Rebus se encogió de hombros.
– Nos gustaría que te quedases -añadió Michael, dando a entender lo contrario-. ¿Qué tal por la comisaría? ¿Como siempre?
– Hemos tenido algunas bajas, pero no ha trascendido a la prensa. Y han entrado nuevos con mucha cobertura. Sí, como siempre, supongo.
Rebus advirtió que la habitación olía a manzanas acarameladas, como en las salas de máquinas tragaperras.
– Qué horror, esas niñas secuestradas -dijo Michael.
Rebus asintió con la cabeza.
– Sí -añadió-, un horror. Pero aún no se puede calificar estrictamente de secuestro porque no han pedido rescate ni nada parecido. Parece más bien un honrado caso de agresión sexual.
– ¿Honrado? -exclamó Michael sorprendido, alzándose de la silla-. ¿Qué tiene de honrado?
– Es la jerga que usamos nosotros, Michael -contestó Rebus, encogiéndose otra vez de hombros y apurando el whisky.
– Caray, John -replicó Michael, volviéndose a sentar-, también nosotros tenemos hijas, pero tú hablas de ello como si nada. A mí me da miedo pensarlo -añadió meneando despacio la cabeza, con una expresión en la que se mezclaban la pena y la conciencia, de que a él, de momento, ese horror no le afectaba-. Da miedo -repitió-. Y más aún en Edimburgo. Quiero decir que uno jamás pensaría que algo así pudiera ocurrir en Edimburgo, ¿no crees?
– En Edimburgo ocurren más cosas de las que uno cree.
– Sí. -Michael hizo una pausa-. Estuve allí la semana pasada, actuando en un hotel.
– No me avisaste.
Ahora fue Michael quien se encogió de hombros.
– ¿Te habría interesado? -dijo.
– Quizá no -contestó Rebus sonriendo-, pero, de todos modos, te hubiera ido a ver.
Michael se echó a reír. Era como una risa de cumpleaños o la de quien acaba de encontrarse un dinero olvidado en algún bolsillo.
– ¿Otro whisky, caballero? -dijo.
– Pensaba que no ibas a ofrecérmelo.
Rebus volvió a centrarse en observar el cuarto mientras Michael se acercaba al mueble bar.
– ¿Qué tal van las actuaciones? -preguntó-. De verdad que me interesa.
– Muy bien -contestó Michael-. En realidad, sí que van bien. Tengo propuestas para un anuncio en televisión, pero hasta que no lo vea no lo creeré.
– Estupendo.
Otro whisky aterrizó en la mano predispuesta de Rebus.
– Sí, y estoy preparando un nuevo número. Un número un poco espeluznante.
Un brillo dorado destelló en la muñeca de Michael al llevarse el vaso a los labios. Era un reloj caro sin cifras en la esfera. Rebus pensó que cuanto más caro era un objeto menos presencia tenía: equipos de música en miniatura, relojes sin cifras, calcetines Dior transparentes, como los que llevaba Michael.
– A ver, cuenta -dijo, mordiendo el anzuelo.
– Pues se trata de hacer que alguien del público regrese a sus vidas pasadas -dijo Michael inclinándose hacia delante en la silla.
– ¿Vidas pasadas?
Rebus miró el suelo, como si admirase los contrastes oscuros y claros del dibujo verde de la alfombra.
– Sí -prosiguió Michael-. La reencarnación, volver a nacer, ya sabes. Bueno, contigo no tendría que probar, John. Tú eres cristiano.
– Los cristianos no creen en vidas pasadas, Mickey, sino en la vida futura.
Michael miró a su hermano, como pidiéndole que callara.
– Perdona -dijo Rebus.
– Como te decía, probé el número en público la semana pasada por primera vez, aunque hace tiempo que lo practico con mis pacientes.
– ¿Pacientes?
– Sí. Me pagan por sesiones privadas de terapia hipnótica. Consigo que dejen de fumar, les ayudo a ganar confianza en sí mismos o a que no se meen en la cama. Hay algunos que están convencidos de que han vivido otras vidas, y me piden que les hipnotice para poder demostrarlo. No te preocupes, son ingresos totalmente legales y pago mis impuestos.
– ¿Y se puede demostrar? ¿Tienen alguna vida anterior?
Michael pasó un dedo por el borde del vaso vacío.
– Te sorprenderías -dijo.
– Dame un ejemplo.
