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Tuvo que pasar la fregona por el suelo del baño; resultado empírico de que el principio de Arquímedes se había verificado una vez más. El agua lo había inundado todo como hidromiel y él había estado a punto de ahogarse.

Pero se sentía bien.

– Dios, soy un pobre pecador -musitó mientras Gill se vestía.

Cuando cruzó la puerta del piso ya había recuperado su empaque y su actitud de eficiencia, como si saliera de una visita oficial de veinte minutos.

– ¿Podemos quedar otro día? -preguntó él.

– Podemos -contestó ella, hurgando en el bolso. A Rebus le intrigaba por qué las mujeres siempre hacían eso, sobre todo en las películas de misterio, después de haberse acostado con un hombre. ¿Sospechaban que el hombres les había quitado algo?-. Pero será difícil -prosiguió- tal como evoluciona el caso. Prometámonos que estaremos en contacto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Esperaba que ella advirtiera la desilusión en su voz, la decepción del niño al que le han negado lo que pedía.

Se dieron un último beso, con los labios laxos, y ella se marchó. Pero su perfume permaneció flotando y Rebus aspiró con fuerza antes de disponerse a emprender la jornada. Encontró una camisa y unos pantalones que no apestaban a tabaco, se los puso despacio, complaciéndose ante su imagen en el espejo del baño, con los pies húmedos y tarareando una melodía.

La vida valía la pena a veces. A veces.

Capítulo 11

Jim Stevens se metió otras tres aspirinas en la boca y las deglutió con zumo de naranja. Ya era una ignominia que le vieran en un bar de Leith tomando zumo de fruta, pero es que tan sólo la idea de beberse un simple vaso de rica y espumosa cerveza le daba náuseas. Había bebido demasiado en aquella fiesta; demasiado, sin parar y en excesivos combinados.

Leith comenzaba a mejorar. Algún poder fáctico había decidido quitarle el polvo y lavarle la cara. Abrían nuevos cafés de estilo francés y vinaterías, viviendas estudio y tiendas de delicatessen. Pero seguía siendo Leith, el viejo puerto, que conservaba aún el eco de su ajetreado pasado, cuando descargaban allí los toneles de vino de Burdeos que se vendían al por menor en plena calle, en carros tirados por un caballo. Si algo le quedaba a Leith era su mentalidad portuaria y las tradicionales tabernas de puerto.

– ¡Dios! -clamó una voz a sus espaldas-. Si es el hombre que todo lo toma doble, hasta los refrescos.

Una manaza, el doble de grande que la suya, aterrizó en el hombro de Stevens. El hombre moreno se acomodó en un taburete a su lado sin quitarle la mano del hombro.

– Hola, Podeen -dijo Stevens, que comenzaba a sudar en aquel ambiente cargado.

Sentía las palpitaciones terminales de la resaca; notaba el olor a alcohol que exudaban sus poros.

– Señor mío, James, muchacho, ¿qué es eso que tomas? Camarero, ponle rápidamente un whisky. ¡Se va a atrofiar con zumo infantil!

Podeen apartó con un gruñido la mano del hombro del periodista lo justo para aliviar el peso y volvió a dejarla caer con un palmetazo. Stevens sintió las vísceras removerse en una protesta.

– ¿Puedo hacer algo por ti hoy? -inquirió Podeen en voz mucho más baja.

Big Podeen había sido marinero veinte años y su cuerpo era un muestrario de cicatrices y muescas recibidas en mil puertos. Stevens no sabía cómo se ganaba ahora la vida ni quería saberlo; trabajaba ocasionalmente de gorila en los pubs de Lothian Road y otros dudosos establecimientos de bebidas de Leith, pero eso no era más que la punta del iceberg de sus ingresos. Había tanta suciedad en los dedos de Podeen que era muy posible que sus ingresos económicos procedieran de escarbar a mano el fértil suelo.

– Pues no, Jefe, no. Estoy meditando.

– Por favor, invítame a desayunar. Con ración doble de todo.

El camarero, casi haciendo un saludo militar, se alejó a encargar la comanda.

– ¿Lo ves, Jimmy? -añadió Podeen-. Tú no eres el único que lo toma todo doble.

