– Lo siento, Jim, Tengo cosas que hacer.
– ¿Alguna cita con ese Rebus?
– Puede.
– Ten cuidado, Gill. Quizás ése no es lo que parece.
Gill Templer se irguió junto al coche.
– Bueno -añadió Stevens-, simplemente, ve con cuidado, ¿vale?
De momento no diría más. Había sembrado la duda y dejaría que creciese. Ya le haría otras preguntas más adelante, y entonces ella tal vez le contaría algo. Dio media vuelta y se alejó con las manos en los bolsillos camino del Bar Sutherland.
Capítulo 14
En la Biblioteca Central de Edimburgo, un antiguo edificio sin adornos encajado entre una librería y un banco, comenzaban a acomodarse vagabundos para echar una cabezada. Acudían allí, como resignados a su destino, a pasar sus últimos días de pobreza absoluta hasta cobrar la ayuda mensual del gobierno, un dinero que gastarían en un solo día (dos, quizá, si lo estiraban) de jolgorio con vino, mujeres y canturreos ante un público indiferente.
Las actitudes del personal de la biblioteca hacia los pordioseros oscilaban entre una radical intolerancia (generalmente expresada por los miembros más antiguos de la plantilla) y una actitud reflexiva y apenada (por parte de los bibliotecarios más jóvenes). En cualquier caso, aquello era una biblioteca pública y mientras los sin techo se limitaran a pedir un libro al principio del día, no podía hacerse nada a menos que alborotasen, en cuyo caso aparecía inmediatamente un guardia de seguridad.
Por lo tanto, los vagabundos dormían en los cómodos asientos, a veces bajo la mirada reprobatoria de quienes no podían por menos de preguntarse si era eso lo que Andrew Carnegie había pensado al financiar en su época las primeras bibliotecas públicas. A los dormilones les traían sin cuidado aquellas miradas, soñaban sin que nadie se molestase en preguntarles en qué; nadie les tenía en cuenta.
Lo que sí tenían prohibido era entrar en la sección infantil de la biblioteca; incluso a los adultos que no acompañaran a un niño se les miraba con recelo, y más desde los asesinatos de aquellas pobres niñas, que comentaban los bibliotecarios. La opinión general era que el asesino merecía la horca. Efectivamente, en el Parlamento se debatía sobre la pena de muerte, como suele suceder cuando en la civilizada Gran Bretaña se producen inopinadamente crímenes en serie. Sin embargo, los comentarios más frecuentes en Edimburgo no hablaban de la horca, sino de algo que uno de los bibliotecarios resumió contundentemente con estas palabras: «Es inconcebible que esto suceda aquí, ¡en Edimburgo!». Al parecer, los asesinos en serie eran un asunto propio de los callejones brumosos del sur y de las Midlands, no de esta ciudad de tarjeta postal. Quienes lo escuchaban asintieron con la cabeza, horrorizados y apesadumbrados ante aquella ineludible realidad, tanto para las dignas señoras de sombrero mustio como para los matones de los barrios periféricos, los abogados, los banqueros, los corredores de bolsa, las dependientas y los vendedores de periódico. Se formaron inmediatamente grupos de vigilantes voluntarios, que fueron disueltos con no menos premura por la fulminante reacción de la policía. Ésa no era la solución, dijo el director del cuerpo. Había que estar alerta, sí, por supuesto, pero el imperio de la ley no podía recaer en manos de ciudadanos particulares. Mientras hablaba se restregaba las manos enguantadas, y hubo periodistas que pensaron si ésa no sería una señal de que, en su subconsciente, se lavaba las manos. El director de Jim Stevens decidió alertar a los lectores con un titular: «¡ENCIERREN A SUS HIJAS!». Sin más comentarios.
Efectivamente, las hijas estaban encerradas. Algunos padres no las dejaban ir al colegio y, cuando asistían a clase, lo hacían debidamente acompañadas en el trayecto de ida y de vuelta a sus casas y eran prudentemente interrogadas durante la comida. La sección infantil de préstamo de libros en la Biblioteca Central estaba últimamente medio vacía, y los bibliotecarios tenían poco que hacer, además de hablar de la horca y leer las morbosas especulaciones de la prensa británica.
