– ¡A la orden, señora! -exclamó Rebus haciendo un conciso saludo militar.
Volvió de la cocina con otra cafetera.
– ¿Verdad que la fiesta era horrorosa? -inquirió Gill.
– Es la primera fiesta a la que he ido en mi vida -contestó Rebus-. Pero bueno, gracias a ella la he conocido.
Ella soltó una carcajada con la boca llena de atún, pan y tomate.
– Está loco -exclamó ella-. Loco.
Rebus enarcó las cejas sonriendo. ¿Había perdido la costumbre? No, no. Qué milagro.
Instantes después ella tuvo que ir al baño. Rebus fue a cambiar la cinta y pensó en lo limitados que eran sus gustos musicales. ¿Qué grupos eran ésos que ella había mencionado?
– En el pasillo a mano izquierda -dijo.
Cuando volvió del baño sonaba otra vez jazz, a veces tan suave que apenas se oía. Rebus volvió a sentarse.
– ¿Qué es esa habitación enfrente del baño, John?
– Era el cuarto de mi hija -contestó él, sirviendo café-, pero ahora está llena de trastos. No la uso.
– ¿Cuándo se separaron su mujer y usted?
– Más tarde de lo que debíamos. Lo digo en serio.
– ¿Qué edad tiene su hija? -añadió ella, ahora con un tono maternal, casero, muy distinto a las inflexiones hirientes de la soltera profesional.
– Casi doce -contestó él-. Casi doce años.
– Una edad difícil.
– Todas lo son.
Cuando se terminó el vino y ya no les quedaba más que media taza de café, uno de los dos sugirió ir a la cama. Intercambiaron unas tímidas sonrisas y promesas rituales de no comprometerse a nada y, una vez acordado el pacto, se encaminaron en silencio hacia el dormitorio.
El asunto empezó bastante bien. Los dos eran maduros y conocían de sobra el juego como para andarse con remilgos. A Rebus le impresionó la agilidad y la inventiva de ella y esperaba que a ella le impresionara la suya. Gill arqueó la columna vertebral para entrelazarse plenamente con él, propiciando el introito definitivo.
– John -susurró, apretándose contra él.
– ¿Qué?
– Nada. Voy a darme la vuelta.
Rebus se arrodilló y ella le dio la espalda con las piernas abiertas, apoyando las yemas de los dedos en la pared desnuda, a la espera. Él, en la breve pausa, miró el cuarto a su alrededor, la tenue luz azul que bañaba los libros, los bordes del colchón.
– Oh, un futón -había comentado ella, desvistiéndose rápidamente mientras él sonreía sin decir nada.
Le daba vueltas la cabeza.
– Vamos, John, vamos.
Se inclinó sobre ella, con el rostro en su espalda. Había hablado de libros con Gordon Reeve durante el cautiverio; había hablado sin parar, recitándolos de memoria; estaban encerrados y aislados, oyendo las torturas en la celda contigua. Pero habían aguantado. Era el objetivo del entrenamiento.
– John, oh, John.
Gill se incorporó y volvió la cabeza hacia él, pidiendo un beso. Gill, Gordon Reeve, pidiéndole algo, algo que no podía darle. A pesar del entrenamiento, a pesar de los años de práctica, de los años de trabajo y perseverancia.
– ¿John?
Pero él estaba ahora en otro lugar, dentro del campamento, cruzando penosamente un terreno embarrado, con el oficial gritándole «¡Más rápido!», en aquella celda, mirando una cucaracha cruzar el suelo sucio, en el helicóptero, con una bolsa en la cabeza, sintiendo en sus oídos el oleaje del mar…
– ¿John?
Ella se dio la vuelta con dificultad, preocupada. Vio las lágrimas a punto de asomar por sus ojos y apretó su cara contra la de él.
– Oh, John. No importa. De verdad que no.
Y un instante después añadió:
– ¿No te gusta hacerlo así?
Permanecieron tumbados, él con mala conciencia y maldiciendo los motivos de su trastorno y el hecho de haberse quedado sin cigarrillos; ella, adormecida, cariñosa, susurrándole cosas de su vida.
