– Quiero esa lista antes de una hora, Rebus -dijo Anderson al pasar por su lado.
Tendría la lista. Tendría su libra de carne.
Jack Morton llegó con cara de pocos amigos y mucho dolor de pies, y pasó cabizbajo junto a Rebus con un montón de papeles bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano.
– Mira esto -dijo levantando una pierna; tenía un desgarrón en el pantalón.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Rebus.
– ¿Qué crees? Me persiguió un puñetero alsaciano enorme; eso es lo que me ha pasado. ¿Me van a indemnizar? Una mierda.
– De todos modos, puedes solicitarlo.
– ¿Para qué? Sólo serviría para quedar como un imbécil.
Morton arrastró una silla hacia la mesa.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó, sentándose con alivio.
– Busco coches. Muchos coches.
– ¿Te apetece tomar una copa después?
Rebus miró el reloj, pensativo.
– Me apetecería, Jack, pero estoy pendiente de concertar una cita.
– ¿Con la encantadora inspectora Templer?
– ¿Cómo te has enterado?
Rebus se sentía genuinamente sorprendido.
– Venga, John. Con un policía no funcionan esa clase de secretos. Pero ve con cuidado. Ya conoces el reglamento.
– Sí, claro. ¿Lo sabe Anderson? ¿Ha comentado algo?
– No.
– Pues será que no sabe nada, ¿no crees?
– Serías un buen policía, hijo. Pierdes el tiempo en el cuerpo.
– Y que lo digas, papá.
Rebus encendió el cigarrillo número doce. Era cierto, no se podían guardar secretos en una comisaría, al menos ante los otros agentes, pero esperaba que Anderson y el dire no se enterasen.
– ¿Has tenido suerte con el puerta a puerta? -preguntó.
– ¿Tú qué crees?
– Morton, tienes la molesta manía de contestar a una pregunta con otra.
– ¿Ah, sí? Debe ser porque me paso todo el día haciendo preguntas, ¿no?
Rebus miró los cigarrillos que tenía. Se estaba fumando el número trece. Era absurdo. ¿Dónde había ido a parar el número doce?
– John, te digo que no vamos a averiguar nada. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada. Es como una conjura.
– A lo mejor es que es una conjura.
– ¿Y ha quedado establecido que los tres homicidios son obra de un solo individuo?
– Sí.
El inspector jefe no era partidario de malgastar palabras, sobre todo con la prensa. Estaba sentado imperturbable detrás de la mesa con las manos entrelazadas ante él, y Gill Templer estaba a su derecha. Ella llevaba las gafas en el bolso, una medida innecesaria, porque veía perfectamente sin ellas y en el trabajo no se las ponía salvo en ocasiones especiales. ¿Por qué se las habría puesto en la fiesta? Para ella era como llevar un collar; además, le parecía interesante calibrar las reacciones que suscitaba con ellas o sin ellas. Cuando se lo comentaba a sus amigas, la miraban pasmadas, como si hablara en broma. Quizá todo tenía su origen en aquel primer novio suyo que le decía que, para él, las chicas con gafas eran las mejores para follar. Hacía de eso quince años, pero no se le había olvidado la cara que puso él al decírselo, su sonrisa, aquella chispa en sus ojos. Y recordaba también su propia reacción, su sorpresa ante la palabra «follar». Ahora aquello le hacía sonreír. Ahora ella decía palabrotas, como sus colegas masculinos; y también por ver su reacción. Para Gill Templer todo era un juego, todo menos su trabajo. No había llegado a inspectora por suerte ni por su cara bonita, sino gracias a su empeño y eficacia profesional, y a su voluntad de ascender hasta donde la dejasen. Bien, ahora estaba allí, sentada junto al inspector jefe, una figura simbólica en aquel tipo de convocatorias, porque era ella quien hacía los preparativos, quien informaba previamente al inspector jefe y quien se las tenía que ver con los periodistas; todos lo sabían. El inspector jefe añadía el peso de su veteranía a la ceremonia, pero Gill Templer era quien daba a los periodistas los «extras», esos pequeños datos que no se abordaban en la conferencia de prensa.
Nadie lo sabía mejor que Jim Stevens, que estaba sentado al fondo de la sala, fumando sin quitarse el cigarrillo de la boca y sin apenas escuchar al inspector jefe. Pero tomaba nota de algunas frases para su uso futuro; al fin y al cabo, era periodista y los hábitos no se pierden. El fotógrafo, un jovencito que cambiaba nerviosamente los objetivos cada cinco minutos, se había ido con el carrete completo. Allí estaban todos. Los veteranos de la prensa escocesa y los corresponsales ingleses. Escoceses, ingleses o griegos, daba igual; los periodistas siempre tenían aspecto de periodistas; rostros enérgicos, fumadores, con camisa de uno o dos días; no parecían bien pagados y, sin embargo, estaban muy bien pagados, y con más complementos que la mayoría, pero se lo ganaban porque trabajaban sin parar, estableciendo contactos, husmeando por grietas y rincones, molestando a mucha gente. Observó a Gill Templer. ¿Qué sabría de John Rebus? ¿Estaría dispuesta a contárselo? Al fin y al cabo, seguían siendo amigos. Aún seguían siéndolo.
Tal vez no muy buenos amigos; no, desde luego, no muy buenos amigos, y eso que él lo había intentado. Y ahora, ella y Rebus… Ya desenmascararía a aquel cabrón, si es que había algo. Sí, claro que habría algo. Lo intuía. Entonces a ella se le abrirían los ojos, de golpe. Entonces, ya veríamos. Ya estaba preparando el titular: algo en la línea «¡Compañeros de armas, compañeros de delitos!». Sí, eso sonaba bien. Los hermanos Rebus entre rejas, y todo gracias a su trabajo personal. Centró de nuevo su atención en el caso policial. Bah, era muy fácil sentarse y escribir algo sobre la ineptitud policial, sobre el supuesto maníaco. Pero, claro, era el tema del momento. Y allí estaba Gill Templer para contemplarla.
– ¡Gill!
La alcanzó cuando iba a subir al coche.
– Hola, Jim -dijo ella fría, profesional.
– Oye, quería disculparme por mi comportamiento en la fiesta. -Llegaba sin aliento por la breve carrera a través del aparcamiento, y profirió la frase entrecortadamente-. Bueno, es que estaba borracho. Perdona, de todos modos.
Pero Gill le conocía de sobra y sabía que era un mero preludio a una pregunta o a una demanda. Sintió lástima por él, lástima de su pelambrera rubia que necesitaba un lavado, lástima de aquel cuerpo no muy alto, fornido -que ella había supuesto poderoso-, de sus intempestivos temblores, como si tiritara de frío. Pero la lástima no le duró mucho: había tenido una jornada agotadora.
– ¿Y por qué me lo dices ahora? Podrías haberte disculpado en la conferencia del domingo.
Él sacudió la cabeza.
– No estuve en la conferencia del domingo; tenía resaca. ¿No notaste mi ausencia?
– ¿Por qué habría de notarla? Estaba lleno de gente, Jim.
La respuesta le dejó cortado, pero no replicó.
– Bueno, en cualquier caso, perdona. ¿De acuerdo?
– Vale -añadió ella dispuesta a subir al coche.
– Si quieres, te invito a tomar algo. Para ratificar mis disculpas, por así decir.