cierto sobresalto- que era la primera mujer que invitaba a su casa desde que Rhona le había dejado, pero por su mente cruzaron borrosamente un par de ligues de una noche.
– La tarea de enlace con la prensa está bien. No es una pérdida de tiempo absoluta, ¿sabe? Hoy en día cumple un objetivo útil.
– Ah, no lo pongo en duda.
Ella le miró y consideró hasta qué punto hablaba en serio.
– Bueno -prosiguió ella-, sé de muchos colegas que piensan que mi trabajo es una pérdida de tiempo y de recursos humanos. Pero créame, en un caso como éste es absolutamente crucial que mantengamos a los medios de comunicación de nuestra parte, facilitándoles la información que nos interesa que publiquen cuando conviene que la publiquen. Eso sirve para evitar muchos problemas.
– Bravo, bravo.
– No se burle, granuja.
Rebus se echó a reír.
– Yo siempre soy muy serio. Policía cien por cien.
Gill Templer volvió a mirarle. Tenía verdaderamente ojos de inspectora: taladraban la conciencia, hurgaban en la culpabilidad, sondeaban la astucia, se clavaban en uno para obligarle a ceder.
– Y siendo oficial de enlace -dijo Rebus-, tendrá que… enlazar muy de cerca con la prensa, ¿no?
– Ya veo dónde quiere ir a parar, sargento Rebus, y como soy su superiora, le ordeno que no siga.