La mano volvió a apartarse de la espalda de Stevens, y éste se encogió a la espera de otro palmetazo, pero esta vez fue un brazo lo que aterrizó junto a él sobre la barra. Stevens suspiró profundamente.

– Buena movida anoche, ¿eh, Jimmy?

– Ojalá la recordase.

Se había quedado dormido en un dormitorio Dios sabe a qué hora. Luego entró una pareja que lo llevó al cuarto de baño y lo dejó en la bañera, y allí estuvo durmiendo un par de horas o tres. Lo despertó un insoportable dolor en el cuello, la espalda y las piernas; tomó café como un poseso y después salió al frío del amanecer, charló en una tienda de prensa con unos taxistas y se sentó en la garita del portero de uno de los hoteles de Princes Street a tomar un té y hablar de fútbol con el vigilante de noche. Pero sabía que acabaría allí, en Leith, porque era su día libre y volvería a indagar el caso de las drogas, su niña bonita.

– ¿Hay mucha droga por aquí en este momento, Jefe?

– Oh, bueno, depende de lo que busques, Jimmy. Se comenta que andas metiendo demasiado la nariz en todo. Más te valdría ocuparte sólo de las drogas blandas y olvidarte de las duras.

– ¿Eso es un aviso, una amenaza o qué?

Stevens no estaba de humor para que le intimidasen de buena mañana, con aquella resaca dominical.

– Es un consejo amistoso, un consejo de amigo.

– ¿Quién es el amigo, Jefe?

– Yo, estúpido. No seas tan desconfiado. Escucha, hay algo de cannabis, pero nada más. A Leith ya no llega droga. Ahora la llevan a la costa de Fife o a Dundee. Hay sitios en donde han desaparecido los de aduanas. Ésa es la verdad.

– Lo sé, Jefe, lo sé. Pero aquí va a llegar un cargamento. Lo he visto. No sé de qué es, ni si es droga dura o blanda. Pero he visto pasarla. Y hace bien poco.

– ¿Cuándo?

– Ayer.

– ¿Dónde?

– En Calton Hill.

Podeen sacudió la cabeza.

– Pues eso no tiene nada que ver con los que yo pueda saber, Jimmy.

Stevens sabía que el gigantón sabía que él era de fiar, y que siempre le pasaba información que valía la pena, pero sólo la que le facilitaban quienes estaban interesados en que él se enterara de algo. Así pues, los traficantes de heroína le transmitían por medio de Podeen información sobre cannabis, y si él indagaba en el asunto, había probabilidades de que la policía sorprendiera a los culpables y el terreno quedase limpio para la demanda de heroína. Era una buena treta, una buena estratagema. Había mucho en juego. Pero Stevens conocía mejor el negocio y sabía que había un acuerdo tácito para que no descubriera a los peces gordos, porque en ese caso quedarían al descubierto empresarios y burócratas de Edimburgo, terratenientes con título y propietarios de Mercedes de la Ciudad Nueva.

Y eso no iban a consentirlo. Por eso le revelaban cosas sin trascendencia para que las rotativas siguieran funcionando y las malas lenguas propalaran que Edimburgo se estaba convirtiendo en una ciudad horrible. Siempre un poco de información, nunca el lote completo. Stevens lo comprendía. Hacía tanto tiempo que andaba metido en esto que a veces ni sabía de qué lado jugaba. En definitiva, poco importaba.

– ¿Tú no sabes nada?

– Nada, Jimmy. Pero ya husmearé por ahí; eso haré. Oye, lo que sí hay es un nuevo bar cerca de la exposición de Mackay. ¿Sabes dónde está?

Stevens asintió con la cabeza.

– Pues -prosiguió Podeen-, tiene fachada de bar, pero en la parte de atrás es un burdel. Hay una camarera guapísima que se lo hace por las tardes. Por si te interesa.

Stevens sonrió. Así que uno nuevo intentaba abrirse camino en la zona y a los veteranos, a los jefes finales de Podeen, no les gustaba. Por eso le daban a él, Jim Stevens, cierta información, para que cerraran el negocio del nuevo si a él le apetecía. Desde luego, el asunto daría para un buen titular, pero sería flor de un día.