Al cabo de un rato se desvaneció el sentimiento de culpabilidad de Rebus; al fin y al cabo no tenía por qué sentirse culpable. Lo único que sentía era la evidente falta de nicotina. Recordó que tenía que ver a Sammy dentro de seis horas y pensó que la madre de su hija sabría, instintivamente, lo que él, John Rebus, había estado haciendo unas horas antes. Tenía el don de leer el alma con una excepcional sagacidad y había sido testigo, y muy directo, de sus inesperadas crisis de llanto, responsables en parte -suponía- de su ruptura.
– ¿Qué hora es, John?
– Las cuatro. Un poco más tarde, quizás.
Sacó el brazo de debajo de ella y se levantó para salir del cuarto.
– ¿Te apetece beber algo? -preguntó.
– ¿Como qué?
– No sé; café… No creo que valga la pena echar un sueño, pero si estás cansada…
– No, tomaré un café.
Rebus se dio cuenta por el tono de voz y la forma de hablar entre dientes que se quedaría dormida antes de que él llegara a la cocina.
– De acuerdo -dijo.
Se preparó una taza de café fuerte y muy dulce, y se sentó en un sillón para tomárselo. Conectó la estufa de gas del cuarto de estar y se puso a leer un libro. Tenía que ver a Sammy y su mente huía de la historia de intriga del libro que no recordaba haber empezado. Sammy iba a cumplir doce años, había superado unos años de riesgo y ahora le aguardaban otros peligros inminentes: pervertidos, viejos que se la comerían con los ojos, machitos acosadores y, además, los impulsos propios de los chicos de su edad, sin olvidar el hecho de que los que consideraba amigos se convertirían pronto en insistentes perseguidores. ¿Saldría bien librada de todo eso? Si su madre colaboraba, saldría admirablemente bien, sabría resistir y esquivar las situaciones. Sí, podría superarlo sin los consejos y la protección del padre.
Los jóvenes eran más fuertes hoy en día. Pensó en su juventud; su hermano Michael era el más pequeño y él se pegaba por los dos. Y, cuando volvían a casa, a quien su padre mimaba era a Michael; él se hundía en el mullido sofá queriendo desaparecer… algún día; ya lo lamentarían, lo lamentarían…
A las siete y media entró en el perfumado dormitorio, que olía a sexo y a madriguera, y despertó a Gill con un beso.
– Es hora de levantarse -dijo-. Te preparo un baño.
Olía bien; como una niña envuelta en una toalla caliente. Admiró las formas de aquel cuerpo acurrucado estirándose bajo la luz tenue y desvaída del sol. Desde luego era un cuerpo estupendo, sin estrías; unas piernas impecables y un cabello despeinado muy incitante.
– Gracias.
Tenía que estar en jefatura a las diez para coordinar la siguiente conferencia de prensa. Había mucho trabajo. El caso seguía creciendo como un cáncer. Rebus llenó la bañera, frunciendo el ceño al ver señales de mugre. Necesitaba una mujer de la limpieza. Tal vez Gill la limpiaría.
«Otra indelicadeza. Disculpas.»
El remordimiento le hizo pensar en ir a la iglesia. Al fin y al cabo, era domingo y hacía semanas que se prometía hacerlo, encontrar alguna otra iglesia en Edimburgo y probar otra vez.
Detestaba la religión de los feligreses; detestaba las sonrisas y la forma de ser de los protestantes escoceses, ese énfasis en una comunión no con Dios sino con el prójimo. Había probado en siete iglesias de diversa denominación y ninguna le había gustado. Intentó permanecer en casa los domingos y sentarse dos horas a leer la Biblia y rezar, pero tampoco dio resultado. Estaba atascado: era un creyente alejado de la fe. ¿Le bastaba a Dios la fe personal? Tal vez, pero no una fe como la suya, que parecía depender de su sentimiento de culpa y de su hipocresía cada vez que pecaba; un sentimiento de culpa que sólo se mitigaba en la congregación pública de fieles.
– ¿Está listo el baño, John?
Gill se arregló el pelo, desnuda y desenvuelta, sin coger las gafas del dormitorio. John Rebus vio el riesgo que corría su alma. Al cuerno, pensó, agarrándola por la cintura. Siempre habría tiempo para la contrición.