La prensa británica recordaba el dato de que el pasado de Edimburgo distaba mucho de ser edificante y mencionaba a Deacon Brodie (inspirador, según decían, del doctor Jekyll y mister Hyde, de Stevenson), a Burke y Hare, y a cualquier otro caso con que se tropezaran al documentarse, incluso hacían alusiones a los fantasmas que se aparecían en una exagerada cantidad de casas georgianas de la ciudad. Estas historias mantenían viva la imaginación de los empleados de la biblioteca que no tenían otra cosa que hacer; se ponían de acuerdo para comprar cada uno un periódico distinto para disponer de la mayor cantidad de datos posibles, pese a que les decepcionaba la frecuencia con que los periodistas compartían una misma historia en sus artículos, pues casi todos los diarios repetían lo mismo. Era como una conjura periodística.
Pero algunos niños seguían viniendo a la biblioteca, acompañados en su mayoría por la madre, el padre o alguien a su cuidado, si bien alguno que otro acudía solo. Tal muestra de temeridad por parte de ciertos padres y sus hijos trastornaba aún más a los medrosos bibliotecarios, que preguntaban a los niños -para sorpresa de éstos- dónde estaban su padre o su madre.
Samantha entraba rara vez en la sección infantil porque prefería libros para mayores, pero aquel día se metió allí para alejarse de su madre. Un bibliotecario se acercó a ella mientras fisgaba en la sección de libros para los más pequeños.
– ¿Estás sola, guapa? -preguntó.
Samantha le reconoció. Hacía mucho tiempo que trabajaba allí.
– Mi mamá está arriba -dijo.
– Ah, menos mal. Te aconsejo que no te apartes de ella.
Samantha asintió con la cabeza, furiosa por dentro. Su madre le había dicho lo mismo cinco minutos antes. No era ninguna niña, pero, por lo visto, nadie se daba cuenta. Cuando el bibliotecario se alejó para hablar con otra chica, ella cogió el libro que quería, entregó la tarjeta a la mujer mayor de pelo teñido que los niños llamaban señora Slocum y subió rápidamente la escalera a la sección de consulta, donde su madre buscaba un ensayo de George Eliot. George Eliot, le había dicho su madre, era una mujer que había escrito unos libros muy realistas, de profundo psicologismo, en una época en que los grandes escritores naturalistas y psicologistas eran hombres, mientras que las mujeres se veían relegadas a realizar las tareas domésticas. Por eso había tenido que adoptar el nombre de «George», para poder publicar sus obras.
Para compensar los intentos de adoctrinamiento, Samantha había cogido en la sección infantil un libro ilustrado sobre un niño que vuela montado en un gato gigante y corre aventuras fantásticas en una tierra soñada. Esperaba fastidiar con ello a su madre. En la sección de consulta había tanta gente sentada a las mesas, que sus toses resonaban en la silenciosa sala. Su madre, con las gafas caídas sobre la nariz, con auténtico aspecto de profesora, discutía con un bibliotecario a propósito de un libro que había pedido. Samantha cruzó entre dos filas de mesas mirando qué leía y escribía la gente. Se preguntaba por qué dedicaban tanto tiempo a leer libros cuando había tantas cosas interesantes que hacer. Ella, primero, quería viajar por el mundo, y tal vez después estaría dispuesta a sentarse en salas aburridas a leer libros antiguos. Pero eso sería después.
La observó pasear entre las mesas. Estaba de perfil respecto a ella, fingiendo examinar un anaquel de libros, mirando hacia arriba. Pero ella no miraba a su alrededor; no había peligro. Estaba en su propio mundo. Estupendo. Todas las chicas eran iguales. Pero ésta iba acompañada. Lo notaba. Cogió un libro del anaquel, lo hojeó y le llamó la atención un capítulo; apartó la vista de Samantha. Era un capítulo sobre nudos de pescador. Había muchos tipos de nudos. Muchos.