Rebus seguía con la mirada las líneas de la alfombra. «Vidas pasadas», pensó. Eso sí que era bueno. En su pasado había mucha vida.
– Bien -dijo Michael-, en esa actuación que te he dicho de la semana pasada en Edimburgo, pues -añadió, inclinándose más hacia delante-, hice subir al escenario a una mujer del público. Era de mediana edad y la acompañaba gente de su trabajo, porque celebraban algo. Ella entró en trance con facilidad; probablemente porque no había bebido tanto como sus amigos; una vez bajo estado hipnótico, le dije que íbamos a emprender un viaje al pasado, a un tiempo muy lejano, de antes de que ella naciera, y la insté a pensar en su primer recuerdo…
Michael había adoptado un tono de voz fluido y profesional, y abría las manos como si estuviera dirigiéndose al público. Rebus, con el vaso en la mano, sintió cierta laxitud y pensó en un recuerdo de su infancia; los dos hermanos jugando a pelota y revolcándose por el suelo, en el barro cálido de una lluvia de julio; su madre, remangada, desvistiéndolos y metiéndolos en la bañera entre aspavientos y risas.
– Bueno -continuó Michael-, pues empezó a hablar con una voz distinta a la suya. Fue muy extraño, John. Ojalá hubieras estado presente. El público guardaba silencio y yo sentía escalofríos, sin ninguna relación con la calefacción del hotel. Fíjate que éxito. Conseguí que la mujer volviese a una vida anterior en la que era monja. ¿Te imaginas? Monja. Contó que estaba sola en su celda, describió el convento con todo detalle y, de pronto, comenzó a decir algo en latín, y entre el público hubo gente que se santiguó. Yo me quedé de piedra; seguro que se me pusieron los pelos de punta. Así que la saqué del trance lo antes posible, se hizo una larga pausa y el público rompió a aplaudir. A continuación, quizá por puro desahogo, sus amigos comenzaron a felicitarla entre risas y se rompió la tensión. Después de la actuación la mujer me dijo que era protestante practicante y nada menos que seguidora de los Rangers, y juró y perjuró que no sabía latín. Pero alguien dentro de ella sí que sabía. Te lo digo yo.
– Es una historia muy interesante, Mickey -dijo Rebus sonriendo.
– Es auténtica -añadió Michael abriendo los brazos con un gesto implorante-. ¿No me crees?
– Tal vez.
Michael sacudió la cabeza.
– No debes de ser muy buen policía, John. Tuve ciento cincuenta testigos. Irrefutable.
Rebus no podía apartar la vista del dibujo de la alfombra.
– John, hay muchos que creen en vidas pasadas.
«Vidas pasadas… Él sí creía en algunas cosas… En Dios, desde luego… Pero en vidas pasadas…» De pronto, un rostro encerrado en una celda le gritó desde la alfombra.
El vaso se le cayó de la mano.
– John, ¿te encuentras bien? Dios, se diría que has visto…
– Sí, sí; no es nada -dijo Rebus recogiendo el vaso y levantándose-. No es nada… estoy bien. Es que -añadió mirando su reloj con cifras-, bueno, tengo que irme. Esta noche estoy de servicio.
Michael sonrió discretamente, contento de que su hermano se fuese y al mismo tiempo un poco incómodo por alegrarse.
– Bueno, a ver si nos vemos pronto. En territorio neutral -añadió.
– Sí -contestó Rebus, sintiendo otra vez aquel olor a manzanas caramelizadas. Notaba que se había puesto pálido, nervioso, como fuera de lugar-. Sí, ya nos veremos.
Dos o tres veces al año, en bodas, entierros, y una llamada por Navidad; se lo prometían siempre y era una promesa que se había convertido en ritual, por lo que podían renovarla y olvidarla sin problemas.
– Nos veremos.
Estrechó la mano a Michael en la puerta y pasó rápidamente por delante del BMW camino de su coche, mientras discurría sobre si se parecían mucho su hermano y él. En los velatorios, sus tíos y tías comentaban a veces «Oh, sois el vivo retrato de vuestra madre». No decían nada más. John Rebus sabía que su pelo castaño era más claro que el de su hermano Michael y que sus ojos eran de un verde un poco más oscuro. Pero sabía también que había tantas diferencias entre ellos que aquellas similitudes eran absolutamente superficiales. Eran hermanos sin sentido fraterno. Su fraternidad pertenecía al pasado.